A lourinha da Moto-Fest
Cuando aquella sexta-feira arribé a esa ciudad fronteriza con más de doscientos años de Historia, para nada presumí que la verdadera historia me acontecería en lo personal.
Acostumbrado a caminar con la mirada perdida en el embaldosado ciudadano, en la cinta de asfalto de las rutas o atisbando esa mágica línea playera que separa cielo y mar, el hallarme entre amigos impuso que cercenase mi clásica libertad óptica para ocuparme por aquellas cosas que se movían en el ámbito térreo.
Pasado ese rato de estilo en que se prodigan saludos y abrazos y besos y se escucha las cuitas mecánicas y los avatares del hígado de los contertulios, animado por el colorido del entorno me ocupé de realizar una vuelta visual de horizonte.
Inmediatamente supe del pánico libidinoso, a partir de una joven mujer que atravesaba la plaza principal a uno de cuyos laterales me hallaba.
Lo inesperado de la circunstancia, lo removedor del hecho, paralizó mi impulsión, y así registré como su silueta se perdía entre una mediana concurrencia.
Como esos reflejos que el asfalto nos obsequia a modo de espejismo, así se diluyó la rubia de la fiesta motoquera que me había desnucado sin siquiera manejarlo ninguno de ambos.
Apenas me había recuperado del agotador viaje, el frescor de una ducha mal secada invitaba a volver al cúmulo de animación, contra explosiones innecesarias, y cambio de papel que nos convierte en un par de horas de recién recibidos en recepcionistas de otros camaradas.
Llegado a ese punto neurálgico, agotada la posibilidad de recrearme con excelentes animadores profesionales con impensadas máquinas fruto de la chatarra, y sin nada novedoso que ocupase el consumismo en aquellas precarias barracas comerciales, la opción resultante pasaba por incorporarse a esa vuelta del perro, pero sin perro, que muchos realizaban entorno a la plaza.
Pocos minutos nacieron antes de que, a unos treinta metros, entre perfil y espalda, surgiese nuevamente en mi campo la joven elevada ya al rango de rubiecita.
Entonces no hubo sorpresa, se trataba de una mujer que nos movía el piso en tiempos en que cada vez menos se mueve algo ante la saturación de ofertas y la escasez de demandas.
Corrí, y corrí; pero a cada zancada que daba, la multitud operaba como tapia que ocultaba parcialmente a mi presa. Tuve la sensación, por un instante, que aquella explanada era una enorme sala bailable en la cual las luces estroboscópicas alternativamente simulaban y disimulaban a esa danzante.
Imaginé que con esa musa mis sueños resultarían ajenos al barullo de los mosquitos que quitaban la cabeza. Pero, si bien a los últimos no los escuché y sólo supe de ellos por bubones de la mañana siguiente a la noche anterior, o bien mi bloqueo no permitió rememorar a la chica o ella no pertenecía al mundo de mi onirismo.
El sábado era la jornada orgánica de aquella fiesta anual. Por más que mi vista buscó a la referida, era evidente que se trataría de alguien que toma ese día por descanso y recogimiento, y que ya no se constituiría en el entorno.
Entrada la noche, en ese deambular ingresando y saliendo del baile para beneficiar el cuerpo con una tímida garúa, allí, repentina y nítida, calle por medio, casi de frente pero cambiando de senda, ella me indujo con su regia presencia a pasar por entre el tránsito y resultar donde debía hallarla.
Sin embargo, la vi alejarse en el mismo sentido, con dirección indefinida.
De nada sirvió apurar el paso. Su figura envanecía, mi visión turbaba todo matiz de nitidez.
Me di cuenta que sería incapaz de fisonomizarla, cuando la gracia de anfitrión Júnior me dio motivo de lo único que de ella me quedaría a modo de saudade: el título A lourinha da Moto-Fest, y la posibilidad de tenerlo por excusa para enunciar lo inenunciable.
Recordé, al momento, el designio de los astros para mi semana en curso; porque el horóscopo siempre dice lo que dice.
Recién entendí por qué El Mago siempre enseña que Contra el destino nadie la talla; enfundé mi mandolina moral, y retorné con mi neurona a los cuarteles de invierno de los cuales cabe ahora la ilusión de que alguna visión me saque a orear alguna otra vez.
Carlos Barros Pons
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