Con 81 años, más de cinco décadas de trayectoria y películas que ya son verdaderos clásicos como Poor CowKesAgenda secretaRiff-RaffComo caídos del cielo o Tierra y libertad, Ken Loach es uno de los directores más consecuentes y potentes en su reivindicación de la clase obrera, esos trabajadores de clase media-baja que sufren la constante y progresiva degradación de sus condiciones laborales; es decir, de su dignidad y su autoestima.

El realizador británico consiguió su segunda Palma de Oro del Festival de Cannes en 2016 con Yo, Daniel Blake (la primera había sido en 2006 con El viento que acaricia el prado), film que tiene como protagonistas a uno de esos héroes (mártires) de la clase trabajadora que tanto les gustan a Loach y a su habitual guionista Paul Laverty, en este caso acompañado por el personaje de Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos pequeños que viven en condiciones más que vulnerables.

Loach construye otra cuestionadora mirada a la falta de trabajo y oportunidades, a la crueldad de la kafkiana burocracia estatal (muchas veces asociada con la insensibilidad del sector privado) y a las miserias del poder. Puede que por momentos la película resulte un poco manipulatoria y, en otros, algo demagógica en su glorificación de esos personajes nobles y queribles, sencillos, algo torpes y siempre bienintencionados, pero Yo, Daniel Blake funciona bien sobre caminos previsibles.

Dave Johns está impecable como ese carpintero de 59 años oriundo de Newcastle que lucha para mantener sus beneficios sociales. Este viudo testarudo con problemas coronarios y dificultades para encajar en estos tiempos modernos en los que todo se hace online, donde ya no se escucha ni se ayuda al al prójimo, resulta una suerte de alter-ego de Loach, cuyo discurso puede sonar para algunos demasiado voluntarista o incluso demodé, pero con su conmovedora carga humanista y su incansable denuncia de las grietas y contradicciones del sistema sigue siendo necesario.

Así, contra todas las modas y los prejuicios, este “último mohicano” del cine europeo (aunque uno podría sumar a la lista, por ejemplo, a los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne) sigue ostentando una fuerza, una vitalidad y una coherencia que no muchos colegas jóvenes pueden exhibir.