miércoles, 31 de diciembre de 2014

Viva la corrupción!!

MUJICA DEFIENDE A CALLOIA

Míster Simpatía

El presidente José Mujica defendió la nominación de Fernando Calloia para el próximo gobierno, pese a las críticas de la oposición. "No es simpático para hacer declaraciones de prensa pero le sobra calidad", dijo.



Foto: Ricardo Antúnez/AdHoc DFotos

El ex presidente del Banco República Fernando Calloia presidirá la Corporación Nacional para el Desarrollo en el gobierno de Tabaré Vázquez, según fue anunciado ayer.
El nombramiento despertó el repudio de la oposición. "Innecesario, inentendible, soberbio y mucho más insistir con Calloia. No lo merecen ni la Justicia ni los ciudadanos", dijo José Amorín Batlle, mientras el diputado nacionalista Pablo Abdala recordó que su gestión fue polémica y agravió al Partido Nacional.
En la mañana de este martes, al ser consultado por los nombramientos de Tabaré Vázquez, el presidente José Mujica apoyó la decisión con respecto a Calloia.
"Tengo que poner el hombro al gobierno que viene porque tengo que apoyar al pueblo uruguayo", aseguró Mujica, tras participar en el lanzamiento de una campaña de comunicación sobre salud sexual y reproductiva.
Preguntado sobre las designaciones de cargos para el próximo gobierno, el mandatario uruguayo señaló su acuerdo con algunos de los nombramientos y dictaminó que otros demostrarán su valía cuando la pongan en práctica.
"Los pingos se ven en la cancha", afirmó, tras destacar que "seguramente" los elegidos por Vázquez "estarán bien".
Sobre Fernando Calloia, Mujica aseguró que es "un hombre muy capaz, que el país si lo puede exprimir, lo tiene que exprimir".
"No es simpático; para hacer declaraciones de prensa no es", dijo el presidente, "pero para conducir cuestiones económicas y bancos ha demostrado que le sobra calidad", sentenció.
A Calloia, "vamos a pedirle lo que tiene: entereza ética y capacidad de oficio", concluyó.


por que pagamos cara la "luz"?

UTE PRESENTÓ RENDICIÓN DE CUENTAS 2010-2014

Años luz


UTE aportó 2 mil millones de dólares al fisco durante el período 2010-2014, según un informe dado a conocer este martes por la empresa estatal.


Según un informe presentado este martes, la empresa estatal aportó entre 2010 y 2014 unos dos mil millones de dólares al fisco, quedando con un superávit de 1.278 millones.
En materia de inversión, la empresa logró unos 1.728 millones de dólares. “Un informe presentado en los últimos días al Directorio de UTE por las áreas técnicas del organismo expresa que se generaron durante el período las condiciones adecuadas para solventar el ambicioso plan de inversiones del ente. Esto permitió avanzar de forma significativa en el cambio de la matriz eléctrica, prioridad central de las dos últimas administraciones de UTE”, señaló la empresa en un comunicado.
Según el informe, el año 2010 fue de buen nivel de hidraulicidad, lo que permitió un compromiso con el Gobierno de USD 909,5 millones y cancelar deuda por un total de 374,3 millones, alcanzando en este año una rentabilidad sobre patrimonio de 9,78 %.
El año 2011 se destaca porque se logró alcanzar los niveles de inversión previstos, mientras que 2012 fue uno de los años más secos de la historia, además de haberse registrado un importante aumento en el precio del petróleo. “Esto obligó a UTE a tomar un fuerte endeudamiento de corto plazo para capital de trabajo, por lo que la deuda del organismo creció en USD 327 millones”.
En 2013, el 77 % de la demanda se cubrió con generación hidráulica. “Esto determinó un superávit de cuenta corriente que permitió financiar el 80 % de las inversiones, las que tuvieron un fuerte incremento, del orden del 48 % respecto a 2012. La Rentabilidad sobre Patrimonio en este ejercicio fue del 6,6 %”, señala el informe.
En 2014 se espera alcanzar un superávit de 509 millones de dólares. El año se destaca por el ingreso de varios parque eólicos y buen nivel de hidraulicidad.
UTE destaca lo logrado en cuanto a conectividad con la región, diversificación e independencia del precio del petróleo para la generación de energía: “El haber generado las condiciones adecuadas para solventar el exigente plan de inversiones, tanto desde el punto de vista económico como de flujos de caja, ha permitido procesar y avanzar en grado sustantivo en el cambio de la matriz eléctrica, lo cual prepara a la empresa para hacer frente a una creciente demanda, con posibilidades de comercialización en la región y el abaratamiento de los costos de producción una vez se finalice el proceso señalado”.

10 años de Cromañon

A diez años de la tragedia de Cromañón: los sobrevivientes, los recuerdos y los reclamos

Una década de pedidos de justicia por los 194 muertos en la discoteca argentina

Al cumplirse una década, Argentina recuerda este martes el incendio que acabó con la vida de 194 personas en la discoteca Cromagnon de Buenos Aires, convertida en trampa mortal por no cumplir las condiciones de seguridad, con el reclamo de justicia persistente entre familias y supervivientes.

La tragedia se produjo el 30 de diciembre de 2014 en el popular barrio de Once, donde unas 6.000 personas se concentraban en el local "República de Cromagnon", de capacidad máxima para 4.000 personas, para ver el concierto que ofrecía la banda de rock Callejeros.

Cerca de la medianoche, una bengala prendió fuego a las telas que decoraban la discoteca y provocó el caos entre los asistentes, que al tratar de escapar del humo y las llamas encontraron las puertas de emergencia bloqueadas.

"Esa noche estaba muy contento, era fin de año, nos íbamos a divertir. Yo estaba muy lejos de la puerta. Con el incendio voy hacia atrás, me trato de dirigir hacia la entrada principal, me caigo y se me cae gente encima, ahí pierdo el conocimiento (...). No sé quien me saca, a día de hoy que no lo sé y no lo voy a saber", dijo a Efe Belkyss Contino, de 22 años, superviviente del incendio.

En total hubo unos 700 heridos y 194 muertos, en su mayoría jóvenes y algunos incluso niños, a consecuencia de aplastamientos y de la asfixia por el humo.

Diez años después, las familias y supervivientes de la "tragedia de Cromagnon", una de las peores sufridas por Argentina en su historia reciente, continúan reclamando justicia.

"Hay impunidad. Todavía falta que se haga justicia", apuntó a Efe Rosa María David, madre de Mariano y Verónica, que fallecieron aquel 30 de diciembre de 2004 a los 31 y 25 años, respectivamente.

Las víctimas coinciden en señalar como principal culpable al administrador de la discoteca, Omar Chabán, fallecido el pasado noviembre de cáncer, aunque consideran que los cargos que se aplicaron en la mayoría de los casos fueron poco severos.

"Esto de que estén presos y condenados por 'estrago culposo' también es una injusticia, porque la figura es 'dolo eventual' u 'homicidio', pero le dan la condena más baja. Eso es una injusticia", indicó a Efe Nilda Gómez, madre de Mariano, fallecido en el incendio a la edad de 20 años.

Chabán, al que se le concedió en 2013 la prisión domiciliaria debido a su enfermedad, había sido detenido en 2012 para cumplir una pena de 10 años de cárcel después de la desestimación de varios recursos judiciales.

Junto a la del administrador, quedaron en firme las penas de hasta siete años de cárcel para su mano derecha, Raúl Alcides Villareal, y todos los miembros de Callejeros, aunque la revisión del fallo en 2014 devolvió recientemente la libertad a los músicos.

También hubo penas de prisión para un subcomisario de policía, varios funcionarios del Gobierno de Buenos Aires, y para el dueño de la discoteca, Rafael Levy, que ingresó en prisión a comienzos de este diciembre.

Pero familiares y supervivientes también apuntan como responsable al entonces alcalde de Buenos Aires, Aníbal Ibarra, a quien la tragedia costó su cargo en 2005 por mal desempeño.

"Todavía falta que se haga justicia con el tema de Ibarra, que fue el que dijo que no iba a pasar nada dos días antes, que lo tenía todo controlado", puntualizó Rosa María David.

Víctimas y familias denuncian la falta de controles a los establecimientos a los que se otorgaba licencia municipal e incluso acusan a la cúpula política de corrupción a la hora de vigilar los aforos para eventos como el concierto de Callejeros.

"Cuando hablamos de que no se repitan 'cromaganones' hablamos de cualquier muerte, cualquier injusticia provocada por corrupción y sobre todo por deficiencia", expresó Contino, quien hoy lucha junto a otras víctimas para concienciar sobre la necesidad de mayores medidas de seguridad en las discotecas.

Varios actos recordarán el décimo aniversario de la tragedia este 30 de diciembre, desde el encendido de un árbol hasta una exposición fotográfica, pero la gran movilización se producirá en la Plaza de Mayo, donde se encuentra la Casa Rosada, con una manifestación en la que se "dará la espalda" a la sede de Gobierno.

Además se habilitará un espacio peatonal junto al lugar donde estaba la discoteca, que también recordará que casi la mitad de los fallecidos perdieron la vida mientras intentaban rescatar a otras víctimas.

"Murieron mostrándole a los adultos, que miraban pasmados, cómo había que hacer. Entraron y sacaron gente mientras la policía miraba, mientras los bomberos miraban porque no tenían siquiera una luz para poder ingresar, y mientras el jefe de Gobierno cruzado de brazos decía que estaba todo controlado", concluyó Gómez. 

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Trabajadores del transporte

Cita de paro el 2 de enero y Turil retrasará viajes

Servicios en el norte y sur se verán afectados por las medidas

El sindicato de Cita decretó un paro de 24 horas para el 2 de enero, dijo a El Observador el presidente del gremio de la empresa Héctor Cruzet. Los destinos que se verán afectados serán San José, Florida, Casupá y Santa Lucía.
Cruzet manifestó que “la empresa incumplió un convenio” que habían firmado en 2013 en el Ministerio de Trabajo sobre la rotación de guardias de verano. “Ellos pretendían sacar la gran mayoría de los guardas de licencia y hacer nocturnos con conductores-guardas. A los compañeros que quieren sacar de licencia, además no le pagan la licencia. Quieren pagar poco más del 30% de la licencia de enero y febrero”, afirmó el dirigente.
Por otra parte, el gremio de Turil decidió retrasar media hora sus viajes a partir de este martes a las 18:30 horas. La medida se tomó por tiempo indefinido. El coordinador de servicios interdepartamentales de Unott, Juan Arellano, declaró a El Observador que la medida se aprobó por “sanciones arbitrarias a algunos trabajadores y rotaciones de turnos”. Se verán alterados los servicios a Artigas, Tranqueras, Rivera, Tacuarembó, Paso de los Toros, Durazno, Florida, Montevideo, San José, Nueva Helvecia, Colonia Valdense, Juan Lacaze y Colonia.
Con motivo del Día del Transportista, el 1° de enero ambas empresas no tendrán servicios.

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lunes, 22 de diciembre de 2014

EL TÚNEL______ERNESTO SABATO

EL TÚNEL
1948
ERNESTO SABATO

«…en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario:
el mío».


A la amistad de Rogelio Frigerio
que ha resistido todas las asperezas
y vicisitudes de las ideas.



I
BASTARÁ decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que
mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el
recuerdo de todos y que no se necesitan mayores
explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la
gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no
hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de
defensa de la especie humana. La frase «todo tiempo
pasado fue mejor» no indica que antes sucedieran menos
cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el
olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez
universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar
preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir
que «todo tiempo pasado fue peor», si no fuera porque el
presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo
tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas
malas acciones, que la memoria es para mí como la
temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la
vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante
horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una
noticia en la sección policial! Pero la verdad es que no
siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí;
hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia,
más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo
mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y
profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo
liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena
acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese
individuo siga destilando su veneno y que en vez de
eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a
anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo
que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no
haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad,
liquidando a seis o siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita
demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo
caso: en un campo de concentración un ex pianista se
quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una
rata, pero viva.
No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora;
ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este
asunto de la rata.
II
COMO DECÍA, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán
preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi
crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y,
sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el
alma humana para prever que pensarán en la vanidad.
Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato
que me importan un bledo la opinión y la justicia de los
hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por
vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos,
pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería
muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí,
cualidades especiales; uno se cree a veces un
superhombre, hasta que advierte que también es
mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo
que nadie está desprovisto de este notable motor del
Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen
con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta:
es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir
parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en
absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la
vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con
esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico,
como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o
al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se
defendía de la acusación de soberbia argumentando que se
había pasado la vida sirviendo a individuos que no le
llegaban a las rodillas?
La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al
lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad.
Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que
mi madre debía morirse un día (con los años se llega a
saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta
reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener
defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan
buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero
recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre,
cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus
mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de
orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí
mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo
tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué
al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme
levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para
compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y
yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de
haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que
vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás.
Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá
estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de
soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar
explicación a todos los actos de la vida?
Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a
no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de
contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le
gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque
precisamente esa gente que siempre anda detrás de las
explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de
ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un
crimen hasta el final.
Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir
estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en
pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es
bastante simple, pensé que podrían ser leídas por mucha
gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago
muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de
los lectores de estas páginas en particular, me anima la
débil esperanza de que alguna persona llegue a
entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA.
«¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil
esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas
personas? Éste es el género de preguntas que considero
inútiles, y no obstante hay que preverlas, porque la gente
hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el
análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar
hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de
cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo
que quiero decir?
Existió una persona que podría entenderme. Pero fue,
precisamente, la persona que maté.
III
TODOS saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie
sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo exactamente
entre nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla.
Trataré de relatar todo imparcialmente porque, aunque
sufrí mucho por su culpa, no tengo la necia pretensión de
ser perfecto.
En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro
llamado Maternidad. Era por el estilo de muchos otros
anteriores: como dicen los críticos en su insoportable
dialecto, era sólido, estaba bien arquitecturado. Tenía, en
fin, los atributos que esos charlatanes encontraban siempre
en mis telas, incluyendo «cierta cosa profundamente
intelectual». Pero arriba, a la izquierda, a través de una
ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa
solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer que
miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado
y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad
ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por
encima, como por algo secundario, probablemente
decorativo. Con excepción de una sola persona, nadie
pareció comprender que esa escena constituía algo
esencial. Fue el día de la inauguración. Una muchacha
desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin
dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en primer
plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró
fijamente la escena de la ventana y mientras lo hacía tuve
la seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no
vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi
tela.
La observé todo el tiempo con ansiedad. Después
desapareció en la multitud, mientras yo vacilaba entre un10
miedo invencible y un angustioso deseo de llamarla. ¿Miedo
de qué? Quizá, algo así como miedo de jugar todo el dinero
de que se dispone en la vida a un solo número. Sin
embargo, cuando desapareció, me sentí irritado, infeliz,
pensando que podría no verla más, perdida entre los
millones de habitantes anónimos de Buenos Aires.
Esa noche volví a casa nervioso, descontento, triste.
Hasta que se clausuró el salón, fui todos los días y me
colocaba suficientemente cerca para reconocer a las
personas que se detenían frente a mi cuadro. Pero no volvió
a aparecer.
Durante los meses que siguieron, sólo pensé en ella, en la
posibilidad de volver a verla. Y, en cierto modo, sólo pinté
para ella. Fue como si la pequeña escena de la ventana
empezara a crecer y a invadir toda la tela y toda mi obra.
IV
UNA TARDE, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra
vereda, en forma resuelta, como quien tiene que llegar a un
lugar definido a una hora definida.
La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en
medio de una multitud. Sentí una indescriptible emoción.
Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas
cosas, que al verla, no supe qué hacer.
La verdad es que muchas veces había pensado y planeado
minuciosamente mi actitud en caso de encontrarla. Creo
haber dicho que soy muy tímido; por eso había pensado y
repensado un probable encuentro y la forma de
aprovecharlo. La dificultad mayor con que siempre
tropezaba en esos encuentros imaginarios era la forma de
entrar en conversación. Conozco muchos hombres que no
tienen dificultad en establecer conversación con una mujer
desconocida. Confieso que en un tiempo les tuve mucha
envidia, pues, aunque nunca fui mujeriego, o precisamente
por no haberlo sido, en dos o tres oportunidades lamenté
no poder comunicarme con una mujer, en esos pocos casos
en que parece imposible resignarse a la idea de que será
para siempre ajena a nuestra vida. Desgraciadamente,
estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de
cualquier mujer.
En esos encuentros imaginarios había analizado diferentes
posibilidades. Conozco mi naturaleza y sé que las
situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo
sentido, a fuerza de atolondramiento y de timidez. Había
preparado, pues, algunas variantes que eran lógicas o por
lo menos posibles. (No es lógico que un amigo íntimo le
mande a uno un anónimo insultante, pero todos sabemos
que es posible.)
La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En
caso de encontrarla en uno, me pondría a su lado y no
resultaría demasiado complicado entrar en conversación a
propósito de algunos de los cuadros expuestos.
Después de examinar en detalle esta posibilidad, la
abandoné. Yo nunca iba a salones de pintura. Puede
parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en
realidad tiene explicación y tengo la certeza de que si me
decidiese a darla todo el mundo me daría la razón. Bueno,
quizá exagero al decir «todo el mundo». No, seguramente
exagero. La experiencia me ha demostrado que lo que a mí
me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de
mis semejantes. Estoy tan quemado que ahora vacilo mil
veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud
mía y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y
no abrir la boca. Esa ha sido justamente la causa de que no
me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen.
Tampoco sé, en este momento, si valdrá la pena que
explique en detalle este rasgo mío referente a los salones,
pero temo que, si no lo explico, crean que es una mera
manía, cuando en verdad obedece a razones muy
profundas.
Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes
que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías,
los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se
reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía
semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de
atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la
vanidad de creerse superiores al resto.
Observo que se está complicando el problema, pero no veo
la manera de simplificarlo. Por otra parte, el que quiera
dejar de leer esta narración en este punto no tiene más que
hacerlo; de una vez por todas le hago saber que cuenta con
mi permiso más absoluto.
¿Qué quiero decir con eso de «repetición del tipo»? Habrán
observado qué desagradable es encontrarse con alguien
que a cada instante guiña un ojo o tuerce la boca. Pero,
¿imaginan a todos esos individuos reunidos en un club? No
hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo,
basta observar las familias numerosas, donde se repiten
ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas entonaciones de voz.
Me ha sucedido estar enamorado de una mujer
(anónimamente, claro) y huir espantado ante la posibilidad
de conocer a las hermanas. Me había pasado ya algo
horrendo en otra oportunidad: encontré rasgos muy
interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana
quedé deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los
mismos rasgos que en aquella me habían parecido
admirables aparecían acentuados y deformados en la
hermana, un poco caricaturizados. Y esa especie de visión
deformada de la primera mujer en su hermana me produjo,
además de esa sensación, un sentimiento de vergüenza,
como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente
ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto
había admirado.
Quizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado
que la gente no da importancia a estas deformaciones de
familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con
esos pintores que imitan a un gran maestro, como por
ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la manera
de Picasso.
Después, está el asunto de la jerga, otra de las
características que menos soporto. Basta examinar
cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo,
el fascismo, el periodismo. No tengo preferencias; todos me
son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en
este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho
talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto que
sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a
perseguirme y él se unió a esa gentuza; pero dejemos esto.
Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que
debía salir y me invitó a ir con él:
—¿A dónde? —le pregunté.
—A un cóctel de la Sociedad —respondió.
—¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me
revienta esa forma de emplear el artículo determinado que
tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad
Psicoanalítica; el Partido, por el Partido Comunista, la
Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven.
Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con
ingenuidad.
—La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió
mirándome con esos ojos penetrantes que los freudianos
creen obligatorios en su profesión, y como si también se
preguntara: «¿qué otra chifladura le está empezando a este
tipo?»
Recordé haber leído algo sobre una reunión o congreso
presidido por un doctor Bernard o Bertrand. Con la
convicción de que no podía ser eso, le pregunté si era eso.
Me miró con una sonrisa despectiva.
—Son unos charlatanes —comentó—. La única sociedad
psicoanalítica reconocida internacionalmente es la nuestra.
Volvió a entrar en su escritorio, buscó en un cajón y
finalmente me mostró una carta en inglés. La miré por
cortesía.
—No sé inglés —expliqué.
—Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única
sociedad de psicoanálisis en la Argentina.
Puse cara de admiración y profundo respeto.
Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había
una cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre,
como al doctor Goldenberg, que últimamente había tenido
mucho renombre a raíz de haber intentado curar a una
mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de
salir. Lo miré atentamente, pero no me pareció peor que los
demás, hasta me pareció más calmo, tal vez como
resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera
que comprendí que los detestaba.
Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje
viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de
grotesco que experimentaba no era exactamente por eso
sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando
una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches,
comentaba con un señor no sé qué problema de
masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación
resultase de la diferencia de potencial entre los muebles
modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros
tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.
Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó
imposible. El departamento estaba atestado de gente
idéntica que decía permanentemente la misma cosa.
Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con personas
habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chófer),
me pareció de pronto fantástico que en un departamento
hubiera aquel amontonamiento.
Sin embargo, de todos los conglomerados detesto
particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente,
porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede
detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero
tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca
pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que
jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha
entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los
errores de mi operación, ¿qué se pensaría? Lo mismo pasa
con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que
es lo mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico
de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos
charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los
juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque
más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso
sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable
que un pintor mediocre dé consejos a uno bueno?
Me he apartado de mi camino. Pero es por mi maldita
costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A
qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de
pintura? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o
no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso
alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con
semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque
todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de
las exposiciones, las habladurías de los colegas, la ceguera
del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el
salón y distribuir los cuadros. Felizmente (o
desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro
modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma
en que el pintor debe defenderse de los amigos de la
pintura.
Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una
exposición.
Podía suceder, en cambio, que ella tuviera un amigo que a
su vez fuese amigo mío. En ese caso, bastaría con una
simple presentación. Encandilado con la desagradable luz
de la timidez, me eché gozosamente en brazos de esa
posibilidad. ¡Una simple presentación! ¡Qué fácil se volvía
todo, qué amable! El encandilamiento me impidió ver
inmediatamente lo absurdo de semejante idea. No pensé en
aquel momento que encontrar a un amigo suyo era tan
difícil como encontrarla a ella misma, porque es evidente
que sería imposible encontrar un amigo sin saber quién era
ella. Pero si sabía quién era ella ¿para qué recurrir a un
tercero? Quedaba, es cierto, la pequeña ventaja de la
presentación, que yo no desdeñaba. Pero, evidentemente,
el problema básico era hallarla a ella y luego, en todo caso,
buscar un amigo común para que nos presentara.
Quedaba el camino inverso, ver si alguno de mis amigos
era, por azar, amigo de ella. Y eso sí podía hacerse sin
hallarla previamente, pues bastaría con interrogar a cada
uno de mis conocidos acerca de una muchacha de tal
estatura y de pelo así y así. Todo esto, sin embargo, me
pareció una especie de frivolidad y lo deseché, me
avergonzó el sólo imaginar que hacía preguntas de esa
naturaleza a gentes como Mapelli o Lartigue.
Creo conveniente dejar establecido que no descarté esta
variante por descabellada, sólo lo hice por las razones que
acabo de exponer. Alguno podría creer, efectivamente, que
es descabellado imaginar la remota posibilidad de que un
conocido mío fuera a la vez conocido de ella. Quizá lo
parezca a un espíritu superficial, pero no a quien está
acostumbrado a reflexionar sobre los problemas humanos.
Existen en la sociedad estratos horizontales, formados por
las personas de gustos semejantes, y en estos estratos los
encuentros casuales (?) no son raros, sobre todo cuando la
causa de la estratificación es alguna característica de
minorías. Me ha sucedido encontrar una persona en un
barrio de Berlín, luego en un pequeño lugar casi
desconocido de Italia y, finalmente, en una librería de
Buenos Aires. ¿Es razonable atribuir al azar estos
encuentros repetidos? Pero estoy diciendo una trivialidad, lo
sabe cualquier persona aficionada a la música, al
esperanto, al espiritismo.
Había que caer, pues, en la posibilidad más temida, al
encuentro en la calle. ¿Cómo demonios hacen ciertos
hombres para detener a una mujer, para entablar
conversación y hasta para iniciar una aventura? Descarté
sin más cualquier combinación que comenzara con una
iniciativa mía; mi ignorancia de esa técnica callejera y mi
cara me indujeron a tomar esa decisión melancólica y
definitiva.
No quedaba sino esperar una feliz circunstancia, de esas
que suelen presentarse cada millón de veces; que ella
hablara primero. De modo que mi felicidad estaba librada a
una remotísima lotería, en la que había que ganar una vez
para tener derecho a jugar nuevamente y sólo recibir el
premio en el caso de ganar en esta segunda jornada.
Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de
encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más
improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí un
especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no
obstante, seguí preparando mi posición.
Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para
preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a
partir de esa frase inicial yo construí durante meses de
reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de
esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna
yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad);
en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A veces,
lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a
la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en
alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se
malograra por irritación absurda de mi parte, por
reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba
inútil o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban
lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la
torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota
de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por
advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía
quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme
con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más fructíferos
diálogos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba
en vincular la pregunta de ella con algo tan general y
alejado de las preocupaciones diarias como la esencia
general del arte o, por lo menos, la impresión que le había
producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y
tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin
que choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión
social sobra el tiempo y en cierto modo se está para
establecer esa clase de vinculaciones entre temas
totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de
Buenos Aires, entre gentes que corren colectivos y que lo
llevan a uno por delante, es claro que había que descartar
casi ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía
descartarla sin caer en una situación irremediable para mi
destino. Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces
y rápidos posibles, que llevaran desde la frase: «¿Dónde
queda el Correo Central?» hasta la discusión de problemas
del expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil.
Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era
inútil y artificioso intentar una conversación semejante y
que era preferible atacar bruscamente el punto central, con
una pregunta valiente, jugándome todo a un solo número.
Por ejemplo, preguntando: «¿Por qué miró solamente la
ventanita?» Es común que en las noches de insomnio sea
teóricamente más decidido que durante el día, en los
hechos. Al otro día, al analizar fríamente esta posibilidad,
concluí que jamás tendría suficiente valor para hacer esa
pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me
hizo caer en el otro extremo, imaginé entonces una
pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me
interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad,
una pregunta del género de: «¿Tiene interés en el arte?»
No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo
recuerdo que había algunas tan complicadas que eran
prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado
portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave
tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma
de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado
tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las
preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el
ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y
también resultaba a menudo que reemplazaba frases de
una variante con frases de otra, con resultados ridículos o
desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una
dirección y en seguida preguntarle: «¿Tiene mucho interés
en el arte?» Era grotesco.
Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días
de barajar combinaciones.

V

AL VERLA caminar por la vereda de enfrente, todas las
variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza.
Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia frases
íntegras elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia
preparatoria: «¿Tiene mucho interés en el arte?», «¿Por
qué miró sólo la ventanita?», etcétera. Con más insistencia
que ninguna otra, surgía una frase que yo había desechado
por grosera y que en ese momento me llenaba de
vergüenza y me hacía sentir aun más ridículo: «¿Le gusta
Castel?».
Las frases, sueltas y mezcladas, formaban un tumultuoso
rompecabezas en movimiento, hasta que comprendí que
era inútil preocuparme de esa manera, recordé que era ella
quien debía tomar la iniciativa de cualquier conversación. Y
desde ese momento me sentí estúpidamente tranquilizado,
y hasta creo que llegué a pensar, también estúpidamente:
«Vamos a ver ahora cómo se las arreglará.»
Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me sentía
tan nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que
a seguir su marcha por la vereda de enfrente, sin pensar
que si quería darle al menos la hipotética posibilidad de
preguntarme una dirección tenía que cruzar la vereda y
acercarme. Nada más grotesco, en efecto, que suponerla
pidiéndome a gritos, desde allá, una dirección.
¿Qué haría? ¿Hasta cuándo duraría esa situación? Me sentí
infinitamente desgraciado. Caminamos varías cuadras. Ella
siguió caminando con decisión.
Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin, no era
posible que después de haber esperado este instante
durante meses dejase escapar la oportunidad. Y el andar
rápidamente mientras mi espíritu vacilaba tanto me 21
producía una sensación singular, mi pensamiento era como
un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil a gran
velocidad.
Dio vuelta en la esquina de San Martín, caminó unos pasos
y entró en el edificio de la Compañía T. Comprendí que
tenía que decidirme rápidamente y entré detrás, aunque
sentí que en esos momentos estaba haciendo algo
desproporcionado y monstruoso.
Esperaba el ascensor. No había nadie más. Alguien más
audaz que yo pronunció desde mi interior esta pregunta
increíblemente estúpida:
—¿Éste es el edificio de la Compañía T.?
Un cartel de varios metros de largo, que abarcaba todo el
frente del edificio, proclamaba que, en efecto, ése era el
edificio de la Compañía T.
No obstante, ella se dio vuelta con sencillez y me respondió
afirmativamente. (Más tarde, reflexionando sobre mi
pregunta y sobre la sencillez y tranquilidad con que ella me
respondió, llegué a la conclusión de que, al fin y al cabo,
sucede que muchas veces uno no ve carteles demasiado
grandes; y que, por lo tanto, la pregunta no era tan
irremediablemente estúpida como había pensado en los
primeros momentos).
Pero en seguida, al mirarme, se sonrojó tan intensamente,
que comprendí me había reconocido. Una variante que
jamás había pensado y sin embargo muy lógica, pues mi
fotografía había aparecido muchísimas veces en revistas y
diarios.
Me emocioné tanto que sólo atiné a otra pregunta
desafortunada; le dije bruscamente:
—¿Por qué se sonroja?
Se sonrojó aún más e iba a responder quizá algo cuando,
ya completamente perdido el control, agregué
atropelladamente:22
—Usted se sonroja porque me ha reconocido. Y usted cree
que esto es una casualidad, pero no es una casualidad,
nunca hay casualidades. He pensado en usted varios
meses. Hoy la encontré por la calle y la seguí. Tengo algo
importante que preguntarle, algo referente a la ventanita,
¿comprende?
Ella estaba asustada:
—¿La ventanita? —balbuceó—. ¿Qué ventanita?
Sentí que se me aflojaban las piernas. ¿Era posible que no
la recordara? Entonces no le había dado la menor
importancia, la había mirado por simple curiosidad. Me
sentí grotesco y pensé vertiginosamente que todo lo que
había pensado y hecho durante esos meses (incluyendo
esta escena) era el colmo de la desproporción y del ridículo,
una de esas típicas construcciones imaginarias mías, tan
presuntuosas como esas reconstrucciones de un dinosaurio
realizadas a partir de una vértebra rota.
La muchacha estaba próxima al llanto. Pensé que el mundo
se me venía abajo, sin que yo atinara a nada tranquilo o
eficaz. Me encontré diciendo algo que ahora me avergüenza
escribir .
—Veo que me he equivocado. Buenas tardes.
Salí apresuradamente y caminé casi corriendo en una
dirección cualquiera. Habría caminado una cuadra cuando oí
detrás una voz que me decía:
—¡Señor, señor!
Era ella, que me había seguido sin animarse a detenerme.
Ahí estaba y no sabía cómo justificar lo que había pasado.
En voz baja, me dijo:
—Perdóneme, señor… Perdone mi estupidez… Estaba tan
asustada…
El mundo había sido, hacía unos instantes, un caos de
objetos y seres inútiles. Sentí que volvía a rehacer y a
obedecer a un orden. La escuché mudo.
—No advertí que usted preguntaba por la escena del cuadro
—dijo temblorosamente.
Sin darme cuenta, la agarré de un brazo.
—¿Entonces la recuerda?
Se quedó un momento sin hablar, mirando al suelo. Luego
dijo con lentitud:
—La recuerdo constantemente.
Después sucedió algo curioso, pareció arrepentirse de lo
que había dicho porque se volvió bruscamente y echó casi a
correr. Al cabo de un instante de sorpresa corrí tras ella,
hasta que comprendí lo ridículo de la escena; miré entonces
a todos lados y seguí caminando con paso rápido pero
normal. Esta decisión fue determinada por dos reflexiones:
primero, que era grotesco que un hombre conocido corriera
por la calle detrás de una muchacha; segundo, que no era
necesario. Esto último era lo esencial, podría verla en
cualquier momento, a la entrada o a la salida de la oficina.
¿A qué correr como loco? Lo importante, lo verdaderamente
importante, era que recordaba la escena de la ventana: «La
recordaba constantemente.» Estaba contento, me hallaba
capaz de grandes cosas y solamente me reprochaba el
haber perdido el control al pie del ascensor y ahora, otra
vez, al correr como un loco detrás de ella, cuando era
evidente que podría verla en cualquier momento en la
oficina.

VI

«¿EN LA OFICINA?», me pregunté de pronto en voz alta,
casi a gritos, sintiendo que las piernas se me aflojaban de
nuevo. ¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa
oficina? ¿Acaso sólo entra en una oficina la gente que
trabaja allí? La idea de perderla por varios meses más, o
quizá para siempre, me produjo un vértigo y ya sin
reflexionar sobre las conveniencias corrí como un
desesperado; pronto me encontré en la puerta de la
Compañía T. y ella no se veía por ningún lado. ¿Habría
tomado ya el ascensor? Pensé interrogar al ascensorista,
pero ¿cómo preguntarle? Podían haber subido ya muchas
mujeres y tendría entonces que especificar detalles: ¿qué
pensaría el ascensorista? Caminé un rato por la vereda,
indeciso. Luego crucé a la otra vereda y examiné el frente
del edificio, no comprendo por qué. ¿Quizá con la vaga
esperanza de ver asomarse a la muchacha por una
ventana? Sin embargo era absurdo pensar que pudiera
asomarse para hacerme señas o cosas por el estilo. Sólo vi
el gigantesco cartel que decía: COMPAÑÍA T.
Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de
frente; este cálculo aumentó mi malestar. Pero ahora no
tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me
torturaría más tarde, con tranquilidad. Por el momento no
vi otra solución que entrar. Enérgicamente, penetré en el
edificio y esperé que bajara el ascensor; pero a medida que
bajaba noté que mi decisión disminuía, al mismo tiempo
que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De modo
que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía
perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una
sola palabra. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el
ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo,
después de haber esperado visiblemente en compañía de
varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho
semejante? No encontré otra solución que tomar el
ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de no
pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y
hasta más normal que lo contrario: lo corriente es que
nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un
ascensor, a menos que uno sea amigo del ascensorista, en
cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo
enfermo. Pero como yo no tenía ninguna relación y en
verdad jamás hasta ese momento había visto a ese
hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la
más mínima complicación. El hecho de que hubiera varias
personas facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar
inadvertido.
Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas
ocurrieron como había previsto, sin ninguna dificultad;
alguien comentó con el ascensorista el calor húmedo y este
comentario aumentó mi bienestar, porque confirmaba mis
razonamientos. Experimenté una ligera nerviosidad cuando
dije «octavo», pero sólo podría haber sido notada por
alguien que estuviera enterado de los fines que yo
perseguía en ese momento.
Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo,
lo que computaba un poco la situación; caminando con
lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas
mientras yo todavía caminaba a lo largo del pasillo.
Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas por el corredor,
fui hasta el extremo, miré el panorama de Buenos Aires por
una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor. Al poco
rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera
sucedido ninguna de las escenas desagradables que había
temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera).
Encendí un cigarrillo y no había terminado de encenderlo
cuando advertí que mi tranquilidad era bastante absurda:
era cierto que no había pasado nada desagradable, pero
también era cierto que no había pasado nada en absoluto.
En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida,
a menos que trabajase regularmente en esas oficinas; pues
si había entrado para hacer una simple gestión podía ya
haber subido y bajado, desencontrándose conmigo. «Claro
que —pensé— si ha entrado por una gestión es también
posible que no la haya terminado en tan corto tiempo.»
Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie
del edificio.
Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé
las diferentes posibilidades que se presentaban:
1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir
esperando.
2. Después de lo que había pasado, quizá estaba
demasiado excitada y habría ido a dar una vuelta antes de
hacer la gestión; también correspondía esperar.
3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la
hora de salida.
«De modo que esperando hasta esa hora —razoné—
enfrento las tres posibilidades.»
Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante
para decidirme a esperar con serenidad en el café de la
esquina, desde cuya vereda podía vigilar la salida de la
gente. Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto.
A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la
última hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues
me parecía mejor esperar en la puerta del edificio:
seguramente saldría mucha gente de golpe y era posible
que no la viera desde el café.
A las seis y minutos empezó a salir el personal.
A las seis y media habían salido casi todos, como se infería
del hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos
cuarto no salía casi nadie: solamente, de vez en cuando,
algún alto empleado; a menos que ella fuera un alto
empleado («Absurdo», pensé) o secretaria de un alto
empleado («Eso sí», pensé con una débil esperanza). A las
siete todo había terminado.

VII

MIENTRAS volvía a mi casa profundamente deprimido,
trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero,
pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden
como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá
por eso mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y
ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no
tardaría en volverme loco.
Como dije, volví a casa en un estado de profunda
depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las
ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si
no quería perder para siempre a la única persona que
evidentemente había comprendido mi pintura.
O ella entró en la oficina para hacer una gestión, o
trabajaba allí; no había otra posibilidad. Desde luego, esta
última era la hipótesis más favorable. En este caso, al
separarse de mí se habría sentido trastornada y decidiría
volver a su casa. Era necesario esperarla, pues, al otro día,
frente a la entrada.
Analicé luego la otra posibilidad: la gestión. Podría haber
sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto
a la casa y decidido dejar la gestión para el otro día.
También en este caso correspondía esperarla en la entrada.
Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era
terrible: la gestión había sido hecha mientras yo llegaba al
edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el
ascensor. Es decir, que nos habíamos cruzado sin vernos. El
tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy
improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo,
pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión en
entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí
inútil volver al otro día a esperar.
Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me
aferré a ellas con desesperación.
Llegué a mi casa con una mezcla de sentimientos. Por un
lado, cada vez que pensaba en la frase que ella había dicho
(«La recuerdo constantemente»), mi corazón latía con
violencia y sentí que se me abría una oscura pero vasta y
poderosa perspectiva; intuí que una gran fuerza, hasta ese
momento dormida, se desencadenaría en mí. Por otro lado
imaginé que podía pasar mucho tiempo antes de volver a
encontrarla. Era necesario encontrarla. Me encontré
diciendo en alta voz, varias veces: «¡Es necesario, es
necesario!»

VIII

AL OTRO DÍA, temprano, estaba ya parado frente a la
puerta de entrada de las oficinas de T. Entraron todos los
empleados, pero ella no apareció: era claro que no
trabajaba allí, aunque restaba la débil hipótesis de que
hubiera enfermado y no fuese a la oficina por varios días.
Quedaba, además, la posibilidad de la gestión, de manera
que decidí esperar toda la mañana en el café de la esquina.
Había ya perdido toda esperanza (serían alrededor de las
once y media) cuando la vi salir de la boca del subterráneo.
Terriblemente agitado, me levanté de un salto y fui a su
encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de
pronto se hubiera convertido en piedra: era evidente que
no contaba con semejante aparición. Era curioso, pero la
sensación de que mi mente había trabajado con un rigor
férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte,
estaba poseído por una decisión viril y dispuesto a todo.
Tanto que la tomé de un brazo casi con brutalidad y, sin
decir una sola palabra, la arrastré por la calle San Martín en
dirección a la plaza. Parecía desprovista de voluntad; no
dijo una sola palabra.
Cuando habíamos caminado unas dos cuadras, me
preguntó:
—¿A dónde me lleva?
—A la plaza San Martín. Tengo mucho que hablar con usted
—le respondí, mientras seguía caminando con decisión,
siempre arrastrándola del brazo.
Murmuró algo referente a las oficinas de T., pero yo seguí
arrastrándola y no oí nada de lo que me decía.
Agregué:30
—Tengo muchas cosas que hablar con usted.
No ofrecía resistencia: yo me sentía como un río crecido
que arrastra una rama.
Llegamos a la plaza y busqué un banco aislado.
—¿Por qué huyó? —fue lo primero que le pregunté. Me miró
con esa expresión que yo había notado el día anterior,
cuando me dijo «la recuerdo constantemente»: era una
mirada extraña, fija, penetrante, parecía venir de atrás; esa
mirada me recordaba algo, unos ojos parecidos, pero no
podía recordar dónde los había visto.
—No sé —respondió finalmente—. También querría huir
ahora.
Le apreté el brazo.
—Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la
necesito mucho —le dije.
Volvió a mirarme como si me escrutara, pero no hizo
ningún comentario. Después fijó sus ojos en un árbol
lejano.
De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso
pero tenía algo duro. El pelo era largo y castaño.
Físicamente, no aparentaba mucho más de veintiséis años,
pero existía en ella algo que sugería edad, algo típico de
una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de
esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y
seguramente de orden espiritual; quizá la mirada, pero
¿hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser
humano es algo físico?; quizá la manera de apretar la boca,
pues, aunque la boca y los labios son elementos físicos, la
manera de apretarlos y ciertas arrugas son también
elementos espirituales. No pude precisar en aquel
momento, ni tampoco podría precisarlo ahora, qué era, en
definitiva, lo que daba esa impresión de edad. Pienso que
también podría ser el modo de hablar.
—Necesito mucho de usted —repetí. No respondió: seguía
mirando el árbol.
—¿Por qué no habla? —le pregunté. Sin dejar de mirar el
árbol, contestó:
—Yo no soy nadie. Usted es un gran artista. No veo para
qué me puede necesitar.
Le grité brutalmente:
—¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende?
Siempre mirando el árbol, musitó:
—¿Para qué?
No respondí en el instante. Dejé su brazo y quedé
pensativo. ¿Para qué, en efecto? Hasta ese momento no me
había hecho con claridad la pregunta y más bien había
obedecido a una especie de instinto. Con una ramita
comencé a trazar dibujos geométricos en la tierra.
—No sé —murmuré al cabo de un buen rato—. Todavía no
lo sé.
Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada
vez más los dibujos.
—Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como
relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca
termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es
eso…
Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi
forma de ser. Hice un gran esfuerzo mental, ¿acaso yo no
razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba
constantemente razonando como una máquina de calcular;
por ejemplo, en esta misma historia ¿no me había pasado
meses razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y,
en cierto modo, ¿no había encontrado a María al fin, gracias
a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la verdad,
muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme
esfuerzo.
Grité:
—¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre.
Pero imagine usted un capitán que en cada instante fija
matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el
objetivo con un rigor implacable. Pero que no sabe por qué
va hacia ese objetivo, ¿entiende?
Me miró un instante con perplejidad; luego volvió
nuevamente a mirar el árbol.
—Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que
hacer, aunque todavía no me doy cuenta de la razón.
Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran
esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo, agregué:
—Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la
ventana: usted ha sido la única persona que le ha dado
importancia.
—Yo no soy crítico de arte —murmuró. Me enfurecí y grité:
—¡No me hable de esos cretinos!
Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le
expliqué por qué no creía en los críticos de arte: en fin, la
teoría del bisturí y todo eso. Me escuchó siempre sin
mirarme y cuando yo terminé comentó:
—Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado.
Me indigné.
—¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que
me han amargado y que me han hecho pensar que ando
por el mal camino. Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en
este salón: ni uno solo de esos charlatanes se dio cuenta de
la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que le
ha dado importancia: usted. Y usted no es un crítico. No, en
realidad hay otra persona que le ha dado importancia, pero
negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión, casi
asco. En cambio, usted…
Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente:
—¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión?
—¿Qué opinión?
—La de esa persona.
La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era
inescrutable, con sus mandíbulas apretadas. Respondí con
firmeza:
—Usted piensa como yo.
—¿Y qué es lo que piensa usted?
—No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor
podría decirle que usted siente como yo. Usted miraba
aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar.
—No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé
que piensa como yo.
—¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros?
—Antes los pensaba mucho, los construía como se
construye una casa. Pero esa escena no: sentía que debía
pintarla así, sin saber bien por qué. Y sigo sin saber. En
realidad, no tiene nada que ver con el resto del cuadro y
hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy
caminando a tientas, y necesito su ayuda porque sé que
siente como yo.
—No sé exactamente lo que piensa usted.
Comenzaba a impacientarme. Le respondí secamente:
—¿No le digo que no sé lo que pienso? Si pudiera decir con
palabras claras lo que siento, sería casi como pensar claro.
¿No es cierto?
—Sí, es cierto.
Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro.
Después agregué:
—Podría decirse que toda mi obra anterior es más
superficial.
—¿Qué obra anterior?
—La anterior a la ventana.
Me concentré nuevamente y luego dije:
—No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera
más superficial.
¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento,
me había puesto a pensar en este problema; ahora me
daba cuenta hasta qué punto había pintado la escena de la
ventana como un sonámbulo.
—No, no es que fuera más superficial —agregué, como
hablando para mí mismo—. No sé, todo esto tiene algo que
ver con la humanidad en general ¿comprende? Recuerdo
que días antes de pintarla había leído que en un campo de
concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a
comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene
sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada
desde millones de años, nacemos en medio de dolores,
crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos
sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo
para volver a empezar la comedia inútil.
¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en
esa idea de la falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una
serie de gritos anónimos en un desierto de astros
indiferentes?
Ella seguía en silencio.
—Esa escena de la playa me da miedo —agregué después
de un largo rato—, aunque sé que es algo más profundo.
No, más bien quiero decir que me representa más
profundamente a mí… Eso es. No es un mensaje claro,
todavía, no, pero me representa profundamente a mí.
Oí que ella decía:
—¿Un mensaje de desesperanza, quizá?
La miré ansiosamente:
—Sí —respondí—, me parece que un mensaje de
desesperanza. ¿Ve cómo usted sentía como yo?
Después de un momento, preguntó:
—¿Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? —La
observé con sorpresa.
—No —repuse—, me parece que no. ¿Y usted qué piensa?
Quedó un tiempo bastante largo sin responder; por fin
volvió la cara y su mirada se clavó en mí.
—La palabra elogiable no tiene nada que hacer aquí —dijo,
como contestando a su propia pregunta—. Lo que importa
es la verdad.
—¿Y usted cree que esa escena es verdadera? —pregunté.
Casi con dureza, afirmó:
—Claro que es verdadera.
Miré ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. «¿Por
qué esa dureza?», me preguntaba, «¿por qué?» Quizá
sintió mi ansiedad, mi necesidad de comunión, porque por
un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un
puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil
colgado sobre un abismo. Con una voz también diferente,
agregó:
—Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los
que se me acercan.

IX

QUEDAMOS en vernos pronto. Me dio vergüenza decirle que
deseaba verla al otro día o que deseaba seguir viéndola allí
mismo y que ella no debería separarse ya nunca de mí. A
pesar de que mi memoria es sorprendente, tengo, de
pronto, lagunas inexplicables. No sé ahora qué le dije en
aquel momento, pero recuerdo que ella me respondió que
debía irse. Esa misma noche le hablé por teléfono. Me
atendió una mujer; cuando le dije que quería hablar con la
señorita María Iribarne pareció vacilar un segundo, pero
luego dijo que iría a ver si estaba. Casi instantáneamente oí
la voz de María, pero con un tono casi oficinesco, que me
produjo un vuelco.
—Necesito verla, María —le dije—. Desde que nos
separamos he pensado constantemente en usted cada
segundo. —Me detuve temblando. Ella no contestaba—.
¿Por qué no contesta? —le dije con nerviosidad creciente.
—Espere un momento —respondió.
Oí que dejaba el tubo. A los pocos instantes oí de nuevo su
voz, pero esta vez su voz verdadera; ahora también ella
parecía estar temblando.
—No podía hablar —me explicó.
—¿Por qué?
—Acá entra y sale mucha gente.
—¿Y ahora cómo puede hablar?
—Porque cerré la puerta. Cuando cierro la puerta saben que
no deben molestarme.
—Necesito verla, María —repetí con violencia—. No he
hecho otra cosa que pensar en usted desde el mediodía. —
Ella no respondió—. ¿Por qué no responde?
—Castel… —comenzó con indecisión.
—¡No me diga Castel! —grité indignado.
—Juan Pablo… —dijo entonces, con timidez. Sentí que una
interminable felicidad comenzaba con esas dos palabras.
Pero María se había detenido nuevamente.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no habla?
—Yo también —musitó.
—¿Yo también qué? —pregunté con ansiedad.
—Que yo también no he hecho más que pensar.
—¿Pero pensar en qué? —seguí preguntando, insaciable.
—En todo.
—¿Cómo en todo? ¿En qué?
—En lo extraño que es todo esto… lo de su cuadro… el
encuentro de ayer… lo de hoy… qué sé yo… La imprecisión
siempre me ha irritado.
—Sí, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en
usted —respondí—. Usted no me dice que haya pensado en
mí.
Pasó un instante. Luego respondió:
—Le digo que he pensado en todo.
—No ha dado detalles.
—Es que todo es tan extraño, ha sido tan extraño… estoy
tan perturbada… Claro que pensé en usted…
Mi corazón golpeó. Necesitaba detalles: me emocionan los
detalles, no las generalidades.
—¿Pero cómo, cómo?… —pregunté con creciente ansiedad—
. Yo he pensado en cada uno de sus rasgos, en su perfil
cuando miraba el árbol, en su pelo castaño, en sus ojos
duro y cómo de pronto se hacen blandos, en su forma de
caminar…38
—Tengo que cortar —me interrumpió de pronto—. Viene
gente.
—La llamaré mañana temprano —alcancé a decir, con
desesperación.
—Bueno —respondió rápidamente.

X

PASÉ una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque
intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y de
pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo
muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo
haber dicho que me he propuesto hacer este relato en
forma totalmente imparcial y ahora daré la primera prueba,
confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado
con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la
gente amontonada; nunca he soportado las playas en
verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me
fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy
envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por los
chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo
cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar
que al fin serían hombres como los demás); pero, en
general, la humanidad me pareció siempre detestable. No
tengo inconvenientes en manifestar que a veces me
impedía comer en todo el día o me impedía pintar durante
una semana el haber observado un rasgo; es increíble
hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la
grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de
atributos que forman la condición humana pueden verse en
una cara, en una manera de caminar, en una mirada. Me
parece natural que después de un encuentro así uno no
tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin
embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de
esta característica: sé que es una muestra de soberbia y
sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la
codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho
que me propongo narrar esta historia con entera
imparcialidad, y así lo haré.
Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía
abolido o, por lo menos, transitoriamente ausente. Entré en
el café Marzotto. Supongo que ustedes saben que la gente
va allí a oír tangos, pero a oírlos como un creyente en Dios
oye La pasión según San Mateo.

XI

A LA MAÑANA siguiente, a eso de las diez, llamé por
teléfono. Me atendió la misma mujer del día anterior.
Cuando pregunté por la señorita María Iribarne me dijo que
esa misma mañana había salido para el campo. Me quedé
frío.
—¿Para el campo? —pregunté.
—Sí, señor. ¿Usted es el señor Castel?
—Sí, soy Castel.
—Dejó una carta para usted, acá. Que perdone, pero no
tenía su dirección.
Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y
esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este
anuncio me dejó anonadado. Se me ocurrieron una serie de
preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo?
Evidentemente, esta resolución había sido tomada después
de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me
habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría
aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana
siguiente. Ahora bien, si esa resolución era posterior a la
conversación por teléfono ¿sería también consecuencia de
esa conversación? Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería
huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del
otro día?
Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda.
Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos
detalles anteriores a los que antes no había dado
importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el
día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que «entraban y
salían» y que le impedían hablar con naturalidad? Además,
eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué
vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne?
Pero una frase sobre todo se me había grabado como con
ácido: «Cuando cierro la puerta saben que no deben
molestarme.» Pensé que alrededor de María existían
muchas sombras.
Estas reflexiones me las hice por primera vez mientras
corría a su casa. Era curioso que ella no hubiera averiguado
mi dirección; yo, en cambio, conocía ya su dirección y su
teléfono. Vivía en la calle Posadas, casi en la esquina de
Seaver.
Cuando llegué al quinto piso y toqué el timbre, sentí una
gran emoción.
Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo
por el estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una
salita llena de libros: las paredes estaban cubiertas de
estantes hasta el techo, pero también había montones de
libros encima de dos mesitas y hasta de un sillón. Me llamó
la atención el tamaño excesivo de muchos volúmenes.
Me levanté para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto
tuve la impresión de que alguien me observaba en silencio
a mis espaldas. Me di vuelta y vi a un hombre en el
extremo opuesto de la salita: era alto, flaco, tenía una
hermosa cabeza. Sonreía mirando hacia donde yo estaba,
pero en general, sin precisión. A pesar de que tenía los ojos
abiertos, me di cuenta de que era ciego. Entonces me
expliqué el tamaño anormal de los libros.
—¿Usted es Castel, no? —me dijo con cordialidad,
extendiéndome la mano.
—Sí, señor Iribarne —respondí, entregándole mi mano con
perplejidad, mientras pensaba qué clase de vinculación
familiar podía haber entre María y él.
Al mismo tiempo que me hacía señas de tomar asiento,
sonrió con una ligera expresión de ironía y agregó:
—No me llamo Iribarne y no me diga señor. Soy Allende,
marido de María.
Acostumbrado a valorizar y quizá a interpretar los silencios,
añadió inmediatamente:
—María usa siempre su apellido de soltera.
Yo estaba como una estatua.
—María me ha hablado mucho de su pintura. Como quedé
ciego hace pocos años, todavía puedo imaginar bastante
bien las cosas.
Parecía como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no
sabía qué decir. ¡Cómo ansiaba estar solo, en la calle, para
pensar en todo!
Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó.
—Acá está la carta —dijo con sencillez, como si no tuviera
nada de extraordinario.
Tomé la carta e iba a guardarla cuando el ciego agregó,
como si hubiera visto mi actitud:
—Léala, no más. Aunque siendo de María no debe de ser
nada urgente.
Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras él encendía un
cigarrillo, después de haberme ofrecido uno. Saqué la
carta; decía una sola frase:
Yo también pienso en usted.
MARÍA
Cuando el ciego oyó doblar el papel, preguntó:
—Nada urgente, supongo.
Hice un gran esfuerzo y respondí:
—No, nada urgente.
Me sentí una especie de monstruo, viendo sonreír al ciego,
que me miraba con los ojos bien abiertos.44
—Así es María —dijo, como pensando para sí—. Muchos
confunden sus impulsos con urgencias. María hace,
efectivamente, con rapidez, cosas que no cambian la
situación. ¿Cómo le explicaré?
Miró abstraído hacia el suelo, como buscando una
explicación más clara. Al rato, dijo:
—Como alguien que estuviera parado en un desierto y de
pronto cambiase de lugar con gran rapidez. ¿Comprende?
La velocidad no importa, siempre se está en el mismo
paisaje. Fumó y pensó un instante más, como si yo no
estuviera. Luego agregó:
—Aunque no sé si es esto, exactamente. No tengo mucha
habilidad para las metáforas.
No veía el momento de huir de aquella sala maldita. Pero el
ciego no parecía tener apuro. «¿Qué abominable comedia
es esta?», pensé.
—Ahora, por ejemplo —prosiguió Allende—, se levanta
temprano y me dice que se va a la estancia.
—¿A la estancia? —pregunté inconscientemente.
—Sí, a la estancia nuestra. Es decir, a la estancia de mi
abuelo. Pero ahora está en manos de mi primo Hunter.
Supongo que lo conoce.
Esta nueva revelación me llenó de zozobra y al mismo
tiempo de despecho: ¿qué podría encontrar María en ese
imbécil mujeriego y cínico? Traté de tranquilizarme,
pensando que ella no iría a la estancia por Hunter sino,
simplemente, porque podría gustarle la soledad del campo
y porque la estancia era de la familia. Pero quedé muy
triste.
—He oído hablar de él —dije, con amargura. Antes de que
el ciego pudiese hablar agregué, con brusquedad:
—Tengo que irme.
—Caramba, cómo lo lamento —comentó Allende—. Espero
que volvamos a vernos.
—Sí, sí, naturalmente —dije.
Me acompañó hasta la puerta. Le di la mano y salí
corriendo. Mientras bajaba en el ascensor, me repetía con
rabia: «¿Qué abominable comedia es ésta?»

XII

NECESITABA despejarme y pensar con tranquilidad. Caminé
por Posadas hacia el lado de la Recoleta.
Mi cabeza era un pandemonio: una cantidad de ideas,
sentimientos de amor y de odio, preguntas, resentimientos
y recuerdos se mezclaban y aparecían sucesivamente.
¿Qué idea era esta, por ejemplo, de hacerme ir a la casa a
buscar una carta y hacérmela entregar por el marido? ¿Y
cómo no me había advertido que era casada? ¿Y qué
diablos tenía que hacer en la estancia con el sinvergüenza
de Hunter? ¿Y por qué no había esperado mi llamado
telefónico? Y ese ciego, ¿qué clase de bicho era? Dije ya
que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo
confesar ahora que los ciegos no me gustan nada y que
siento delante de ellos una impresión semejante a la que
me producen ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos,
como las víboras. Si se agrega el hecho de leer delante de
él una carta de la mujer que decía Yo también pienso en
usted, no es difícil adivinar la sensación de asco que tuve
en aquellos momentos.
Traté de ordenar un poco el caos de mis ideas y
sentimientos y proceder con método, como acostumbro.
Había que empezar por el principio, y el principio (por lo
menos el inmediato) era, evidentemente, la conversación
por teléfono. En esa conversación había varios puntos
oscuros.
En primer término, si en esa casa era tan natural que ella
tuviera relaciones con hombres, como lo probaba el hecho
de la carta a través del marido, ¿por qué emplear una voz
neutra y oficinesca hasta que la puerta estuvo cerrada?
Luego, ¿qué significaba esa aclaración de que «cuando está
la puerta cerrada saben que no deben molestarme»? Por lo
visto, era frecuente que ella se encerrara para hablar por
teléfono. Pero no era creíble que se encerrase para tener
conversaciones triviales con personas amigas de la casa:
había que suponer que era para tener conversaciones
semejantes a la nuestra. Pero entonces había en su vida
otras personas como yo. ¿Cuántas eran? ¿Y quiénes eran?
Primero pensé en Hunter, pero lo excluí en seguida: ¿a qué
hablar por teléfono si podía verlo en la estancia cuando
quisiera? ¿Quiénes eran los otros, en ese caso?
Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no
quedaba terminado: subsistía el problema de su
contestación a mi pregunta precisa. Observé con amargura
que cuando yo le pregunté si había pensado en mí, después
de tantas vaguedades sólo contestó: «¿no le he dicho que
he pensado en todo?» Esto de contestar con una pregunta
no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa
respuesta no fue clara era que ella misma, al otro día (o
esa misma noche) creyó necesario responder en forma bien
precisa con una carta.
«Pasemos a la carta», me dije. Saqué la carta del bolsillo y
la volví a leer:
Yo también pienso en usted,
MARÍA
La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una
persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo
primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto,
un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me
emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María.
Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una
vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de
que, en cierto modo, me pertenecía.
¡Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos…
Esa impresión, por ejemplo, no resistía el menor análisis:
¿acaso el marido no la llamaba también María? Y
seguramente Hunter también la llamaría así, ¿de qué otra
manera podía llamarla? ¿Y las otras personas con las que
hablaba a puertas cerradas? Me imagino que nadie habla a
puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice
«señorita Iribarne».
¡«Señorita Iribarne»! Ahora caía en la cuenta de la
vacilación que había tenido la mucama la primera vez que
hablé por teléfono: ¡Qué grotesco! Pensándolo bien, era
una prueba más de que ese tipo de llamado no era
totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez que
alguien preguntó por la «señorita Iribarne» la mucama,
extrañada, debió forzosamente haber corregido, recalcando
lo de señora. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones,
la mucama había terminado por encogerse de hombros y
pensar que era preferible no meterse en rectificaciones.
Vaciló, era natural; pero no me corrigió.
Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una
cantidad de deducciones. Empecé por el hecho más
extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recordé
el argumento que me transmitió la mucama: «Que
perdone, pero no tenía la dirección.» Era cierto: ni ella me
había pedido la dirección ni a mí se me había ocurrido
dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar
era buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir
su actitud a una inconcebible pereza, y entonces era
inevitable una conclusión: María deseaba que yo fuera a la
casa y me enfrentase con el marido. Pero ¿por qué? En este
punto se llegaba a una situación sumamente complicada:
podía ser que ella experimentara placer en usar al marido
de intermediario; podía ser el marido el que experimentase
placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades
patológicas quedaba una natural: María había querido
hacerme saber que era casada para que yo viera la
inconveniencia de seguir adelante.
Estoy seguro de que muchos de los que ahora están
leyendo estas páginas se pronunciarán por esta última
hipótesis y juzgarán que sólo un hombre como yo puede
elegir alguna de las otras. En la época en que yo tenía
amigos, muchas veces se han reído de mi manía de elegir
siempre los caminos más enrevesados: Yo me pregunto por
qué la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me ha
enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que
cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una
acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi
siempre hay debajo móviles más complejos. Un ejemplo de
todos los días: la gente que da limosnas; en general, se
considera que es más generosa y mejor que la gente que
no las da. Me permitiré tratar con el mayor desdén esta
teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el
problema de un mendigo (de un mendigo auténtico) con un
peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el
problema psicológico del señor que compra así, por casi
nada, su tranquilidad espiritual y su título de generoso.
Júzguese hasta qué punto esa gente es mezquina cuando
no se decide a gastar más de un peso por día para asegurar
su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa
de su bondad. ¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto
más valor se requiere para sobrellevar la existencia de la
miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria) operación!
Pero volvamos a la carta.
Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la
misma hipótesis, pues se derrumba al menor análisis.
«María quería hacerme saber que era casada para que yo
viese la inconveniencia de seguir adelante.» Muy bonito.
Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un procedimiento tan
engorroso y cruel? ¿No podría habérmelo dicho
personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme
escrito, de no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía
un argumento tremendo: ¿por qué la carta, en ese caso, no
decía que era casada, como yo lo podía ver, y no rogaba
que tomara nuestras relaciones en un sentido más
tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta era una
carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a
alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso.
Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿Era
posible que María sintiera placer en emplear a Allende de
intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades?
¿O el destino se había divertido juntando dos seres
semejantes?
De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos,
con mi costumbre de analizar indefinidamente hechos y
palabras. Recordé la mirada de María fija en el árbol de la
plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su
primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella
comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil
criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y
miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde
aquel momento del salón: que era un ser semejante a mí.
Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces.
Me dediqué a imaginar su rostro, su mirada —esa mirada
que me recordaba algo que no podía precisar—, su forma
profunda y melancólica de razonar. Sentí que el amor
anónimo que yo había alimentado durante años de soledad
se había concentrado en María. ¿Cómo podía pensar cosas
tan absurdas?
Traté de olvidar, pues, todas mis estúpidas deducciones
acerca del teléfono, la carta, la estancia, Hunter.
Pero no pude.

XIII

LOS DÍAS SIGUIENTES fueron agitados. En mi precipitación
no había preguntado cuándo volvería María de la estancia;
el mismo día de mi visita volví a hablar por teléfono para
averiguarlo; la mucama me dijo que no sabía nada;
entonces le pedí la dirección de la estancia.
Esa misma noche escribí una carta desesperada,
preguntándole la fecha de su regreso y pidiéndole que me
hablara por teléfono en cuanto llegase a Buenos Aires o que
me escribiese. Fui hasta el Correo Central y la hice
certificar, para disminuir al mínimo los riesgos.
Como decía, pasé unos días muy agitados y mil veces
volvieron a mi cabeza las ideas oscuras que me
atormentaban después de la visita a la calle Posadas. Tuve
este sueño: visitaba de noche una vieja casa solitaria. Era
una casa en cierto modo conocida e infinitamente ansiada
por mí desde la infancia, de manera que al entrar en ella
me guiaban algunos recuerdos. Pero a veces me
encontraba perdido en la oscuridad o tenía la impresión de
enemigos escondidos que podían asaltarme por detrás o de
gentes que cuchicheaban y se burlaban de mí, de mi
ingenuidad. ¿Quiénes eran esas gentes y qué querían? Y sin
embargo, y a pesar de todo, sentía que en esa casa
renacían en mí los antiguos amores de la adolescencia, con
los mismos temblores y esa sensación de suave locura, de
temor y de alegría. Cuando me desperté, comprendí que la
casa del sueño era María.

XIV

EN LOS DÍAS que precedieron a la llegada de su carta, mi
pensamiento era como un explorador perdido en un paisaje
neblinoso: acá y allá, con gran esfuerzo, lograba vislumbrar
vagas siluetas de hombres y cosas, indecisos perfiles de
peligros y abismos. La llegada de la carta fue como la salida
del sol.
Pero este sol era un sol negro, un sol nocturno. No sé si se
puede decir esto, pero aunque no soy escritor y aunque no
estoy seguro de mi precisión, no retiraría la palabra
nocturno; esta palabra era, quizá, la más apropiada para
María, entre todas las que forman nuestro imperfecto
lenguaje.
Ésta es la carta que me envió:
He pasado tres días extraños: el mar, la playa,
los caminos me fueron trayendo recuerdos de
otros tiempos. No sólo imágenes: también voces,
gritos y largos silencios de otros días. Es curioso,
pero vivir consiste en construir futuros recuerdos;
ahora mismo, aquí frente al mar, sé que estoy
preparando recuerdos minuciosos, que alguna
vez me traerán la melancolía y la desesperanza.
El mar está ahí, permanente y rabioso. Mi llanto
de entonces, inútil; también inútiles mis esperas
en la playa solitaria, mirando tenazmente al mar.
¿Has adivinado y pintado este recuerdo mío o has
pintado el recuerdo de muchos seres como vos y
yo?
Pero ahora tu figura se interpone: estás entre el
mar y yo. Mis ojos encuentran tus ojos. Estás
quieto y un poco desconsolado, me miras como
pidiendo ayuda.
MARÍA
¡Cuánto la comprendía y qué maravillosos sentimientos
crecieron en mí con esta carta! Hasta el hecho de tutearme
de pronto me dio una certeza de que María era mía. Y
solamente mía: «estás entre el mar y yo»; allí no existía
otro, estábamos solos nosotros dos, como lo intuí desde el
momento en que ella miró la escena de la ventana. En
verdad ¿cómo podía no tutearme si nos conocíamos desde
siempre, desde mil años atrás? Si cuando ella se detuvo
frente a mi cuadro y miró aquella pequeña escena sin oír ni
ver la multitud que nos rodeaba, ya era como si nos
hubiésemos tuteado y en seguida supe cómo era y quién
era, cómo yo la necesitaba y cómo, también, yo le era
necesario.
¡Ah, y sin embargo te maté! ¡Y he sido yo quien te ha
matado, yo, que veía como a través de un muro de vidrio,
sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso! ¡Yo, tan
estúpido, tan ciego, tan egoísta, tan cruel!
Basta de efusiones. Dije que relataría esta historia en forma
escueta y así lo haré.

XV

AMABA desesperadamente a María y no obstante la palabra
amor no se había pronunciado entre nosotros. Esperé con
ansiedad su retorno de la estancia para decírsela.
Pero ella no volvía. A medida que fueron pasando los días,
creció en mí una especie de locura. Le escribí una segunda
carta que simplemente decía: «¡Te quiero, María, te quiero,
te quiero!»
A los dos días recibí, por fin, una respuesta que decía estas
únicas palabras: «Tengo miedo de hacerte mucho mal.» Le
contesté en el mismo instante: «No me importa lo que
puedas hacerme. Si no pudiera amarte me moriría. Cada
segundo que paso sin verte es una interminable tortura.»
Pasaron días atroces, pero la contestación de María no
llegó. Desesperado, escribí: «Estás pisoteando este amor.»
Al otro día, por teléfono, oí su voz, remota y temblorosa.
Excepto la palabra María, pronunciada repetidamente, no
atiné a decir nada, ni tampoco me habría sido posible: mi
garganta estaba contraída de tal modo que no podía hablar
distintamente. Ella me dijo:
—Vuelvo mañana a Buenos Aires. Te hablaré apenas llegue.
Al otro día, a la tarde, me habló desde su casa.
—Te quiero ver en seguida —dije.
—Sí, nos veremos hoy mismo —respondió.
—Te espero en la plaza San Martín —le dije.
María pareció vacilar. Luego respondió:
—Preferiría en la Recoleta. Estaré a las ocho.
¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por
las calles para que el tiempo pasara más rápido! ¡Qué
ternura sentía en mi alma, qué hermosos me parecían el
mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la
vereda! Pienso ahora hasta qué punto el amor enceguece y
qué mágico poder de transformación tiene. ¡La hermosura
del mundo! ¡Si es para morirse de risa!
Habían pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a María
que se acercaba, buscándome en la oscuridad. Era ya muy
tarde para ver su cara, pero reconocí su manera de
caminar.
Nos sentamos. Le apreté un brazo y repetí su nombre
insensatamente, muchas veces; no acertaba a decir otra
cosa, mientras ella permanecía en silencio.
—¿Por qué te fuiste a la estancia? —pregunté por fin, con
violencia—. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa
carta en tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada?
Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió.
—Me haces mal, Juan Pablo —dijo suavemente.
—¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes?
No decía nada.
—¿Por qué? ¿Por qué?
Por fin respondió:
—¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de
mí: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus
preocupaciones. Pensé constantemente en tu pintura, en lo
que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero saber qué
haces ahora, qué pensás, si has pintado o no.
Le volví a estrujar el brazo con rabia.
—No —le respondí—. No es de mí que deseo hablar: deseo
hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada
más que eso: saber si me querés.
No respondió. Desesperado por el silencio y por la
oscuridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a
través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta
rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi
otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando
silenciosamente.
—Ah… entonces no me querés —dije con amargura.
Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me
miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí
que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente:
—Claro que te quiero… ¿por qué hay que decir ciertas
cosas?
—Sí —le respondí—, ¿pero cómo me querés? Hay muchas
maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un
chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés?
Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo.
Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es
decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un
décimo de segundo antes. Me ha sucedido a veces darme
vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no
encontrar a nadie y sin embargo sentir que la soledad que
me rodeaba era reciente y que algo fugaz había
desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en
el ambiente. Era algo así.
—Has estado sonriendo —dije con rabia.
—¿Sonriendo? —preguntó asombrada.
—Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me
fijo mucho en los detalles.
—¿En qué detalles te has fijado? —preguntó.
—Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa.
—¿Y de qué podía sonreír? —volvió a decir con dureza.
—De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías
verdaderamente o como a un chico, qué sé yo… Pero habías
estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda.
María se levantó de golpe.
—¿Qué pasa? —pregunté asombrado.
—Me voy —repuso secamente.
Me levanté como un resorte.
—¿Cómo, que te vas?
—Sí, me voy.
—¿Cómo, que te vas? ¿Por qué?
No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos.
—¿Por qué te vas?
—Temo que tampoco vos me entiendas.
Me dio rabia.
—¿Cómo? Te pregunto algo que para mí es cosa de vida o
muerte, en vez de responderme sonreís y además te
enojas. Claro que es para no entenderte.
—Imaginas que he sonreído —comentó con sequedad.
—Estoy seguro.
—Pues te equivocas. Y me duele infinitamente que hayas
pensado eso.
No sabía qué pensar. En rigor, yo no había visto la sonrisa
sino algo así como un rastro en una cara ya seria.
—No sé, María, perdóname —dije abatido—. Pero tuve la
seguridad de que habías sonreído.
Me quedé en silencio; estaba muy abatido. Al rato sentí que
su mano tomaba mi brazo con ternura. Oí en seguida su
voz, ahora débil y dolorida:
—¿Pero cómo pudiste pensarlo?
—No sé, no sé —repuse casi llorando. Me hizo sentar
nuevamente y me acarició la cabeza como lo había hecho al
comienzo.58
—Te advertí que te haría mucho mal —me dijo al cabo de
unos instantes de silencio— . Ya ves como tenía razón.
—Ha sido culpa mía —respondí.
—No, quizá ha sido culpa mía —comentó pensativamente,
como si hablase consigo misma. «Qué extraño», pensé.
—¿Qué es lo extraño? —preguntó María.
Me quedé asombrado y hasta pensé (muchos días después)
que era capaz de leer los pensamientos. Hoy mismo no
estoy seguro de que yo haya dicho aquellas palabras en voz
alta, sin darme cuenta.
—¿Qué es lo extraño? —volvió a preguntarme, porque yo,
en mi asombro, no había respondido.
—Qué extraño lo de tu edad.
—¿De mi edad?
—Sí, de tu edad. ¿Qué edad tenés?
Rió.
—¿Qué edad crees que tengo?
—Eso es precisamente lo extraño —respondí—. La primera
vez que te vi me pareciste una muchacha de unos veintiséis
años.
—¿Y ahora?
—No, no. Ya al comienzo estaba perplejo, porque algo no
físico me hacía pensar…
—¿Qué te hacía pensar?
—Me hacía pensar en muchos años. A veces siento como si
yo fuera un niño a tu lado.
—¿Qué edad tenés vos?
—Treinta y ocho años.
—Sos muy joven, realmente.
Me quedé perplejo. No porque creyera que mi edad fuese
excesiva sino porque, a pesar de todo, yo debía de tener
muchos más años que ella; porque, de cualquier modo, no
era posible que tuviese más de veintiséis años.
—Muy joven —repitió, adivinando quizá mi asombro.
—Y vos, ¿qué edad tenés? —insistí.
—¿Qué importancia tiene eso? —respondió seriamente.
—¿Y por qué has preguntado mi edad? —dije, casi irritado.
—Esta conversación es absurda —replicó—. Todo esto es
una tontería. Me asombra que te preocupes de cosas así.
¿Yo preocupándome de cosas así? ¿Nosotros teniendo
semejante conversación? En verdad ¿cómo podía pasar
todo eso? Estaba tan perplejo que había olvidado la causa
de la pregunta inicial. No, mejor dicho, no había investigado
la causa de la pregunta inicial. Sólo en mi casa, horas
después, llegué a darme cuenta del significado profundo de
esta conversación aparentemente tan trivial.

XVI

DURANTE más de un mes nos vimos casi todos los días. No
quiero rememorar en detalle todo lo que sucedió en ese
tiempo a la vez maravilloso y horrible. Hubo demasiadas
cosas tristes para que desee rehacerlas en el recuerdo.
María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos,
con pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres
veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor
era, en el mejor de los casos, amor de madre o de
hermana. De modo que la unión física se me aparecía como
una garantía de verdadero amor.
Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas
ingenuidades mías, una de esas ingenuidades que
seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos
de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo
nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de
incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas
que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis
sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el
amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las
contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de
pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por
momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se
me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un
largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde?
¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo?
En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María
representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que
yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que
se engaña con cuentos fáciles para que coma o duerma. A
veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y
luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis
dudas y aprensiones. Otros días, en cambio, mi reacción
era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los
brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba la
mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor,
de verdadero amor.
Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir.
Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con
eso del «amor verdadero», y lo curioso es que, aunque
empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios,
nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido.
¿Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física?
Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más
firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en
ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma
tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más
desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa
insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir
ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos
algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba
la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones,
seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de
esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para
saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo
mismo.
Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque
todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe.
Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era
doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos
instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor,
causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en
la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a
unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la
imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un
acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en
su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un
verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las
escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de
apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle
confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y
sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía
que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al
final había llegado a un completo escepticismo y trataba de
hacerme comprender que no solamente era inútil para
nuestro amor sino hasta pernicioso.
Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca
de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba
si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces
poder ella argüir que el vínculo físico era pernicioso y de
ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo
detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido
su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era
inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía
enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así
recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios.
Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el
haberme entregado a ella completamente indefenso, como
una criatura.
—Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía
con rabia— te mataré como a un perro.
Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por
si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso,
algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me
miraba asustada como un niño, o tristemente, con
resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio.
Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y
llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada.
Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del
biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar
entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón,
vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe
qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón
con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo
cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró
algún resto de desconsuelo, pero apenas se calmó y
comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco
natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero
era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría
después de haberle gritado una palabra semejante y
comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse
humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas,
pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a
menos de haber cierta verdad en aquella calificación.
Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces
terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por
la Plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero
esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y
cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada
vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis
interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana
que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque
en una monstruosa trama.

XVII

MIS INTERROGATORIOS, cada día más frecuentes y
retorcidos, eran a propósito de sus silencios, sus miradas,
sus palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus
amores. Una vez le pregunté por qué se hacía llamar
«señorita Iribarne», en vez de «señora de Allende». Sonrió
y me dijo:
—¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso?
—Para mí tiene mucha importancia —respondí examinando
sus ojos.
—Es una costumbre de familia —me respondió,
abandonando la sonrisa.
—Sin embargo —aduje—, la primera vez que hablé a tu
casa y pregunté por la «señorita Iribarne» la mucama
vaciló un instante antes de responderme.
—Te habrá parecido.
—Puede ser. Pero ¿por qué no me corrigió?
María volvió a sonreír, esta vez con mayor intensidad.
—Te acabo de explicar —dijo— que es costumbre nuestra,
de manera que la mucama también lo sabe. Todos me
llaman María Iribarne.
—María Iribarne me parece natural, pero menos natural me
parece que la mucama se extrañe tan poco cuando te
llaman «señorita».
—Ah… no me di cuenta de que era eso lo que te sorprendía.
Bueno, no es lo acostumbrado y quizá eso explica la
vacilación de la mucama.
Se quedó pensativa, como si por primera vez advirtiese el
problema.65
—Y sin embargo no me corrigió —insistí.
—¿Quién? —preguntó ella, como volviendo a la conciencia.
—La mucama. No me corrigió lo de señorita.
—Pero, Juan Pablo, todo eso no tiene absolutamente
ninguna importancia y no sé qué querés demostrar.
—Quiero demostrar que probablemente no era la primera
vez que se te llamaba señorita. La primera vez la mucama
habría corregido.
María se echó a reír.
—Sos completamente fantástico —dijo casi con alegría,
acariciándome con ternura. Permanecí serio.
—Además —proseguí—, cuando me atendiste por primera
vez tu voz era neutra, casi oficinesca, hasta que cerraste la
puerta. Luego seguiste hablando con voz tierna. ¿Por qué
ese cambio?
—Pero, Juan Pablo —respondió, poniéndose seria—, ¿cómo
podía hablarte así delante de la mucama?
—Sí, eso es razonable; pero dijiste: «cuando cierro la
puerta saben que no deben molestarme». Esa frase no
podía referirse a mí, puesto que era la primera vez que te
hablaba. Tampoco se podía referir a Hunter, puesto que lo
podés ver cuantas veces quieras en la estancia. Me parece
evidente que debe de haber otras personas que te hablan o
que te hablaban. ¿No es así?
María me miró con tristeza.
—En vez de mirarme con tristeza podrías contestar —
comenté con irritación.
—Pero, Juan Pablo, todo lo que estás diciendo es una
puerilidad. Claro que hablan otras personas: primos,
amigos de la familia, mi madre, qué sé yo…
—Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no
hay necesidad de esconderse.
—¡Y quién te autoriza a decir que yo me escondo! —
respondió con violencia.
—No te excites. Vos misma me has hablado en una
oportunidad de un tal Richard, que no era ni primo, ni
amigo de la familia, ni tu madre.
María quedó muy abatida.
—Pobre Richard —comentó dulcemente.
—¿Por qué pobre?
—Sabes bien que se suicidó y que en cierto modo yo tengo
algo de culpa. Me escribía cartas terribles, pero nunca pude
hacer nada por él. Pobre, pobre Richard.
—Me gustaría que me mostrases alguna de esas cartas.
—¿Para qué, si ya ha muerto?
—No importa, me gustaría lo mismo.
—Las quemé todas.
—Podías haber dicho de entrada que las habías quemado.
En cambio me dijiste «¿para qué, si ya ha muerto?»
Siempre lo mismo. Además ¿por qué las quemaste, si es
que verdaderamente lo has hecho? La otra vez me
confesaste que guardas todas tus cartas de amor. Las
cartas de ese Richard debían de ser muy comprometedoras
para que hayas hecho eso. ¿O no?
—No las quemé porque fueran comprometedoras, sino
porque eran tristes. Me deprimían.
—¿Por qué te deprimían?
—No sé… Richard era un hombre depresivo. Se parecía
mucho a vos.
—¿Estuviste enamorada de él?
—Por favor…
—¿Por favor qué?
—Pero no, Juan Pablo. Tenés cada idea…
—No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe
cartas tan tremendas que juzgas mejor quemarlas, se
suicida y pensás que mi idea es descabellada. ¿Por qué?
—Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de él.
—¿Por qué no?
—No sé, verdaderamente. Quizá porque no era mi tipo.
—Dijiste que se parecía a mí.
—Por Dios, quise decir que se parecía a vos en cierto
sentido, pero no que fuera idéntico. Era un hombre incapaz
de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia
mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa.
—Está bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de
quemar las cartas.
—Te repito que las quemé porque me deprimían.
—Pero podías tenerlas guardadas sin leerlas. Eso sólo
prueba que las releíste hasta quemarlas. Y si las releías
sería por algo, por algo que debería atraerte en él.
—Yo no he dicho que no me atrajese.
—Dijiste que no era tu tipo.
—Dios mío, Dios mío. La muerte tampoco es mi tipo y no
obstante muchas veces me atrae. Richard me atraía casi
como me atrae la muerte o la nada. Pero creo que uno no
debe entregarse pasivamente a esos sentimientos. Por eso
tal vez no lo quise. Por eso quemé sus cartas. Cuando
murió, decidí destruir todo lo que prolongaba su existencia.
Quedó deprimida y no pude lograr una palabra más acerca
de Richard. Pero debo agregar que no era ese hombre el
que más me torturó, porque al fin y al cabo de él llegué a
saber bastante. Eran las personas desconocidas, las
sombras que jamás mencionó y que sin embargo yo sentía
moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las peores
cosas de María las imaginaba precisamente con esas
sombras anónimas. Me torturaba y aún hoy me tortura una
palabra que se escapó de sus labios en un momento de
placer físico.
Pero de todos aquellos complejos interrogatorios, hubo uno
que echó tremenda luz acerca de María y su amor.

XVIII

NATURALMENTE, puesto que se había casado con Allende,
era lógico pensar que alguna vez debió sentir algo por ese
hombre. Debo decir que este problema, que podríamos
llamar «el problema Allende», fue uno de los que más me
obsesionaron. Eran varios los enigmas que quería dilucidar,
pero sobre todo estos dos: ¿lo había querido en alguna
oportunidad?, ¿lo quería todavía? Estas dos preguntas no
se podían tomar en forma aislada: estaban vinculadas a
otras: si no quería a Allende, ¿a quién quería? ¿A mí? ¿A
Hunter? ¿A alguno de esos misteriosos personajes del
teléfono? ¿O bien era posible que quisiera a distintos seres
de manera diferente, como pasa en ciertos hombres? Pero
también era posible que no quisiera a nadie y que
sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres
diablos, chiquilines, que éramos el único y que los demás
eran simples sombras, seres con quienes mantenía una
relación superficial o aparente.
Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé
preguntándole por qué se había casado con él.
—Lo quería —me respondió.
—Entonces ahora no lo querés.
—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.
—Dijiste «lo quería». No dijiste «lo quiero».
—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo
hasta lo increíble —protestó María—. Cuando dije que me
había casado porque lo quería no quise decir que ahora no
lo quiera.
—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como
queriendo encontrarla en falta respecto a declaraciones
hechas en interrogatorios anteriores.
Calló. Parecía abatida.
—¿Por qué no respondes? —pregunté.
—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido
muchas veces en forma casi idéntica.
—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si
ahora lo querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece
recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste
que yo era la primera persona que habías querido.
María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no
solamente era contradictoria sino que costaba un enorme
esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.
—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.
—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió,
cansada—. Te imaginarás que ahora no puedo seguir
queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos,
de la misma manera.
—¿De qué manera?
—¿Cómo, de qué manera? Sabes lo que quiero decir.
—No sé nada.
—Te lo he dicho muchas veces.
—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.
—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil
veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y
ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho
mil veces que Allende es un gran compañero mío, que lo
quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una
gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad
de su espíritu, que me parece muy superior a mí en todo
sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y
culpable. ¿Cómo podes imaginar, pues, que no lo quiera?
—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma
me has dicho que ahora no es como cuando te casaste.
Quizá debo concluir que cuando te casaste lo querías como
decís que ahora me querés a mí. Por otro lado, hace unos
días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona
a la que habías querido verdaderamente.
María me miró tristemente.
—Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—.
Pero volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un
hermano. Ahora necesito que me respondas a una sola
pregunta: ¿te acostás con él?
María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y
al cabo me preguntó con voz muy dolorida:
—¿Es necesario que responda también a eso?
—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.
—Me parece horrible que me interrogues de este modo.
—Es muy sencillo: tenés que decir sí o no.
—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no
hacer.
—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.
—Muy bien: sí.
—Entonces lo deseas.
Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la
hacía con mala intención; era óptima para sacar una serie
de conclusiones. No es que yo creyera que lo desease
realmente (aunque también eso era posible dado el
temperamento de María), sino que quería forzarle a aclarar
eso de «cariño de hermano». María, tal como yo lo
esperaba, tardó en responder. Seguramente, estuvo
pensando las palabras. Al fin dijo:
—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.
—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo
haces sin desearlo pero haciéndole creer que lo deseás!
María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer
lágrimas silenciosas. Su mirada era como de vidrio
triturado.
—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.
—Porque es evidente —proseguí implacable— que si
demostrases no sentir nada, no desearlo, si demostrases
que la unión física es un sacrificio que haces en honor a su
cariño, a tu admiración por su espíritu superior, etcétera,
Allende no volvería a acostarse jamás con vos. En otras
palabras: el hecho de que siga haciéndolo demuestra que
sos capaz de engañarlo no sólo acerca de tus sentimientos
sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una
imitación perfecta del placer.
María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.
—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.
—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me
interesa el fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a
tu marido durante años, no sólo acerca de tus sentimientos
sino también de tus sensaciones. La conclusión podría
inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a mí
también? Ahora comprenderás por qué muchas veces te he
indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre
recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Otelo que
una mujer que había engañado al padre podía engañar a
otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza
este hecho: el que has estado engañando constantemente
a Allende, durante años.
Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el
máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su
vulgaridad y torpeza.
—Engañando a un ciego.

XIX

YA ANTES de decir esta frase estaba un poco arrepentido:
debajo del que quería decirla y experimentar una perversa
satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a
tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese
su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había
tomado el partido de María antes de pronunciar esas
palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto,
con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de
mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si
a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la
posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que
salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de
mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir
que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a
pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de
mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de
María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces
esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de
hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una
hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y
la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un
ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí
mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me
hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad
y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era
tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el
alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con
remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora
estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva), ya
era irremediablemente tarde. María se incorporó en
silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo
la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía
entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos
impenetrables. De pronto me acometió la idea de que ese
puente se había levantado para siempre y en la repentina
desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones
más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que
me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un
instante. Pero de piedad, sólo de piedad.
Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que
no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación
total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del
taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que,
de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de
cosas.
Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado.
Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría
directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su
llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé
por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que
no había vuelto desde las cuatro (la hora en que había
salido para mi taller). Esperé varias horas más. Luego volví
a hablar por teléfono: me dijeron que María no iría a la casa
hasta la noche.
Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por
los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o
caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza
Francia, Puerto Nuevo. No la vi por ningún lado, hasta que
comprendí que lo más probable era, precisamente, que
caminara por cualquier parte menos por los lugares que le
recordasen nuestros mejores momentos. Corrí de nuevo
hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya
hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había
vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era
imposible atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin
embargo.
Algo se había roto entre nosotros.

XX

VOLVÍ a casa con la sensación de una absoluta soledad.
Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo
aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de
superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos,
incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me
asusta, es casi olímpica.
Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me
encontraba solo como consecuencia de mis peores
atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que
el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también
formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de
aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio,
me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta
satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que
no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean.
Esa noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en
lo peor de mi borrachera cuando sentí tanto asco de la
mujer que estaba conmigo y de los marineros que me
rodeaban que salí corriendo a la calle. Caminé por Viamonte
y descendí hasta los muelles. Me senté por ahí y lloré. El
agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿para qué
sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en
un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como
un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus
rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus
prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más
solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones
de una pesadilla.
La vida aparece a la luz de este razonamiento como una
larga pesadilla, de la que sin embargo uno puede liberarse
con la muerte, que sería, así, una especie de despertar.
¿Pero despertar a qué? Esa irresolución de arrojarse a la
nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los
proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene
tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente
soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad,
antes que aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia
voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos
llegado hasta ese borde de la desesperación que precede al
suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es
malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable,
cualquier elemento bueno, por pequeño que sea, adquiere
un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y
nos aferramos a él como nos agarraríamos
desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de
rodar en un abismo.
Era casi de madrugada cuando decidí volver a casa. No
recuerdo cómo, pero a pesar de esa decisión (que recuerdo
perfectamente), me encontré de pronto frente a la casa de
Allende. Lo curioso es que no recuerdo los hechos
intermedios. Me veo sentado en los muelles, mirando el
agua sucia y pensando: «Ahora tengo que acostarme» y
luego me veo frente a la casa de Allende, observando el
quinto piso. ¿Para qué miraría? Era absurdo imaginar que a
esas horas pudiera verla de algún modo. Estuve largo rato,
estupefacto, hasta que se me ocurrió una idea: bajé hasta
la avenida, busqué un café y llamé por teléfono. Lo hice sin
pensar qué diría para justificar un llamado a semejante
hora. Cuando me atendieron, después de haber llamado
durante unos cinco minutos, me quedé paralizado, sin abrir
la boca. Colgué el tubo, despavorido, salí del café y
comencé a caminar al azar. De pronto me encontré
nuevamente en el café. Para no llamar la atención, pedí una
ginebra y mientras la bebía me propuse volver a mi casa.
Al cabo de un tiempo bastante largo me encontré por fin en
el taller. Me eché, vestido, sobre la cama y me dormí.

XXI

DESPERTÉ tratando de gritar y me encontré de pie en
medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias
personas, a la casa de un señor que nos había citado.
Llegué a la casa, que desde afuera parecía como cualquier
otra, y entré. Al entrar tuve la certeza instantánea de que
no era así, de que era diferente a las demás. El dueño me
dijo:
—Lo estaba esperando.
Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un
enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me
obedecía. Me resigné a presenciar lo que iba a pasar, como
si fuera un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre
aquel comenzó a transformarme en pájaro, en un pájaro de
tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se
convertían poco a poco en unas patas de gallo o algo así.
Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia
arriba, como sube el agua en un estanque. Mi única
esperanza estaba ahora en los amigos, que
inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin
llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi
transformación. Me trataron como siempre, lo que probaba
que me veían como siempre. Pensando que el mago los
ilusionaba de modo que me vieran como una persona
normal, decidí referir lo que me había hecho. Aunque mi
propósito era referir el fenómeno con tranquilidad, para no
agravar la situación irritando al mago con una reacción
demasiado violenta (lo que podría inducirlo a hacer algo
todavía peor), comencé a contar todo a gritos. Entonces
observé dos hechos asombrosos: la frase que quería
pronunciar salió convertida en un áspero chillido de pájaro,
un chillido desesperado y extraño, quizá por lo que
encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor, mis
amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi
cuerpo de gran pájaro; por el contrario, parecían oír mi voz
habitual diciendo cosas habituales, porque en ningún
momento mostraron el menor asombro. Me callé,
espantado. El dueño de casa me miró entonces con un
sarcástico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo
caso sólo advertido por mí. Entonces comprendí que nadie,
nunca, sabría que yo había sido transformado en pájaro.
Estaba perdido para siempre y el secreto iría conmigo a la
tumba.

XXII

COMO dije, cuando desperté estaba en medio de la
habitación, de pie, bañado en un sudor frío.
Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Corrí al teléfono.
Me dijeron que se había ido a la estancia. Quedé
anonadado. Durante largo tiempo permanecí echado en la
cama, sin decidirme a nada, hasta que resolví escribirle una
carta.
No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta,
que era muy larga, pero más o menos le decía que me
perdonase, que yo era una basura, que no merecía su
amor, que estaba condenado, con justicia, a morir en la
soledad más absoluta.
Pasaron días atroces, sin que llegara respuesta. Le envié
una segunda carta y luego una tercera y una cuarta,
diciendo siempre lo mismo, pero cada vez con mayor
desolación. En la última, decidí relatarle todo lo que había
pasado aquella noche que siguió a nuestra separación. No
escatimé detalle ni bajeza, como tampoco dejé de
confesarle la tentación de suicidio. Me dio vergüenza usar
eso como arma, pero la usé. Debo agregar que mientras
describía mis actos más bajos y la desesperación de mi
soledad en la noche, frente a su casa de la calle Posadas,
sentía ternura para conmigo mismo y hasta lloré de
compasión. Tenía muchas esperanzas de que María sintiese
algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse
bastante alegre. Cuando despaché la carta, certificada,
estaba francamente optimista.
A vuelta de correo llegó una carta de María, llena de
ternura. Sentí que algo de nuestros primeros instantes de
amor volvería a reproducirse, si no con la maravilloso
transparencia original, al menos con algunos de sus
atributos esenciales, así como un rey es siempre un rey,
aunque vasallos infieles y pérfidos lo hayan
momentáneamente traicionado y enlodado. Quería que
fuera a la estancia. Como un loco, preparé una valija, una
caja de pinturas y corrí a la estación Constitución.

XXIII

LA ESTACIÓN Allende es una de esas estaciones de campo
con unos cuantos paisanos, un jefe en mangas de camisa,
una volanta y unos tarros de leche.
Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia
de un chofer.
Apenas descendí, se me acercó y me preguntó:
—¿Usted es el señor Castel?
—No —respondí serenamente—. No soy el señor Castel.
En seguida pensé que iba a ser difícil esperar en la estación
el tren de vuelta; podría tardar medio día o cosa así.
Resolví, con malhumor, reconocer mi identidad.
—Sí —agregué, casi inmediatamente—, soy el señor Castel.
El chofer me miró con asombro.
—Tome —le dije, entregándole mi valija y mi caja de
pintura.
Caminamos hasta el auto.
—La señora María ha tenido una indisposición —me explicó
el hombre.
«¡Una indisposición!», murmuré con sorna. ¡Cómo conocía
esos subterfugios! Nuevamente me acometió la idea de
volverme a Buenos Aires, pero ahora, además de la espera
del tren había otro hecho: la necesidad de convencer al
chofer de que yo no era, efectivamente, Castel o, quizá, la
necesidad de convencerlo de que, si bien era el señor
Castel, no era loco. Medité rápidamente en las diferentes
posibilidades que se me presentaban y llegué a la
conclusión de que, en cualquier caso, sería difícil convencer
al chofer. Decidí dejarme arrastrar a la estancia. Además,
¿qué pasaría en caso de volverme? Era fácil de prever
porque sería la repetición de muchas situaciones
anteriores: me quedaría con mi rabia, aumentada por la
imposibilidad de descargarla en María, sufriría
horriblemente por no verla, no podría trabajar, y todo en
honor a una hipotética mortificación de María. Y digo
hipotética porque jamás pude comprobar si
verdaderamente la mortificaban esa clase de represalias.
Hunter tenía cierto parecido con Allende (creo haber dicho
ya que son primos); era alto, moreno, más bien flaco; pero
de mirada escurridiza. «Este hombre es un abúlico y un
hipócrita», pensé. Este pensamiento me alegró (al menos
así lo creí en ese instante).
Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una
mujer flaca que fumaba con una boquilla larguísima. Tenía
acento parisiense, se llamaba Mimí Allende, era malvada y
miope.
¿Pero dónde diablos se habría metido María? ¿Estaría
indispuesta de verdad, entonces? Yo estaba tan ansioso que
me había olvidado casi de la presencia de esos entes. Pero
al recordar de pronto mi situación, me di bruscamente
vuelta, en dirección a Hunter, para controlarlo. Es un
método que da excelentes resultados con individuos de este
género.
Hunter estaba escrutándome con ojos irónicos, que trató de
cambiar instantáneamente.
—María tuvo una indisposición y se ha recostado —dijo—.
Pero creo que bajará pronto.
Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente
era necesario estar en constante guardia; además, tenía el
firme propósito de levantar un censo de sus formas de
pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus
sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me
dispuse, pues, a escuchar y ver y traté de hacerlo en el
mejor estado de ánimo posible. Volví a pensar que me
alegraba el aspecto de general hipocresía de Hunter y la
flaca. Sin embargo, mi estado de ánimo era sombrío.
—Así que usted es pintor —dijo la mujer miope, mirándome
con los ojos semicerrados, como se hace cuando hay viento
con tierra. Ese gesto, provocado seguramente por su deseo
de mejorar la miopía sin anteojos (como si con anteojos
pudiera ser más fea) aumentaba su aire de insolencia e
hipocresía.
—Sí, señora —respondí con rabia. Tenía la certeza de que
era señorita.
—Castel es un magnífico pintor —explicó el otro.
Después agregó una serie de idioteces a manera de elogio,
repitiendo esas pavadas que los críticos escribían sobre mí
cada vez que había una exposición: «sólido», etcétera. No
puedo negar que al repetir esos lugares comunes revelaba
cierto sentido del humor. Vi que Mimí volvía a examinarme
con los ojitos semicerrados y me puse bastante nervioso,
pensando que hablaría de mí. Aún no la conocía bien.
—¿Qué pintores prefiere? —me preguntó como quien está
tomando examen. No, ahora que recuerdo, eso me lo
preguntó después que bajamos. Apenas me presentó a esa
mujer, que estaba sentada en el jardín, cerca de una mesa
donde se habían puesto las cosas para el té, Hunter me
llevó adentro, a la pieza que me habían destinado. Mientras
subíamos (la casa tenía dos pisos) me explicó que la casa,
con algunas mejoras, era casi la misma que había
construido el abuelo en el viejo casco de la estancia del
bisabuelo. «¿Y a mí qué me importa?», pensaba yo. Era
evidente que el tipo quería mostrarse sencillo y franco,
aunque ignoro con qué objeto. Mientras él decía algo de un
reloj de sol o de algo con sol, yo pensaba que María quizá
debía estar en alguna de las habitaciones de arriba. Quizá
por mi cara escrutadora, Hunter me dijo:
—Acá hay varios dormitorios. En realidad la casa es
bastante cómoda, aunque está hecha con un criterio muy
gracioso.
Recordé que Hunter era arquitecto. Habría que ver qué
entendía por construcciones no graciosas.
—Este es el viejo dormitorio del abuelo y ahora lo ocupo yo
—me explicó señalando el del medio, que estaba frente a la
escalera.
Después me abrió la puerta de un dormitorio.
—Este es su cuarto —explicó.
Me dejó solo en la pieza y dijo que me esperaría abajo para
el té. Apenas quedé solo, mi corazón comenzó a latir con
fuerza pues pensé que María podría estar en cualquiera de
esos dormitorios, quizá en el cuarto de al lado. Parado en
medio de la pieza, no sabía qué hacer. Tuve una idea: me
acerqué a la pared que daba al otro dormitorio (no al de
Hunter) y golpeé suavemente con mi puño. Esperé
respuesta, pero no me contestó. Salí al corredor, miré si no
había nadie, me acerqué a la puerta de al lado y mientras
sentía una gran agitación levanté el puño para golpear. No
tuve valor y volví casi corriendo a mi cuarto. Después decidí
bajar al jardín. Estaba muy desorientado.

XXIV

FUE UNA VEZ en la mesa que la flaca me preguntó a qué
pintores prefería. Cité torpemente algunos nombres: Van
Gogh, el Greco. Me miró con ironía y dijo, como para sí:
—Tiens.
Después agregó:
—A mí me disgusta la gente demasiado grande. Te diré —
prosiguió dirigiéndose a Hunter— que esos tipos como
Miguel Ángel o el Greco me molestan. ¡Es tan agresiva la
grandeza y el dramatismo! ¿No crees que es casi mala
educación? Yo creo que el artista debería imponerse el
deber de no llamar jamás la atención. Me indignan los
excesos de dramatismo y de originalidad. Fíjate que ser
original es en cierto modo estar poniendo de manifiesto la
mediocridad de los demás, lo que me parece de gusto muy
dudoso. Creo que si yo pintase o escribiese haría cosas que
no llamasen la atención en ningún momento.
—No lo pongo en duda —comentó Hunter con malignidad.
Después agregó:
—Estoy seguro de que no te gustaría escribir, por ejemplo,
Los hermanos Karamazov.
—Quelle horreur! —exclamó Mimí, dirigiendo los ojitos hacia
el cielo. Después completó su pensamiento—: Todos
parecen nouveaux-riches de la conciencia, incluso ese
moine ¿cómo se llama?… Zozime.
—¿Por qué no decís Zózimo, Mimí? A menos que te decidas
a decirlo en ruso.
—Ya empiezas con tus tonterías puristas. Ya sabes que los
nombres rusos pueden decirse de muchas maneras. Como
decía aquel personaje de una farce: «Tolstói o Tolstuá, que 86
de las dos maneras se puede y se debe decir.»
—Será por eso —comentó Hunter— que en una traducción
española que acabo de leer (directa del ruso, según la
editorial) ponen Tolstoi con diéresis en la i.
—Ay, me encantan esas cosas —comentó alegremente
Mimí—. Yo leí una vez una traducción francesa de Tchékhov
donde te encontrabas, por ejemplo, con una palabra como
ichvochnik. (o algo por el estilo) y había una llamada. Te
ibas al pie de la página y te encontrabas con que
significaba, pongo por caso, porteur. Imagínate que en ese
caso no se explica uno por qué no ponen en ruso también
palabras como malgré o avant. ¿No te parece? Te diré que
las cosas de los traductores me encantan, sobre todo
cuando son novelas rusas. ¿Usted aguanta una novela
rusa?
Esta última pregunta la dirigió imprevistamente a mí, pero
no esperó respuesta y siguió diciendo, mirando de nuevo a
Hunter:
—Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son
tan trabajosas… Aparecen millares de tipos y al final resulta
que no son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te
empiezas a orientar con un señor que se llama Alexandre,
luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego
Sachenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre
Alexandrovitch Bunine y más tarde es simplemente
Alexandre Alexandrovitch. Apenas te has orientado, ya te
despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada
personaje parece una familia. No me vas a decir que no es
agotador, mismo para ti.
—Te vuelvo a repetir, Mimí, que no hay motivos para que
digas los nombres rusos en francés. ¿Por qué en vez de
decir Tchékhov no decís Chéjov, que se parece más al
original? Además, ese «mismo» es un horrendo galicismo.
—Por favor —suplicó Mimí—, no te pongas tan aburrido,
Luisito. ¿Cuándo aprenderás a disimular tus conocimientos?
Eres tan abrumador, tan épuisant… ¿no le parece? —
concluyó de pronto, dirigiéndose a mí.
—Sí —respondí casi sin darme cuenta de lo que decía.
Hunter me miró con ironía.
Yo estaba horriblemente triste. Después dicen que soy
impaciente. Todavía hoy me admira que haya oído con
tanta atención todas esas idioteces y, sobre todo, que las
recuerde con tanta fidelidad. Lo curioso es que mientras las
oía trataba de alegrarme haciéndome esta reflexión: «Esta
gente es frívola, superficial. Gente así no puede producir en
María más que un sentimiento de soledad. GENTE ASÍ NO
PUEDE SER RIVAL.» Y sin embargo no lograba ponerme
alegre. Sentía que en lo más profundo alguien me
recomendaba tristeza. Y al no poder darme cuenta de la
raíz de esta tristeza me ponía malhumorado, nervioso; por
más que trataba de calmarme prometiéndome examinar el
fenómeno cuando estuviese solo. Pensé, también, que la
causa de la tristeza podía ser la ausencia de María, pero me
di cuenta de que esa ausencia más me irritaba que
entristecía. No era eso.
Ahora estaban hablando de novelas policiales: oí de pronto
que la mujer preguntaba a Hunter si había leído la última
novela del Séptimo círculo.
—¿Para qué? —respondió Hunter—. Todas las novelas
policiales son iguales. Una por año, está bien. Pero una por
semana me parece demostrar poca imaginación en el
lector.
Mimí se indignó. Quiero decir, simuló que se indignaba.
—No digas tonterías —dijo—. Son la única clase de novela
que puedo leer ahora. Te diré que me encantan. Todo tan
complicado y detectives tan maravillosos que saben de
todo: arte de la época de Ming, grafología, teoría de
Einstein, baseball, arqueología, quiromancia, economía
política, estadísticas de la cría de conejos en la India. Y
después son tan infalibles que da gusto. ¿No es cierto? —
preguntó dirigiéndose nuevamente a mí.
Me tomó tan inesperadamente que no supe que responder.
—Sí, es cierto —dije, por decir algo.
Hunter volvió a mirarme con ironía.
—Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan
—agregó Mimí, mirando a Hunter con severidad.
—Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me
parecen todas semejantes.
—De cualquier manera se lo diré a Georgie. Menos mal que
no todo el mundo tiene tu pedantería. Al señor Castel, por
ejemplo, le gustan ¿no es cierto?
—¿A mí? —pregunté horrorizado.
—Claro —prosiguió Mimí, sin esperar mi respuesta y
volviendo la vista nuevamente hacia Hunter— que si todo el
mundo fuera tan savant como tú no se podría ni vivir. Estoy
segura que ya debes tener toda una teoría sobre la novela
policial.
—Así es —aceptó Hunter, sonriendo.
—¿No le decía? —comentó Mimí con severidad, dirigiéndose
de nuevo a mí y como poniéndome de testigo—. No, si yo a
éste lo conozco bien. A ver, no tengas ningún escrúpulo en
lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla.
Hunter, en efecto, no se hizo rogar mucho.
—Mi teoría —explicó— es la siguiente: la novela policial
representa en el siglo veinte lo que la novela de caballería
en la época de Cervantes. Más todavía: creo que podría
hacerse algo equivalente a Don Quijote: una sátira de la
novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha
pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a
la locura de creer que el mundo funciona como una novela
de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese
pobre tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a
proceder en la vida real como procede un detective en una
de esas novelas. Creo que se podría hacer algo divertido,
trágico, simbólico, satírico y hermoso.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó burlonamente Mimí.
—Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha
pereza.
—Me parece que basta con la primera razón —opinó Mimí.
Después se dirigió desgraciadamente a mí:
—Este hombre —dijo señalando de costado a Hunter con su
larga boquilla— habla contra las novelas policiales porque
es incapaz de escribir una sola, aunque sea la novela más
aburrida del mundo.
—Dame un cigarrillo —dijo Hunter, dirigiéndose a su prima.
Después agregó—: Cuándo dejarás de ser tan exagerada.
En primer lugar, yo no he hablado contra las novelas
policiales: simplemente dije que se podría escribir algo así
como el Don Quijote de nuestra época. En segundo lugar,
te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese
género. Una vez se me ocurrió una linda idea para una
novela policial.
—Sans blague —se limitó a decir Mimí.
—Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y
un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre.
Las investigaciones de la policía no llegan a ningún
resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma
cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está
enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo.
Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta.
Con los habituales métodos inductivos, deductivos,
analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela
policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá
cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el
lugar tal. Su conclusión es que el asesino deberá matarlo
ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al
lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al
asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones:
podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien;
podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien.
La conclusión es horrorosa: el asesino debe estar ya en el
lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha
cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El
detective y el asesino son la misma persona.
—Demasiado original para mi gusto —comentó Mimí—. ¿Y
cómo concluye? ¿No decías que debía haber un cuarto
asesinato?
—La conclusión es evidente —dijo Hunter, con pereza—: el
hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por
remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective,
como en un vulgar asesinato. ¿No te gusta?
—Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra
escribir la novela.
—En efecto —admitió Hunter, con tranquilidad.
Después la mujer empezó a hablar de un quiromántico que
había conocido en Mar del Plata y de una señora vidente.
Hunter hizo un chiste y Mimí se enojó:
—Te imaginarás que tiene que ser algo serio —dijo—. El
marido es profesor en la facultad de ingeniería.
Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperado
porque María no aparecía. Cuando los volví a atender,
estaban hablando del estatuto del peón.
—Lo que pasa —dictaminó Mimí, empuñando la boquilla
como una batuta— es que la gente no quiere trabajar más.
Hacia el final de la conversación tuve una repentina
iluminación que me disipó la inexplicable tristeza: intuí que
la tal Mimí había llegado a último momento y que María no
bajaba para no tener que soportar las opiniones (que
seguramente conocía hasta el cansancio) de Mimí y su
primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue
completamente irracional sino la consecuencia de unas
palabras que me había dicho el chofer mientras íbamos a la
estancia y en las que yo no puse al principio ninguna
atención; algo referente a una prima del señor que acababa
de llegar de Mar del Plata, para tomar el té. La cosa era
clara: María, desesperada por la llegada repentina de esa
mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando
una indisposición; era evidente que no podía soportar a
semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se
disipaba con esta deducción me iluminó bruscamente la
causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Hunter y
Mimí eran unos hipócritas y unos frívolos, la parte más
superficial de mi alma se alegró, porque veía de ese modo
que no había competencia posible en Hunter; pero mi capa
más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho, al
sentir) que María formaba también parte de ese círculo y
que, de alguna manera, podría tener atributos parecidos.

XXV

CUANDO nos levantamos de la mesa para caminar por el
parque, vi que María se acercaba a nosotros, lo que
confirmaba mi hipótesis: había esperado ese momento para
acercársenos, evitando la absurda conversación en la mesa.
Cada vez que María se aproximaba a mí en medio de otras
personas, yo pensaba: «Entre este ser maravilloso y yo hay
un vínculo secreto» y luego, cuando analizaba mis
sentimientos, advertía que ella había empezado a serme
indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla
desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor
de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo
que me enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi
amor en que habían empezado a surgir mil dificultades; del
mismo modo que cuando alguien se está muriendo de
hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para
luego, una vez que lo más urgente ha sido satisfecho,
empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e
inconvenientes. He visto en los últimos años emigrados que
llegaban con la humildad de quien ha escapado a los
campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir
y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes;
pero es bastante extraño que a un hombre no le baste con
haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir
contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el
orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido
aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como
animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a
reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de
haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales
circunstancias se asista a actos de ingratitud y de
desconocimiento.
Ahora que puedo analizar mis sentimientos con
tranquilidad, pienso que hubo algo de eso en mis relaciones
con María y siento que, en cierto modo, estoy pagando la
insensatez de no haberme conformado con la parte de
María que me salvó (momentáneamente) de la soledad. Ese
estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de
posesión exclusiva debían haberme revelado que iba por
mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia.
En ese momento, al ver venir a María, ese orgulloso
sentimiento estaba casi abolido por una sensación de culpa
y de vergüenza provocada por el recuerdo de la atroz
escena en mi taller, de mi estúpida, cruel y hasta vulgar
acusación de «engañar a un ciego». Sentí que mis piernas
se aflojaban y que el frío y la palidez invadían mi rostro. ¡Y
encontrarme así, en medio de esa gente! ¡Y no poder
arrojarme humildemente para que me perdonase y calmase
el horror y el desprecio que sentía por mí mismo!
María, sin embargo, no pareció perder el dominio y yo
comencé inmediatamente a sentir que la vaga tristeza de
esa tarde comenzaba a poseerme de nuevo.
Me saludó con una expresión muy medida, como queriendo
probar ante los dos primos que entre nosotros no había
más que una simple amistad. Recordé, con un malestar de
ridículo, una actitud que había tenido con ella unos días
antes. En uno de esos arrebatos de desesperación, le había
dicho que algún día quería, al atardecer, mirar, desde una
colina, las torres de San Gemignano. Me miró con fervor y
me dijo: «¡Qué maravilloso, Juan Pablo!» Pero cuando le
propuse que nos escapásemos esa misma noche, se
espantó, su rostro se endureció y dijo, sombríamente: «No
tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es
muy complicado.» Le pregunté qué quería decir con eso. Me
respondió, con acento aún más sombrío: «La felicidad está
rodeada de dolor.» La dejé bruscamente, sin saludarla. Más
que nunca, sentí que jamás llegaría a unirme con ella en
forma total y que debía resignarme a tener frágiles
momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles
como el recuerdo de ciertos sueños, o como la felicidad de
algunos pasajes musicales.
Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba
cada palabra, cada gesto de su cara. ¡Hasta era capaz de
sonreír a esa otra mujer!
Me preguntó si había traído las manchas.
—¡Qué manchas! —exclamé con rabia, sabiendo que
malograba alguna complicada maniobra, aunque fuera en
favor nuestro.
—Las manchas que prometió mostrarme —insistió con
tranquilidad absoluta—. Las manchas del puerto.
La miré con odio, pero ella mantuvo serenamente mi
mirada y, por un décimo de segundo, sus ojos se hicieron
blandos y parecieron decirme: «Compadéceme de todo
eso.» ¡Querida, querida María! ¡Cómo sufrí por ese instante
de ruego y de humillación! La miré con ternura y le
respondí:
—Claro que las traje. Las tengo en el dormitorio.
—Tengo mucha ansiedad por verlas —dijo, nuevamente con
la frialdad de antes.
—Podemos verlas ahora mismo —comenté adivinando su
idea.
Temblé ante la posibilidad de que se nos uniera Mimí. Pero
María la conocía más que yo, de modo que añadió en
seguida algunas palabras que impedían cualquier intento de
entrometimiento:
—Volvemos pronto —dijo.
Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y
me condujo hacia la casa. Observé fugazmente a los que
quedaban y me pareció advertir un relámpago intencionado
en los ojos con que Mimí miró a Hunter.

XXVI

PENSABA quedarme varios días en la estancia pero sólo
pasé una noche. Al día siguiente de mi llegada, apenas salió
el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud
puede parecer una locura, pero se verá hasta qué punto
estuvo justificada.
Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro,
subimos a buscar las presuntas manchas y finalmente
bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos,
destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por
María.
Los primos habían desaparecido, de todos modos. María
comenzó entonces a sentirse de excelente humor, y cuando
caminamos a través del parque, hacia la costa, tenía
verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que
yo había conocido hasta ese momento, en la tristeza de la
ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también, que
aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una
sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba
extrañamente (extrañamente para mí, que tengo una
sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el
color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito
cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al olor
del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y
desesperanzaba, porque intuía que esa forma de María me
era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo
debía pertenecer a Hunter o a algún otro.
La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a
causa del rumor de las olas, que se hacía a cada instante
más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante
mis ojos el cielo de aquella costa, sentí que esa tristeza era
ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo
menos ante cierto género de belleza. ¿Todos sienten así o
es un defecto más de mi desgraciada condición?
Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo
estuvimos en silencio, oyendo el furioso batir de las olas
abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de
espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del
acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del
Tintoretto en el salvamento del sarraceno.
—Cuántas veces —dijo María— soñé compartir con vos este
mar y este cielo.
Después de un tiempo, agregó:
—A veces me parece como si esta escena la hubiéramos
vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de
tu ventana, sentí que eras como yo y que también
buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor
mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te
soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he
pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en
buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme,
como me había equivocado una vez, y esperé que de algún
modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba
intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan
segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel
absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude
decir nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido
por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como
una loca. Después vinieron aquellos instantes de la plaza
San Martín, en que creías necesario explicarme cosas,
mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la
ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte
mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte
pensar que no entendía tus medias palabras, tu mensaje
cifrado.
Yo no decía nada. Hermosos sentimientos y sombrías ideas
daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su
maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de
encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una 97
fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí
que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca.
«Nunca más, nunca más», pensé, mientras empecé a
experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil
sería arrastrarla al abismo, conmigo.
Oí fragmentos: «Dios mío… muchas cosas en esta eternidad
que estamos juntos… cosas horribles… no sólo somos este
paisaje, sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de
fealdad, de insignificancia…»
El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo.
Pronto, la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá
abajo adquirió sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil!
Ella decía que éramos seres llenos de fealdad e
insignificancia; pero, aunque yo sabía hasta qué punto era
yo mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el
pensamiento de que también ella podía serlo, que
seguramente lo era. ¿Cómo? —pensaba—, ¿con quiénes,
cuándo? Y un sordo deseo de precipitarme sobre ella y
destrozarla con las uñas y de apretar su cuello hasta
ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mí. De pronto
oí otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o
algo así; habló de la infancia en el campo; me pareció oír
algo de hechos «tormentosos y crueles», que habían
pasado con ese otro primo. Me pareció que María me había
estado haciendo una preciosa confesión y que yo, como un
estúpido, la había perdido.
—¡Qué hechos, tormentosos y crueles! —grité.
Pero, extrañamente, no pareció oírme: también ella había
caído en una especie de sopor, también ella parecía estar
sola.
Pasó un largo tiempo, quizá media hora.
Después sentí que acariciaba mi cara, como lo había hecho
en otros momentos parecidos. Yo no podía hablar. Como
con mi madre cuando chico, puse la cabeza sobre su regazo
y así quedamos un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de 98
infancia y de muerte:
¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y
sospechosos! ¡Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba
que María no fuera más que ese momento! Pero era
imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a
mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos,
sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi
cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el
momento de salir, chapoteando, gruñendo sordamente en
el barro.

XXVII

PASARON cosas muy raras. Cuando llegamos a la casa
encontramos a Hunter muy agitado (aunque es de esos que
creen de mal gusto mostrar las pasiones); trataba de
disimularlo, pero era evidente que algo pasaba. Mimí se
había ido y en el comedor todo estaba dispuesto para la
comida, aunque era claro que nos habíamos retardado
mucho, pues apenas llegamos se notó un acelerado y eficaz
movimiento de servicio. Durante la comida casi no se habló.
Vigilé las palabras y los gestos de Hunter porque intuí que
echarían luz sobre muchas cosas que se me estaban
ocurriendo y sobre otras ideas que estaban por reforzarse.
También vigilé la cara de María; era impenetrable. Para
disminuir la tensión, María dijo que estaba leyendo una
novela de Sartre. De evidente mal humor, Hunter comentó:
—Novelas en esta época. Que las escriban, vaya y pase…
¡pero que las lean!
Nos quedamos en silencio y Hunter no hizo ningún esfuerzo
por atenuar los efectos de esa frase. Concluí que tenía algo
contra María. Pero como antes que saliéramos para la costa
no había nada de particular, inferí que ese algo contra
María había nacido durante nuestra larga conversación; era
muy difícil admitir que no fuera a causa de esa
conversación o, mejor dicho, a causa del largo tiempo que
habíamos permanecido allá. Mi conclusión fue: Hunter está
celoso y eso prueba que entre él y ella hay algo más que
una simple relación de amistad y de parentesco. Desde
luego, no era necesario que María sintiese amor por él; por
el contrario: era más fácil que Hunter se irritase al ver que
María daba importancia a otras personas. Fuera como
fuese, si la irritación de Hunter era originada por celos,
tendría que mostrar hostilidad hacia mí, ya que ninguna
otra cosa había entre nosotros. Así fue. Si no hubieran
existido otros detalles, me habría bastado con una mirada
de soslayo que me echó Hunter a propósito de una frase de
María sobre el acantilado.
Pretexté cansancio y me fui a mi pieza apenas nos
levantamos de la mesa. Mi propósito era lograr el mayor
número de elementos de juicio sobre el problema. Subí la
escalera, abrí la puerta de mi habitación, encendí la luz,
golpeé la puerta, como quien la cierra, y me quedé en el
vano escuchando. En seguida oí la voz de Hunter que decía
una frase agitada, aunque no podía discernir las palabras;
no hubo respuestas de María; Hunter dijo otra frase mucho
más larga y más agitada que la anterior; María dijo algunas
palabras en voz muy baja, superpuestas con las últimas de
él, seguidas de un ruido de sillas; al instante oí los pasos de
alguien que subía por la escalera: me encerré rápidamente,
pero me quedé escuchando a través del agujero de la llave;
a los pocos momentos oí pasos que cruzaban frente a mi
puerta: eran pasos de mujer. Quedé largo tiempo
despierto, pensando en lo que había sucedido y tratando de
oír cualquier clase de rumor. Pero no oí nada en toda la
noche.
No pude dormir: empezaron a atormentarme una serie de
reflexiones que no se me habían ocurrido antes. Pronto
advertí que mi primera conclusión era una ingenuidad:
había pensado (lo que es correcto) que no era necesario
que María sintiese amor por Hunter para que él tuviera
celos; esta conclusión me había tranquilizado. Ahora me
daba cuenta de que si bien no era necesario tampoco era
un inconveniente.
María podía querer a Hunter y sin embargo éste sentir
celos.
Ahora bien: ¿había motivos para pensar que María tenía
algo con su primo? ¡Ya lo creo que había motivos! En
primer lugar, si Hunter la molestaba con celos y ella no lo
quería, ¿por qué venía a cada rato a la estancia? En la
estancia no vivía, ordinariamente, nadie más que Hunter,
que era solo (yo no sabía si era soltero, viudo o divorciado,
aunque creo que alguna vez María me había dicho que
estaba separado de su mujer; pero, en fin, lo importante
era que ese señor vivía solo en la estancia). En segundo
lugar, un motivo para sospechar de esas relaciones era que
María nunca me había hablado de Hunter sino con
indiferencia, es decir con la indiferencia con que se habla de
un miembro cualquiera de la familia; pero jamás me había
mencionado o insinuado siquiera que Hunter estuviera
enamorado de ella y menos que tuviera celos. En tercer
lugar, María me había hablado, esa tarde, de sus
debilidades. ¿Qué había querido decir? Yo le había relatado
en mi carta una serie de cosas despreciables (lo de mis
borracheras y lo de las prostitutas) y ella ahora me decía
que me comprendía, que también ella no era solamente
barcos que parten y parques en el crepúsculo. ¿Qué podía
querer decir sino que en su vida había cosas tan oscuras y
despreciables como en la mía? ¿No podía ser lo de Hunter
una pasión baja de ese género?
Rumié esas conclusiones y las examiné a lo largo de la
noche desde diferentes puntos de vista. Mi conclusión final,
que consideré rigurosa, fue: María es amante de Hunter.
Apenas aclaró, bajé las escaleras con mi valija y mi caja de
pinturas. Encontré a uno de los mucamos que había
comenzado a abrir las puertas y ventanas para hacer la
limpieza: le encargué que saludara de mi parte al señor y
que le dijera que me había visto obligado a salir
urgentemente para Buenos Aires. El mucamo me miró con
ojos de asombro, sobre todo cuando le dije, respondiendo a
su advertencia, que me iría a pie hasta la estación.
Tuve que esperar varias horas en la pequeña estación. Por
momentos pensé que aparecería María; esperaba esa
posibilidad con la amarga satisfacción que se siente cuando,
de chico, uno se ha encerrado en alguna parte porque cree
que han cometido una injusticia y espera la llegada de una
persona mayor que venga a buscarlo y a reconocer la
equivocación.
Pero María no vino. Cuando llegó el tren y miré hacia el
camino por última vez, con la esperanza de que apareciera
a último momento, y no la vi llegar, sentí una infinita
tristeza.
Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia
Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer,
debajo del alero, miró el tren. Se me ocurrió un
pensamiento estúpido: «A esta mujer la veo por primera y
última vez. No la volveré a ver en mi vida.» Mi pensamiento
flotaba como un corcho en un río desconocido. Siguió por
un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero.
¿Qué me importaba esa mujer? Pero no podía dejar de
pensar que había existido un instante para mí y que nunca
más volvería a existir; desde mi punto de vista era como si
ya se hubiera muerto: un pequeño retraso del tren, un
llamado desde el interior del rancho, y esa mujer no habría
existido nunca en mi vida.
Todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso. Mi
cabeza no funcionaba bien y María se me aparecía una y
otra vez como algo incierto y melancólico. Sólo horas más
tarde mis pensamientos empezarían a alcanzar la precisión
y la violencia de otras veces.

XXVIII

LOS DÍAS que precedieron a la muerte de María fueron los
más atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato
preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues si bien
recuerdo con increíble minuciosidad muchos de los
acontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me
aparecen como sueños borrosos y deformes. Tengo la
impresión de haber pasado días enteros bajo el efecto del
alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto
Nuevo. Al llegar a la estación Constitución me recuerdo
muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies
seguidos; después recuerdo vagamente que me levanté,
que tomé un taxi y que me fui a un bar de la calle 25 de
Mayo o quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos,
música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas
botellas rotas, luces muy penetrantes. Después me
recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza en un
calabozo de comisaría, un vigilante que abría la puerta, un
oficial que me decía algo y después me veo caminando
nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que
entré nuevamente a un bar. Horas (o días) más tarde
alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas
en las que caminaba por los techos de una catedral.
Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la
oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había
hecho infinitamente grande y que por más que corriera no
podría alcanzar jamás sus límites. No sé cuánto tiempo
pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba
entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el
baño y me metí, vestido, en la bañadera. El agua fría
empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer
algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos,
como los primeros objetos que se ven emerger después de
una gran inundación: María en el acantilado, Mimí
empuñando su boquilla, la estación Allende, un almacén
frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La
estancia, María preguntándome por las manchas, yo
gritando: «¡Qué manchas!», Hunter mirándome
torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo
entre los primos, un marinero arrojando una botella, María
avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí diciendo
Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole
un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el
cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de
la estancia. También aparecieron trozos de sueños:
nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza
infinita.
Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron
uniendo a otros que iban emergiendo de mi conciencia y el
paisaje fue reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la
desolación que tienen los paisajes que surgen de las aguas.
Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a
escribir una carta a María. Primero escribí que deseaba
darle una explicación por mi fuga de la estancia (taché
«fuga» y puse «ida»). Agregué que apreciaba mucho el
interés que ella se había tomado por mí (taché «por mí» y
puse «por mi persona»). Que comprendía que ella era muy
bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de
que, como ella misma me lo había hecho saber, a veces
prevalecían «bajas pasiones». Le dije que apreciaba en su
justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin
hablar a un crepúsculo en un parque pero que, como ella
podía imaginar (taché «imaginar» y puse «calcular»), no
era suficiente para mantener o probar un amor: seguía sin
comprender cómo era posible que una mujer como ella
fuera capaz de decir palabras de amor a su marido y a mí,
al mismo tiempo que se acostaba con Hunter. Con el
agravante —agregué— de que también se acostaba con el
marido y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella
podría darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho
que pensar, etcétera.
Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados,
quedaba suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo
Central y la despaché certificada.

XXIX

APENAS salí del correo advertí dos cosas: no había dicho en
la carta por qué había inferido que ella era amante de
Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan
despiadadamente: ¿acaso hacerla cambiar de manera de
ser, en caso de ser ciertas mis conjeturas? Eso era
evidentemente ridículo. ¿Hacerla correr hacia mí? No era
creíble que lo lograra con esos procedimientos. Reflexioné,
sin embargo, que en el fondo de mi alma sólo ansiaba que
María volviese a mí. Pero, en este caso, ¿por qué no
decírselo directamente, sin herirla, explicándole que me
había ido de la estancia porque de pronto había advertido
los celos de Hunter? Al fin de cuentas, mi conclusión de que
ella era amante de Hunter, además de hiriente, era
completamente gratuita; en todo caso era una hipótesis,
que yo me podía formular con el único propósito de orientar
mis investigaciones futuras.
Una vez más, pues, había cometido una tontería con mi
costumbre de escribir cartas muy espontáneas y enviarlas
en seguida. Las cartas de importancia hay que retenerlas
por lo menos un día hasta que se vean claramente todas las
posibles consecuencias.
Quedaba un recurso desesperado, ¡el recibo! Lo busqué en
todos los bolsillos, pero no lo encontré: lo habría arrojado
estúpidamente, por ahí. Volví corriendo al correo, sin
embargo, y me puse en la fila de las certificadas. Cuando
llegó mi turno, pregunté a la empleada, mientras hacía un
horrible e hipócrita esfuerzo para sonreír.
—¿No me reconoce?
La mujer me miró con asombro: seguramente pensó que
era loco. Para sacarla de su error, le dije que era la persona
que acababa de enviar una carta a la estancia Los Ombúes.
El asombro de aquella estúpida pareció aumentar y, tal vez
con el deseo de compartirlo o de pedir consejo ante algo
que no alcanzaba a comprender, volvió su rostro hacia un
compañero; me miró nuevamente a mí.
—Perdí el recibo —expliqué. No obtuve respuesta.
—Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo —
agregué.
La mujer y el otro empleado se miraron, durante un
instante, como dos compañeros de baraja.
Por fin, con el acento de alguien que está profundamente
maravillado, me preguntó:
—¿Usted quiere que le devuelvan la carta?
—Así es.
—¿Y ni siquiera tiene el recibo?
Tuve que admitir que, en efecto, no tenía ese importante
documento. El asombro de la mujer había aumentado hasta
el límite. Balbuceó algo que no entendí y volvió a mirar a su
compañero.
—Quiere que le devuelvan una carta —tartamudeó. El otro
sonrió con infinita estupidez, pero con el propósito de
querer mostrar viveza. La mujer me miró y me dijo:
—Es completamente imposible.
—Le puedo mostrar documentos —repliqué, sacando unos
papeles.
—No hay nada que hacer. El reglamento es terminante.
—El reglamento, como usted comprenderá, debe estar de
acuerdo con la lógica —exclamé con violencia, mientras
comenzaba a irritarme un lunar con pelos largos que esa
mujer tenía en la mejilla.
—¿Usted conoce el reglamento? —me preguntó con sorna.
—No hay necesidad de conocerlo, señora —respondí
fríamente, sabiendo que la palabra señora debía herirla
mortalmente.
Los ojos de la arpía brillaban ahora de indignación.
—Usted comprende, señora, que el reglamento no puede
ser ilógico: tiene que haber sido redactado por una persona
normal, no por un loco. Si yo despacho una carta y al
instante vuelvo a pedir que me la devuelvan porque me he
olvidado de algo esencial, lo lógico es que se atienda mi
pedido. ¿O es que el correo tiene empeño en hacer llegar
cartas incompletas o equívocas? Es perfectamente claro y
razonable que el correo es un medio de comunicación, no
un medio de compulsión: el correo no puede obligar a
mandar una carta si yo no quiero.
—Pero usted lo quiso —respondió.
—¡Sí! —grité—, ¡pero le vuelvo a repetir que ahora no lo
quiero!
—No me grite, no sea mal educado. Ahora es tarde.
—No es tarde porque la carta está allí —dije, señalando
hacia el cesto de las cartas despachadas.
La gente comenzaba a protestar ruidosamente. La cara de
la solterona temblaba de rabia. Con verdadera repugnancia,
sentí que todo mi odio se concentraba en el lunar.
—Yo le puedo probar que soy la persona que ha mandado
la carta —repetí, mostrándole unos papeles personales.
—No grite, no soy sorda —volvió a decir—. Yo no puedo
tomar semejante decisión.
—Consulte al jefe, entonces.
—No puedo. Hay demasiada gente esperando. Acá tenemos
mucho trabajo, ¿comprende?
—Este asunto forma parte del trabajo —expliqué.
Algunos de los que estaban esperando propusieron que me
devolvieran la carta de una vez y se siguiera adelante. La
mujer vaciló un rato, mientras simulaba trabajar en otra
cosa; finalmente fue adentro y al cabo de un largo rato
volvió con un humor de perro. Buscó en el cesto.
—¿Qué estancia? —preguntó con una especie de silbido de
víbora.
—Estancia Los Ombúes —respondí con venenosa calma.
Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la
carta en sus manos y comenzó a examinarla como si la
ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la compra.
—Sólo tiene iniciales y dirección —dijo.
—¿Y eso?
—¿Qué documentos tiene para probarme que es la persona
que mandó la carta?
—Tengo el borrador —dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y
me lo devolvió.
—¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?
—Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.
La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego
me dijo:
—¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es
suya? Yo no puedo hacer eso.
La gente comenzó a protestar de nuevo. Yo tenía ganas de
hacer alguna barbaridad.
—Ese documento no sirve —concluyó la arpía.
—¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? —
pregunté con irónica cortesía.
—¿La cédula de identidad?
Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó:
—No, la cédula sola no, porque acá sólo están las iniciales.
Tendrá que mostrarme también un certificado de domicilio.
O si no la libreta de enrolamiento, porque en la libreta
figura el domicilio.
Reflexionó un instante más y agregó:
—Aunque es difícil que usted no haya cambiado de casa
desde los dieciocho años. Así que casi seguramente va a
necesitar también certificado de domicilio.
Una furia incontenible estalló por fin en mí y sentí que
alcanzaba también a María y, lo que es más curioso, a
Mimí.
—¡Mándela usted así y váyase al infierno! —le grité,
mientras me iba.
Salí del correo con un ánimo de mil diablos y hasta pensé
si, volviendo a la ventanilla, podría incendiar de alguna
manera el cesto de las cartas. ¿Pero cómo? ¿Arrojando un
fósforo? Era fácil que se apagara en el camino. Echando
previamente un chorrito de nafta, el efecto sería seguro;
pero eso complicaba las cosas. De todos modos, pensé
esperar la salida del personal de turno e insultar a la
solterona.

XXX

DESPUÉS de una hora de espera, decidí irme. ¿Qué podía
ganar, en definitiva, insultando a esa imbécil? Por otra
parte, durante ese lapso rumié una serie de reflexiones que
terminaron por tranquilizarme: la carta estaba muy bien y
era bueno que llegase a manos de María. (Muchas veces
me ha pasado eso: luchar insensatamente contra un
obstáculo que me impide hacer algo que juzgo necesario o
conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un
tiempo después, comprobar que el destino tenía razón.) En
realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin
reflexionar mayormente y hasta algunas de las hirientes
frases parecían inmerecidas. Pero en ese momento, al
volver a pensar en todo lo que antecedió a la carta, recordé
de pronto un sueño que tuve en alguna de esas noches de
borrachera: espiando desde un escondite me veía a mí
mismo, sentado en una silla en el medio de una habitación
sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mí, a dos
personas que se miraban con expresiones de diabólica
ironía: una era María; la otra era Hunter.
Cuando recordé este sueño, una desconsoladora tristeza se
apoderó de mí. Abandoné la puerta del correo y comencé a
caminar pesadamente.
Un tiempo después me encontré sentado en la Recoleta, en
un banco que hay debajo de un árbol gigantesco. Los
lugares, los árboles, los senderos de nuestros mejores
momentos empezaron a transformar mis ideas. ¿Qué era,
al fin de cuentas, lo que yo tenía en concreto contra María?
Los mejores instantes de nuestro amor (un rostro de ella,
una mirada tierna, el roce de su mano en mis cabellos)
comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el
mismo cuidado con que se recoge a un ser querido que ha
tenido un accidente y que no puede sufrir la brusquedad
más insignificante. Poco a poco fui incorporándome, la
tristeza fue cambiándose en ansiedad, el odio contra María
en odio contra mí mismo y mi aletargamiento en una
repentina necesidad de correr a mi casa. A medida que iba
llegando al taller fui dándome cuenta de lo que quería:
hablar, llamarla por teléfono a la estancia, en seguida, sin
pérdida de tiempo. ¿Cómo no había pensado antes en esa
posibilidad?
Cuando me dieron la comunicación, casi no tenía fuerzas
para hablar. Atendió un mucamo. Le dije que necesitaba
comunicarme sin pérdida de tiempo con la señora María. Al
rato me atendió la misma voz, para decirme que la señora
me llamaría dentro de una hora, más o menos.
La espera me pareció interminable.
No recuerdo bien las palabras de aquella conversación por
teléfono, pero sí recuerdo que en vez de pedirle perdón por
la carta (la causa que me había movido a hablar), concluí
por decirle cosas más fuertes que las contenidas en la
carta. Claro que eso no sucedió irrazonablemente; la
verdad es que yo comencé hablándole con humildad y
ternura, pero empezó a exasperarme el tono dolorido de su
voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis
preguntas precisas, según su hábito. El diálogo, más bien
mi monólogo, fue creciendo en violencia y cuanto más
violento era, más dolorida parecía ella y más eso me
exasperaba, porque yo tenía plena conciencia de mi razón y
de la injusticia de su dolor. Terminé diciéndole a gritos que
me mataría, que era una comediante y que necesitaba
verla en seguida, en Buenos Aires.
No contestó a ninguna de mis preguntas precisas, pero
finalmente, ante mi insistencia y mis amenazas de
matarme, me prometió venir a Buenos Aires, al día
siguiente, «aunque no sabía para qué».
—Lo único que lograremos —agregó con voz muy débil— es
lastimarnos cruelmente, una vez más.
—Si no venís, me mataré —repetí por fin—. Pensalo bien
antes de tomar cualquier decisión.
Colgué el tubo sin agregar nada más, y la verdad es que en
ese momento estaba decidido a matarme si ella no venía a
aclarar la situación. Quedé extrañamente satisfecho al
decidirlo. «Ya verá», pensé, como si se tratara de una
venganza.

XXXI

ESE DÍA fue execrable.
Salí de mi taller furiosamente. A pesar de que la vería al día
siguiente, estaba desconsolado y sentía un odio sordo e
impreciso. Ahora creo que era contra mí mismo, porque en
el fondo sabía que mis crueles insultos no tenían
fundamento. Pero me daba rabia que ella no se defendiera,
y su voz dolorida y humilde, lejos de aplacarme, me
enardecía más.
Me desprecié. Esa tarde comencé a beber mucho y terminé
buscando líos en un bar de Leandro Alem. Me apoderé de la
mujer que me pareció más depravada y luego desafié a
pelear a un marinero porque le hizo un chiste obsceno. No
recuerdo lo que pasó después, excepto que comenzamos a
pelear y que la gente nos separó en medio de una gran
alegría. Después me recuerdo con la mujer esa en la calle.
El fresco me hizo bien. A la madrugada la llevé al taller.
Cuando llegamos se puso a reír de un cuadro que estaba
sobre un caballete. (No sé si dije que, desde la escena de la
ventana, mi pintura se fue transformando paulatinamente:
era como si los seres y cosas de mi antigua pintura
hubieran sufrido un cataclismo cósmico. Ya hablaré de esto
más adelante, porque ahora quiero relatar lo que sucedió
en aquellos días decisivos.) La mujer miró, riéndose, el
cuadro y después me miró a mí, como en demanda de una
explicación. Como ustedes supondrán, me importaba un
bledo el juicio que aquella desgraciada podría formarse de
mi arte. Le dije que no perdiéramos tiempo en pavadas.
Estábamos en la cama, cuando de pronto cruzó por mi
cabeza una idea tremenda: la expresión de la rumana se
parecía a una expresión que alguna vez había observado en
María.
—¡Puta! —grité enloquecido, apartándome con asco—.
¡Claro que es una puta!
La rumana se incorporó como una víbora y me mordió el
brazo hasta hacerlo sangrar. Pensaba que me refería a ella.
Lleno de desprecio a la humanidad entera y de odio, la
saqué a puntapiés de mi taller y le dije que la mataría como
a un perro si no se iba en seguida. Se fue gritando insultos
a pesar de la cantidad de dinero que le arrojé detrás.
Por largo tiempo quedé estupefacto en el medio del taller,
sin saber qué hacer y sin atinar a ordenar mis sentimientos
ni mis ideas. Por fin tomé una decisión: fui al baño, llené la
bañadera de agua fría, me desnudé y entré. Quería aclarar
mis ideas, así que me quedé en la bañadera hasta
refrescarme bien. Poco a poco logré poner el cerebro en
pleno funcionamiento. Traté de pensar con absoluto rigor,
porque tenía la intuición de haber llegado a un punto
decisivo. ¿Cuál era la idea inicial? Varias palabras acudieron
a esta pregunta que yo mismo me hacía. Esas palabras
fueron: rumana, María, prostituta, placer, simulación.
Pensé: estas palabras deben de representar el hecho
esencial, la verdad profunda de la que debo partir. Hice
repetidos esfuerzos para colocarlas en el orden debido,
hasta que logré formular la idea en esta forma terrible,
pero indudable: María y la prostituta han tenido una
expresión semejante; la prostituta simulaba placer; María,
pues, simulaba placer; María es una prostituta.
—¡Puta, puta, puta! —grité saltando de la bañadera.
Mi cerebro funcionaba ya con la lúcida ferocidad de los
mejores días: vi nítidamente que era preciso terminar y que
no debía dejarme embaucar una vez más por su voz
dolorida y su espíritu de comediante. Tenía que dejarme
guiar únicamente por la lógica y debía llevar, sin temor,
hasta las últimas consecuencias, las frases sospechosas, los
gestos, los silencios equívocos de María.
Fue como si las imágenes de una pesadilla desfilaran
vertiginosamente bajo la luz de un foco monstruoso.
Mientras me vestía con rapidez, pasaron ante mí todos los
momentos sospechosos: la primera conversación por
teléfono, con la asombrosa capacidad de simulación y el
largo aprendizaje que revelaban sus cambios de voz; las
oscuras sombras en torno de María que se delataban a
través de tantas frases enigmáticas; y ese temor de ella de
«hacerme mal», que sólo podía significar «te haré mal con
mis mentiras, con mis inconsecuencias, con mis hechos
ocultos, con la simulación de mis sentimientos y
sensaciones», ya que no podría hacerme mal por amarme
de verdad; y la dolorosa escena de los fósforos; y cómo al
comienzo había rehuido hasta mis besos y como sólo había
cedido al amor físico cuando la había puesto ante el
extremo de confesar su aversión o, en el mejor de los
casos, el sentido maternal o fraternal de su cariño, lo que,
desde luego, me impedía creer en sus arrebatos de placer,
en sus palabras y en sus rostros de éxtasis; y además su
precisa experiencia sexual, que difícilmente podía haber
adquirido con un filósofo estoico como Allende; y las
respuestas sobre el amor a su marido, que sólo permitían
inferir una vez más su capacidad para engañar con
sentimientos y sensaciones apócrifos; y el círculo de
familia, formado por una colección de hipócritas y
mentirosos; y el aplomo y la eficacia con que había
engañado a sus dos primos con las inexistentes manchas
del puerto; y la escena durante la comida, en la estancia, la
discusión allá abajo, los celos de Hunter; y aquella frase
que se le había escapado en el acantilado: «como me había
equivocado una vez»; ¿con quién, cuándo, cómo? y «los
hechos tormentosos y crueles» con ese otro primo,
palabras que también se escaparon inconscientemente de
sus labios, como lo reveló al no contestar mi pedido de
aclaración, porque no me oía, simplemente no me oía,
vuelta como estaba hacia su infancia, en la quizá única
confesión auténtica que había tenido en mi presencia; y,
finalmente, esta horrenda escena con la rumana, o rusa, o
lo que fuera. ¡Y esa sucia bestia que se había reído de mis
cuadros y la frágil criatura que me había alentado a
pintarlos tenían la misma expresión en algún momento de
sus vidas! ¡Dios mío, si era para desconsolarse por la
naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes
de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes
subterráneos!

XXXII

MUCHAS de las conclusiones que extraje en aquel lúcido
pero fantasmagórico examen eran hipotéticas, no las podía
demostrar, aunque tenía la certeza de no equivocarme.
Pero advertí, de pronto, que había desperdiciado, hasta ese
momento, una importante posibilidad de investigación: la
opinión de otras personas. Con satisfacción feroz y con
claridad nunca tan intensa, pensé por primera vez en ese
procedimiento y en la persona indicada: Lartigue. Era
amigo de Hunter, amigo íntimo. Es cierto que era otro
individuo despreciable: había escrito un libro de poemas
acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se
quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional. No
iba a detenerme en escrúpulos. Con viva repugnancia, pero
con decisión, lo llamé por teléfono, le dije que tenía que
verlo urgentemente, lo fui a ver a su casa, le elogié el libro
de versos y (con gran disgusto suyo, que quería que
siguiésemos hablando de él), le hice a boca de jarro una
pregunta ya preparada:
—¿Cuánto hace que María Iribarne es amante de Hunter?
Mi madre no preguntaba nunca si habíamos comido una
manzana, porque habríamos negado; preguntaba cuántas,
dando astutamente por averiguado lo que quería averiguar:
si habíamos comido o no la fruta; y nosotros, arrastrados
sutilmente por ese acento cuantitativo respondíamos que
sólo habíamos comido una manzana.
Lartigue es vanidoso pero no es zonzo: sospechó que había
algo misterioso en mi pregunta y creyó evadirla
contestando:
—De eso no sé nada.
Y volvió a hablar del libro y del premio. Con verdadero
asco, le grité:
—¡Qué gran injusticia han cometido con su libro!
Me fui corriendo. Lartigue no era zonzo, pero no advirtió
que sus palabras eran suficientes.
Eran las tres de la tarde. Ya debía estar María en Buenos
Aires. Llamé por teléfono desde un café: no tenía paciencia
para ir hasta el taller. En cuanto me atendió, le dije:
—Tengo que verte en seguida.
Traté de disimular mi odio porque temía que sospechara
algo y no viniese a la cita. Convinimos en vernos a las cinco
en la Recoleta, en el lugar de siempre.
—Aunque no veo qué saldremos ganando —agregó
tristemente.
—Muchas cosas —respondí—, muchas cosas.
—¿Lo crees? —preguntó con acento de desesperanza.
—Desde luego.
—Pues yo creo que sólo lograremos hacernos un poco más
de daño, destruir un poco más el débil puente que nos
comunica, herirnos con mayor crueldad… He venido porque
lo has pedido tanto, pero debía haberme quedado en la
estancia: Hunter está enfermo.
«Otra mentira», pensé.
—Gracias —contesté secamente—. Quedamos, pues, en que
nos vemos a las cinco en punto. María asintió con un
suspiro.

XXXIII

ANTES de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco
donde solíamos encontrarnos. Mi espíritu, ya ensombrecido,
cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos
y los bancos que habían sido testigos de nuestro amor.
Pensé, con desesperada melancolía, en los instantes que
habíamos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la
Plaza Francia y cómo, en aquel entonces que parecía estar
a una distancia innumerable, había creído en la eternidad
de nuestro amor. Todo era milagroso, alucinante, y ahora
todo era sombrío y helado, en un mundo desprovisto de
sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir
el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme
definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era
posible echar a un lado todas las dudas que me torturaban.
¿Qué me importaba lo que fuera María más allá de
nosotros? Al ver esos bancos, esos árboles, pensé que
jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque más
no fuera que en esos instantes de comunicación, de
misterioso amor que nos unía. A medida que avanzaba en
estas reflexiones, más iba haciéndome a la idea de aceptar
su amor así, sin condiciones y más me iba aterrorizando la
idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de ese
terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo
pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente,
empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme
cuenta de que nada se había perdido y que podía empezar,
a partir de ese instante de lucidez, una nueva vida.
Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco
y media, alarmado, enloquecido, volví a llamarla por
teléfono. Me dijeron que se había vuelto repentinamente a
la estancia. Sin advertir lo que hacía, le grité a la mucama:
—¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco!
—Yo no sé nada, señor —me respondió algo asustada—. La
señora salió en auto hace un rato y dijo que se quedaría
allá una semana por lo menos.
¡Una semana por lo menos! El mundo parecía derrumbarse,
todo me parecía increíble e inútil. Salí del café como un
sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba
de un lado a otro, como si eso sirviera para algo. ¡Y tanto
como le había pedido verla esa tarde, tanto como la
necesitaba! ¡Y tan poco que estaba dispuesto a pedirle, a
mendigarle! Pero, —pensé con feroz amargura— entre
consolarme a mí en un parque y acostarse con Hunter en la
estancia no podía haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice
esta reflexión se me ocurrió una idea. No, mejor dicho, tuve
la certeza de algo. Corrí las pocas cuadras que faltaban
para llegar a mi taller y desde allí llamé nuevamente por
teléfono a la casa de Allende. Pregunté si la señora no
había recibido un llamado telefónico de la estancia, antes
de ir.
—Sí —respondió la mucama, después de una pequeña
vacilación.
—¿Un llamado del señor Hunter, no? —La mucama volvió a
vacilar. Tomé nota de las dos vacilaciones.
—Sí —contestó finalmente.
Una amargura triunfante me poseía ahora como un
demonio. ¡Tal como lo había intuido! Me dominaba a la vez
un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el
orgullo de no haberme equivocado.
Pensé en Mapelli.
Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina,
agarré un cuchillo grande y volví al taller. ¡Qué poco
quedaba de la vieja pintura de Juan Pablo Castel! ¡Ya
tendrían motivos para admirarse esos imbéciles que me
habían comparado a un arquitecto! ¡Como si un hombre
pudiera cambiar de verdad! ¿Cuántos de esos imbéciles
habían adivinado que debajo de mis arquitecturas y de «la
cosa intelectual» había un volcán pronto a estallar?
Ninguno. ¡Ya tendrían tiempo de sobra para ver estas
columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas
ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahí estaban,
como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo
de la Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que
quería destruir sin dejar siquiera rastros. Lo miré por última
vez, sentí que la garganta se me contraía dolorosamente,
pero no vacilé: a través de mis lágrimas vi confusamente
cómo caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer
ansiosa, aquella espera. Pisoteé los jirones de tela y los
refregué hasta convertirlos en guiñapos sucios. ¡Ya nunca
más recibiría respuesta aquella espera insensata! ¡Ahora
sabía más que nunca que esa espera era completamente
inútil!
Corrí a la casa de Mapelli pero no lo encontré: me dijeron
que debía de estar en la librería Viau. Fui hasta la librería,
lo encontré, lo llevé aparte de un brazo, le dije que
necesitaba su auto. Me miró con asombro: me preguntó si
pasaba algo grave. No había pensado nada pero se me
ocurrió decirle que mi padre estaba muy grave y que no
tenía tren hasta el otro día. Se ofreció a llevarme él mismo,
pero rehusé: le dije que prefería ir solo. Volvió a mirarme
con asombro, pero terminó por darme las llaves.

XXXIV

ERAN LAS SEIS de la tarde. Calculé que con el auto de
Mapelli podía llegar en cuatro horas, de modo que a las diez
estaría allá. «Buena hora», pensé.
En cuanto salí al camino a Mar del Plata, lancé el auto a
ciento treinta kilómetros y empecé a sentir una rara
voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que
realizaría por fin algo concreto con ella. Con ella, que había
sido como alguien detrás de un impenetrable muro de
vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni tocar; y así,
separados por el muro de vidrio, habíamos vivido
ansiosamente, melancólicamente.
En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían
sentimientos de culpa, de odio y de amor: había simulado
una enfermedad y eso me entristecía; había acertado al
llamar por segunda vez a lo de Allende y eso me amargaba.
¡Ella, María, podía reírse con frivolidad, podía entregarse a
ese cínico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y
presuntuoso! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella!
Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión
suya en la forma más repelente: por un lado estaba yo,
estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?,
para hablar de cosas oscuras y ásperas, para ponernos una
vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para
mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para
tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer
tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de
vidrio, para soñar una vez más ese sueño imposible. Por el
otro lado estaba Hunter y le bastaba tomar el teléfono y
llamarla para que ella corriera a su cama. ¡Qué grotesco,
qué triste era todo!
Llegué a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el
camino real, para no llamar la atención con el ruido del
motor y caminé. El calor era insoportable, había una
agobiadora calma y sólo se oía el murmullo del mar. Por
momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y
pude caminar, sin grandes dificultades, por el callejón de
entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegué a la casa
grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta
baja; pensé que todavía estarían en el comedor.
Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a
las violentas tempestades de verano. Era natural que
salieran después de comer. Me oculté en un lugar del
parque que me permitía vigilar la salida de gente por la
escalinata y esperé.

XXXV

FUE UNA ESPERA interminable. No sé cuánto tiempo pasó
en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los
relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros
destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la
espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una
cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas
atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces
extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde
María y yo estábamos frente a frente contemplándonos
estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos
arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la
veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los
cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi
pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada
al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también
alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado
viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que
íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en
tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos
pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como
clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que
ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido
y que la hora del encuentro había llegado.
¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los
pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían
comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo
esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes,
aunque ahora el muro que los separaba fuera como un
muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura
silenciosa e intocable… No, ni siquiera ese muro era
siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y
entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de
ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos
acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su
rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y
que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la
historia de los pasadizos era una ridícula invención o
creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro
y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi
infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos
transparentes del muro de piedra yo había visto a esta
muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro
túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al
ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en
túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de
mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de
mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje
mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo
avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida
normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven
afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y
fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando
yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba
esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y
por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no
llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser
encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el
muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar
despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en
absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y
entonces sentía que mi destino era infinitamente más
solitario que lo que había imaginado.

XXXVI

DESPUÉS de este inmenso tiempo de mares y túneles,
bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, sentí que
mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo.
Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro.
«¿Apuro de qué?», pensé con amargura. Y sin embargo,
ella sabía que yo la necesitaba, que esa tarde la había
esperado, que habría sufrido horriblemente cada uno de los
minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella sabía que en
ese mismo momento en que gozaba en calma yo estaría
atormentado en un minucioso infierno de razonamientos,
de imaginaciones. ¡Qué implacable, que fría, qué inmunda
bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer
más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo
hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo
de ese grotesco individuo!), caminar lentamente del brazo
de él por el parque, aspirar sensualmente el olor de las
flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante,
sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría
esperado en vano, que ya habría hablado a su casa y
sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto
negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos,
devorando anónimamente cada una de mis vísceras.
¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podría
hablar María con ese infecto personaje? ¿Y en qué
lenguaje?
¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo
de mí en ese instante? ¿Y no sería yo el imbécil, el ridículo
hombre del túnel y de los mensajes secretos?
Caminaron largamente por el parque. La tormenta estaba
ya sobre nosotros, negra, desgarrada por los relámpagos y
truenos. El pampero soplaba con fuerza y comenzaron las
primeras gotas. Tuvieron que correr a refugiarse en la casa.
Mi corazón comenzó a latir con dolorosa violencia. Desde mi
escondite, entre los árboles, sentí que asistiría, por fin, a la
revelación de un secreto abominable pero muchas veces
imaginado.
Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba
completamente a oscuras. Al poco tiempo vi que se
encendía la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta
ese instante, todo era normal: el dormitorio de Hunter
estaba frente a la escalera y era lógico que fuera el primero
en ser iluminado. Ahora debía encenderse la luz de la otra
pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la
escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente
marcados por los salvajes latidos de mi corazón.
Pero la otra luz no se encendió.
¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de
infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco
que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos
sin advertir mis señales de desamparo. Mi cuerpo se
derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de
la vejez.

XXXVII

DE PIE entre los árboles agitados por el vendaval,
empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo
implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el
agua y las lágrimas, vi que una luz se encendía en otro
dormitorio.
Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla.
Luchando con la tormenta, trepé hasta la planta alta por la
reja de una ventana. Luego, caminé por la terraza hasta
encontrar una puerta. Entré a la galería interior y busqué
su dormitorio: la línea de luz debajo de su puerta me la
señaló inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo y
abrí la puerta. Y cuando ella me miró con ojos alucinados,
yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerqué a su
cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente:
—¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?
Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le
respondí:
—Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.
Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella
apretó las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el
cuchillo chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me
miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor
fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su
pecho y en su vientre.
Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un
gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre
en mi espíritu. Los relámpagos me mostraron, por última
vez, un paisaje que nos había sido común.
Corrí a Buenos Aires. Llegué a las cuatro o cinco de la
madrugada. Desde un café telefoneé a la casa de Allende,
lo hice despertar y le dije que debía verlo sin pérdida de
tiempo.
Luego corrí a Posadas. El polaco estaba esperándome en la
puerta de calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente
al ascensor, con los ojos inútiles muy abiertos. Lo agarré de
un brazo y lo arrastré dentro. El polaco, como un idiota,
vino detrás y me miraba asombrado. Lo hice echar. Apenas
salió, le grité al ciego:
—¡Vengo de la estancia! ¡María era la amante de Hunter!
La cara de Allende se puso mortalmente rígida.
—¡Imbécil! —gritó entre dientes, con un odio helado.
Exasperado por su incredulidad, le grité:
—¡Usted es el imbécil! ¡María era también mi amante y la
amante de muchos otros!
Sentí un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, parecía
de piedra.
—¡Sí! —grité—. ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos
engañaba a todos! ¡Pero ahora ya no podrá engañar a
nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A nadie!
—¡Insensato! —aulló el ciego con una voz de fiera y corrió
hacia mí con unas manos que parecían garras.
Me hice a un lado y tropezó contra una mesita, cayéndose.
Con increíble rapidez, se incorporó y me persiguió por toda
la sala, tropezando con sillas y muebles, mientras lloraba
con un llanto seco, sin lágrimas, y gritaba esa sola palabra:
¡insensato!
Escapé a la calle por la escalera, después de derribar al
mucamo que quiso interponerse. Me poseían el odio, el
desprecio y la compasión.
Cuando me entregué, en la comisaría, eran casi las seis.
A través de la ventanita de mi calabozo vi cómo nacía un
nuevo día, con un cielo ya sin nubes. Pensé que muchos
hombres y mujeres comenzarían a despertarse y luego
tomarían el desayuno y leerían el diario e irían a la oficina,
o darían de comer a los chicos o al gato, o comentarían el
film de la noche anterior.
Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de
mi cuerpo.

XXXVIII

EN ESTOS MESES de encierro he intentado muchas veces
razonar la última palabra del ciego, la palabra insensato. Un
cansancio muy grande, o quizá oscuro instinto, me lo
impide reiteradamente. Algún día tal vez logre hacerlo y
entonces analizaré también los motivos que pudo haber
tenido Allende para suicidarse.
Al menos puedo pintar, aunque sospecho que los médicos
se ríen a mis espaldas, como sospecho que se rieron
durante el proceso cuando mencioné la escena de la
ventana.
Sólo existió un ser que entendía mi pintura. Mientras tanto,
estos cuadros deben de confirmarlos cada vez más en su
estúpido punto de vista. Y los muros de este infierno serán,
así, cada día más hermético