Federico kerouglian
Descubriendo la huerta
Cuando Lau me dio los paquetes de semillas no imaginaba lo
que iba a provocar. Miré los
paquetes y me parecieron bastante bonitos. No es que eso me
inquietara mucho, a decir verdad
desde que cumplí doce años y vi que afeitarme hacía que me
cortara y que usar vaqueros me
incomodaba cada vez que se me paraba, había decidido andar
al revés de la mayoría para no
sangrar y no tener que acomodarmela cada vez que el vaquero
impedía mi natural erección.
Una cosa me llamó la atención con respecto a los paquetes.
Como tantos cosas que se venden en
los supermercados, también tenían fecha de vencimiento. Pero
esas fechas están puestas para
cubrirse y no es que las cosas un día antes de la fecha de
vencimiento sirven y un día después no
sirven más. Lo que sucede es que la calidad o efectividad
baja gradualmente. Una excepción son
los objetos electrónicos que muchas veces tienen en sus
programas o circuitos integrados la fecha
exacta en la que como por arte del capitalismo van a dejar
de funcionar y te van a hacer quedar
como un nabo. Y no es que lo hayas golpeado o dejado bajo la
lluvia o el sol. Simplemente es que
el señor empresario ha decidido que su riqueza no es
suficiente y que los países en vías de
desarrollo todavía pueden aguantar una pizca más de basura.
Así que me decidí a probar suerte. Tenía cuatro paquetes:
zanahoria, rabanito, lechuga y tomate.
El lugar con que contaba no era el mejor: un pequeño balcón.
Hablé con Lau y le pareció bien
poner un par de macetas. Conseguimos una bolsa de tierra y
cuatro macetas, con lo que ya estaba
todo listo.
Según mis
conocimientos bastaba con poner las semillas en la tierra y darles agua y sol
para que
se diera la magia de la vida. Podría haber hecho un germinador
con algodón como los que se
hacen en la escuela, pero estaba decidido a que todo fuera
fácil y de haberlo hecho hubiese
requerido más riego y transportar los plantines a tierra una
vez que tuviesen cuatro o cinco hojas.
Que momento más hermoso cuando empezaron a crecer los
pequeños tallos de las plantitas. Se me
dibujó una sonrisa en el rostro y me dije, ¡esto recién
empieza! Tenía razón, la fecha de
vencimiento era un engaño, aunque quedaba la posibilidad de
que esos tallos no llegaran a ser
plantas y dar frutos, pero me pareció que de haber estado
vencidas ni siquiera hubieran
germinado.
Cuando los amigos y familiares me vieron tan colgado con las
plantas me empezaron a dar más semillas. A estas siguieron más macetas y más
tierra. Sentía un placer tan grande cada vez que
volcaba la tierra en la maceta. Luego enterraba un cachitin
las semillas y las regaba. Me resultaba
tan sencillo que me preguntaba por qué no había una huerta
en todos los balcones.
Como el balcón era pequeño, una vez que este se llenó de
macetas empecé a hacer otras cosas
relacionadas con las plantas como leer sobre su
comportamiento. Un libro que me encantó fue “La
revolución de un rastrojo” de Masanobu Fukuoka, que narra
sobre cómo en Japón se dio una
transición de la agricultura tradicional, en la que se hacía
compostaje, hacia la agricultura
científica, en la que se le echan compuestos químicos a la
tierra. En cambio Fukuoka propone una
agricultura natural, en la que en vez de pensar qué hacer
para que las plantas crezcan mejor, se
piensa qué no hacer para que crezcan mejor. Y como hay
tantas cosas que me gusta hacer y quiero
aprender, me pareció algo muy interesante poder hacer una
agricultura con menos esfuerzo.
Otra de las cosas que empecé a hacer fue empaquetar semillas
para regalar. Muchas veces me
daban cientos y como sólo precisaba unas decenas, el resto
las empaquetaba y las regalaba para
que otros descubrieran la huerta, se enamoraran y deleitaran
como yo lo hacía.
También empecé a conocer sobre los bichitos, aprendí que las
abejas polinizan las flores para que
crezcan los frutos, que las lombrices airean la tierra y las
hormigas podan las plantas para que
vengan con más fuerza. Que los caracoles también polinizan
las plantas y con sus excrementos y
restos contribuyen a enriquecer la tierra.
Pasó el tiempo y llegó el gran día. La primer cosecha de
rabanito, lechuga, zanahoria y tomate. No
fue muy abundante pero sí muy sabrosa. El más elogiado fue
el intenso sabor del tomate. Las
zanahorias eran bastante flaquitas y las lechugas no tenían
grandes hojas. Cada rabanito tuve que
partirlo en ocho ya que sólo había cosechado tres y habían
muchos invitados. Para ese entonces
ya había aprendido que de las cuatro plantas sólo se podía
cosechar todo el tomate si se quería
producir semillas, ya que el resto, de cosecharlos para
comerlos no llegaban a producirlas.
De los paquetes de semillas que me dio Lau no sólo coseché
esas verduras (aunque la única de las
cuatro que es bastante verde es la lechuga) sino que también
coseché semillas, conocimiento y
muchas ganas de seguir sembrando, cultivando y cosechando.
Los rabanitos, zanahorias, tomates
y lechugas que supuestamente estaban vencidos tuvieron hijos
y estos tuvieron nietos que andá a
saber en qué balcón estarán creciendo y que reunión familiar
y con amigos estarán alimentando.
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