Las cajas
Las cajas de cartón, abiertas, ocupan
casi todos los espacios que, debajo de la cama o a un costado de ella, deberían
estar vacíos en su dormitorio. Cajas con su ropa cuidadosamente doblada, con
sus cremas, sus perfumes, sus esmaltes para uñas; otras vacías, esperando la
tele o el equipo de audio que, puestas sobre otras más firmes, cantan su
libertad.
Su nueva casa es más pequeña y mucho más
que las anteriores. El alquiler es más accesible y no le exigen garantía. Su
economía ya tocó fondo y sabe muy bien que, apenas él se entere adónde está,
tendrá que subir nuevamente las cajas a un flete y buscar rápidamente, lo más
lejos posible, un nuevo hogar donde ocultarse.
En el dormitorio más pequeño su hijo,
Joaquín, aunque quisiera tener sus revistas, sus CD y juguetes dispersos,
también está obligado a tenerlo todo guardado en cajas.
Joaquín, de nueve años, sale de la casa
solamente para tomar el colectivo que lo lleva hasta su nueva escuela. Es
tímido, retraído, no tiene amigos en el colegio ni en el barrio, siempre está
solo. Sabe que, si entabla amistad con alguien, lo perderá, tendrá que irse sin
despedidas, lo extrañará, deberá dar explicaciones de por qué vive una vida de
encierro, explicar los no puedo ante cualquier invitación. Ya aprendió que lo mejor es estar solo, ensimismado, metido en su cuarto.
Siempre están bien cerradas las ventanas
y la puerta del frente de la casa, igual que las demás. El olor a encierro está
metido en todas las cosas y en todas las cajas.
Hoy, domingo, la incansable madre
prepara el desayuno preferido de Joaquín. Siempre trata de darle lo mejor; ya sufrieron
demasiado. Después irá hasta la feria, ahí a la vuelta, y comprará todo para
cocinarle canelones como le gustan a él. Siempre que hace canelones cocinan
juntos, se ríen, se divierten y se olvidan.
Joaquín, con los ojos pegados, despeinado,
se levanta y, llevado por el olor, se arrima a su madre en la cocina. Sorteando
las cajas en el piso la saluda con un beso y un buenos días que ella responde
con un abrazo; luego, se sienta impaciente a esperar el desayuno.
La orgullosa madre pone, frente a él, un
plato con pan, huevos revueltos, panchos y una taza de chocolate caliente.
―Hoy hice tu preferido.
―Gracias,
mami ―responde Joaquín, sonriendo agradecido.
Ella, mientras lava los platos, lo mira
feliz. A veces se le borra la sonrisa pensando que daría cualquier cosa, su
vida entera, para que tuviera una vida normal como todos los demás niños.
Sacándola de sus pensamientos, Joaquín señala
la puerta rústica y, con la boca llena, le pregunta:
―Mami, ¿qué hay detrás de esa puerta?
―¿Esa puerta? el sótano; ¿te acordas que
nos dijeron que la casa tiene sótano? Bueno, es ese.
Joaquín recordó sus últimos sueños, sus
últimas pesadillas.
― ¿Y por qué no la abrimos y vemos
qué hay, mami?
― ¿Y qué va a haber ahí más que
arañas y todo tipo de bichos? Dejá. Mejor ni entrar. Escúchame, voy a la feria,
¿queres venir conmigo?
Joaquín, sin dejar de mirar la puerta,
respondió que quería ver un nuevo programa en la tele y se fue para su cuarto.
Esperó hasta escuchar el grito de la madre “¡ya vengo!”, el golpe de la puerta
al cerrarse y las llaves trancando la cerradura de arriba y luego la de abajo. Fue
a la cocina. Se paró frente a la puerta del supuesto sótano. Sacó de su
bolsillo una vieja y misteriosa llave que una noche apareció en su cuarto. La
probó y la puerta se abrió. La empujó, prendió la linterna, alumbró y vio otra
puerta también cerrada. Se quedó paralizado, quieto, pensando. Sacó ánimo de su
interior y caminó hacia ella. Tomó el pestillo con fuerza, a pesar de sus
temblorosas y sudadas manos, y suavemente la empujó; daba paso a una escalera
que descendía hacia la oscuridad. Comenzó a bajar lentamente, alumbrando con su
linterna. Se le apareció una pieza vacía, desnuda, oscura y, al final, otra
puerta igual que la anterior. La abrió con la misma llave y se encontró con otra
escalera que lo desafiaba a continuar.
Una pieza lleva a otra y esa a otra más
y luego a otra escalera que baja. Todas vacías, con el mismo olor a encierro
que su cuarto, que su casa, con telas de
arañas que cuelgan de todos lados como le había advertido su madre. Pero no se
detuvo. Quería enfrentarlo, como en sus sueños, derribarlo, sacarlo de su
desgraciada vida y, sobre todo, de la de su querida madre.
Ya había abierto cuatro puertas y bajado
otro tanto de escaleras. Se imaginó que estaría cerca del centro de la tierra. Ahora,
delante de sí, una puerta sin pestillo ni cerradura. Sus pensamientos lo
confundieron y se asustó más cuando todas las puertas a sus espalda se cerraron
violentamente; el golpe pareció una explosión en su cabeza. Se sintió más
encerrado que antes. “Él ya está acá” se dijo y sacó la espada, la que su madre
le había regalado para su cumpleaños. Apuntó con ella y su linterna en todas
direcciones. “Me atacará por la espalda” pensó, pero no fue así. Esa puerta se
abrió lentamente chirriando, la puerta del infierno. Una sombra se divisó,
primero su cabeza y luego todo su cuerpo como si viniera de un lugar iluminado.
El calor de las llamas de fuego enrojeció aún más su cara. Los pasos fueron
cada vez más fuertes y el olor a ese maldito perfume que Joaquín reconoció
enseguida se le aproximó. “Es él” se dijo, aspirando fatigado por la nariz,
controlando su miedo.
El gigante ocupó todo el espacio vacío
de la puerta abierta; sus dientes, tras la sonrisa, brillaron alumbrados por la
luz de la linterna, miró al niño detenido.
―¡Sabes que no puedes conmigo! ―le dijo, con una voz que parecía un trueno y
agregó― ¡nunca has podido, ni tu ni tu
madre!; ¡siempre los he encontrado!
Joaquín respiró hondo. La espada en su
mano tembló, pero no se dejó dominar por el miedo, lo expulsó de sí y, con voz
de niño pero firme, le contestó:
―¡He bajado para matarte y para que
nos dejes en paz! ¡Nunca más nos vas a tocar!
La risa del gigante inundó la pieza;
seguro la ciudad entera la escuchó, pensó el niño; sonó en su cabeza mucho más
fuerte que los truenos pasados cuando vivían juntos y, con la misma intensidad,
el gigante continuó:
―¡Soy
tu padre, nunca aprenden, deben respetarme, obedecerme!
El gigante comenzó a caminar tercamente
hacia el que lo esperó, espada en mano repitiendo "ustedes me
pertenecen". El piso de madera tembló bajo sus pies a cada paso.
El niño sintió cómo su espada atravesaba
el cuerpo del gigante, a la altura del pecho; lo vio, tirado, moribundo,
llorando, implorando perdón, pero cesó su imaginación cuando sintió la pesada
mano sobre su cara y cayó. Era el gigante quien reía sin parar.
―¡Nunca más nos tocarás! ―le gritó el niño, cambiando su expresión de
miedo por furia.
―¡Hoy te venceré o moriré! ―se sobrepuso lanzando un alarido de rabia
contenida, con la espada apuntándole y la sintió en su mano como penetraba el
pecho de su ex padrastro. Cayó pesadamente de espaldas, Joaquín se animó a
abrir sus ojos y vio como desaparecía dejando una mancha negra sobre la madera
del piso. La puerta al infierno se cerró y las que estaban a su espalda se
abrieron. Subió, trancando con llave cada puerta que se le abría, llorando,
desahogando su miedo.
La madre al regresar lo encontró sacando
todas las cosas de las cajas, que ahora se amontonaban vacías en un rincón.
―¿Qué haces Joaquín?
―Somos libres ma, libres, no cierres la
puerta, déjala ―mostrándole la espada,
la que ella le había regalado para matar los monstruos de sus pesadillas.
Ariel Azor
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