› A LOS 84 AÑOS, MURIO AYER ALFREDO ALCON
El hombre que fue un gigante en el escenario
Con una humildad nunca impostada, actuó en cincuenta películas y otras tantas obras teatrales, y le dio una personal distinción a todo lo que hizo en la pantalla chica.
Por Hilda Cabrera
“El otro es siempre un misterio”, decía el querido Alfredo Alcón cuando creía no hallar la palabra exacta para definir a un personaje, y hacía silencio, dejando en quien con él dialogaba la sensación de que era necesario seguir hablando, porque este artista que vivió apasionado por su trabajo y sus afectos atesoraba una sabiduría contagiosa. Con Alfredo se aprendía sin que en su humildad adoptara la actitud del maestro. Lo divertía escapar del halago empalagoso y emboscar los miedos pensando que eran “formas de la imaginación y no formas de la cobardía que conducen a la parálisis”. Esa estrategia que enfría la mente y permite ver claro lo llevaba a rescatar las facetas más vulnerables de los personajes que interpretaba. Su trayectoria ha sido vasta y poderosa, y pudo finalizarla con la obra de uno de sus más admirados autores, el irlandés Samuel Beckett. En su último trabajo fue el ciego y paralítico Hamm de Final de partida, puesta que además dirigió en base a una traducción de Francisco Javier. Tal vez quiso en la hondura de su juego actoral –en el despliegue de un texto que amaba y en el que hallaba música– renovar el deseo, tan presente en sus trabajos, de “oír al otro”, a sus compañeros, antes que a sí mismo. Alfredo Alcón, ineludible protagonista de la cultura argentina en los últimos sesenta años, murió ayer en Buenos Aires, a los 84 años; el velatorio realizado desde ayer en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la Nación finalizará hoy con un cortejo fúnebre que pasará a las 10 de la mañana por su querido Teatro General San Martín, antes de depositar sus restos en el Panteón de Actores del cementerio de la Chacarita.
Con auténtica sencillez, Alcón creaba instantes poéticos dentro y fuera del escenario. Era suficiente mencionar una obra o un autor para que recordara versos o reflexionara con sensibilidad y agudeza sobre situaciones ceñidas al teatro y a la vida. Se lo veía dueño de sus fortalezas y debilidades, y así impresionaba al actuar. Era esa imagen la que transmitía en obras tan diferentes como El gran regreso, del belga Serge Kribus, que también dirigió en colaboración con Osvaldo Bonet; y Las variaciones Goldberg, de George Tabori, en una puesta de Roberto Villanueva. Si bien su lugar era la escena fue convocado por el cine (ver aparte), y se incorporó a la televisión cuando se trasladaban piezas fundamentales, como Espectros, de Henrik Ibsen; y Calígula, de Albert Camus.
Inolvidable fue su trabajo en Recital Ibsen, junto a Elena Tasisto, una delicada amiga del alma; y su desempeño junto a Norma Aleandro en Largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O’Neill; y Escenas de la vida conyugal, de Ingmar Bergman. Capaz de estremecer a la platea, se prodigó en Los caminos de Federico, espectáculo sobre textos del poeta y dramaturgo granadino (material que ha sido editado en CD por el Teatro San Martín). La intensidad de este trabajo, celebrado a nivel internacional, así como el estreno, en 1987, en Madrid, de la surrealista El público, también de García Lorca, motivaron la publicación de una carta abierta al actor firmada por quien era el director de estos espectáculos. “Sólo desde la silla desde donde uno dirige se puede comprobar el respeto como actor y como ser humano que los demás te tenemos”, escribió entonces el catalán Lluìs Pasqual, en el periódico El País, de Madrid.
Amaba su oficio y recibía homenajes sin que los numerosos galardones obtenidos menguaran su inquietud a la hora de presentarse ante el público. Confesaba sentir la garganta seca, estado que le costaba controlar porque se consideraba inseguro, aun cuando en su caso esa sensación de vulnerabilidad significaba ser auténtico, porque al actuar –decía– revelaba todas sus debilidades. Disfrutaba al observar que su interlocutor valoraba las anécdotas que introducía en el diálogo. Evaluaba la impresión que causaba su relato y con gesto inocente preguntaba si divertía. En teatro se animó a dirigir obras complejas, como En la soledad de los campos de algodón, del francés Bernard-Marie Koltès, donde se fundían territorialidad y deseo. Su composición del derrumbado Willy Loman, en Muerte de un viajante, de Arthur Miller, fue otro hallazgo. Era el “hombre común” que compró ilusiones en tiempo de crisis. “Una actitud –opinó entonces– tan cercana a esta locura nuestra de prendernos a algo que creemos nos va a salvar.”
Supo integrarse a espectáculos de distinto formato, participando en el Programa de Danza de Julio Bocca y el Ballet Argentino, que dirigió Norma Aleandro, en el Luna Park. Allí interpretó Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías con el desgarro que exige el lamento. La alianza artística con Pasqual dio lugar a numerosos espectáculos: La vida del rey Eduardo II de Inglaterra, de Christopher Marlowe, en versión de Bertolt Brecht; La Tempestad, de William Shakespeare; y Haciendo Lorca donde actuó junto a la catalana Nuria Espert. Textos dolorosos y ambiguos que para Alcón eran “siempre nuevos”. Y esto lo decía en relación a todos sus trabajos: “No salgo a escena apoyado en la experiencia, salgo con el miedo que implica vivir cada función como un hecho nuevo”. Y era así en este artista que sostenía “no haber hecho nada bien” en el Conservatorio Nacional de Música y Arte Escénico, de donde egresó. Se inició en el ciclo radial Las dos carátulas, fue galán de radioteatros y debutó en cine como pareja de Mirtha Legrand en El amor nunca muere (1955). Dueño de una voz que sorprendía por la variedad de tonos, la riqueza e intencionalidad del fraseo y la potencia expresiva, estudió con maestros que no olvidaba; y maestras, como la exiliada actriz y directora barcelonesa Margarita Xirgu que lo dirigió en Yerma, junto a María Casares (1964). Otra artista, guía y amiga, fue la argentina Milagros de la Vega, con quien actuó, entre otros títulos, en Romance de lobos, de Ramón del Valle Inclán, y puesta de Agustín Alezzo (1970). En las entrevistas solía recordar a la actriz Inda Ledesma que lo dirigió en Israfel, de Abelardo Castillo. Allí era el poeta y escritor Edgar Allan Poe. La lista de obras es larga, pero tal vez alcance con mencionar su labor en las medulares Panorama desde el puente, Las brujas de Salem, De pies y manos, Lorenzaccio, Peer Gynt (con dirección de Omar Grasso); Hamlet, Enrique IV y Rey Lear. Hubo un tiempo en que se lo encasilló como intérprete de obras clásicas sin advertir su destreza actoral para el humor y la broma que, libre de prejuicios, logró demostrar en comedias y en la escena clásica.
Cuando memoraba sus comienzos en el cine recuperaba el nombre de Leopoldo Torre Nilsson y de las películas en las que fue dirigido, la primera, Un guapo del 900. “Era un gusto filmar con este realizador aunque él no se hallaba conforme con su trabajo”, apuntaba. Durante una de sus numerosas estadías en España, participó en varios films; algunos, como Los inocentes (1964), de Juan Antonio Bardem, logró importantes premios. Fue protagonista en las películas históricas de Torre Nilsson, personificando a San Martín y Güemes; y compuso personajes tomados de la literatura: Erdosain de Los siete locos (1973) y Juan Carlos Etchepare, de Boquitas pintadas. Actuó en más de cincuenta películas y, en la televisión, en los lejanos ciclos que dirigió David Stivel dedicados a piezas de teatro, Yerma y Hamlet, entre otras. En los últimos años se lo vio en Misión rescate, El prontuario del Señor K, Vulnerables, En el nombre del padre y Herederos de una venganza.
“Las grandes obras, como las personas, son demasiado complejas para definirlas. Tendemos a clasificar porque tenemos miedo del caos que es la vida”: Alcón se revelaba en esta y otras frases, apuntando a una defensa de un oficio que, en su caso, se convertía en defensa ante la tragedia. Y a modo de ejemplo mencionaba a Shakespeare y el “humor filosófico” de un pasaje de Hamlet: la escena entre el sepulturero y Hamlet, en la que éste le pregunta cuánto tarda un hombre en pudrirse. La respuesta del enterrador le resultaba exacta: “Depende de cómo era antes de morir”.
Alfredo Félix Alcón Riesco (su nombre completo) sabía atravesar los laberintos de la actuación, y por eso fue el gran intérprete del Ricardo III que adaptó y dirigió Agustín Alezzo, donde la tragedia admitía elementos de la picaresca en el cruel duque aspirante al trono. Artista solidario, reaccionó ante situaciones de ataque a la libertad, y ofreció su apoyo a causas que consideraba justas. Fue uno de los artistas que colaboró en las lecturas de Teatro X la Identidad y, en los ’90, en los recitales de poesía en defensa de la recuperación del Teatro Payró, amenazado por la topadora. Se lo veía feliz al descubrir belleza en las frases más sencillas y haber interpretado grandes textos. Agradecía a la “gente extraordinaria” que conoció y al público que –decía con franca humildad– “me acompañó con afecto más allá de que estuviera bien o mal en mi papel”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario