lunes, 15 de octubre de 2012

CONCURSO DE POESÍA Y CUENTO CORTO


FRENESI                                                                                                                                                                                                                                                               Sus días transcurrían en el sopor de un amoroso aguardar.



Matemáticamente, a la una de la tarde, velaba su teléfono cual mágico fetiche.



Ni la responsable visión cansina del gotero del suero, en aquél anterior suyo lecho de moribundo, conoció un grado de harta concentración como el que ahora le consumía.



Es que de allí surgiría el llamado del cual acaso sobrevendría renovado otro anhelado adicional encuentro de bocas, de cuerpos, de intelectos, de fríos y calores y cuitas al ensueño de compartir.



Buscarse nada tenía de primigenio o histórico entre una mujer con el hombre que ya la extraña al instante que se separan.



Tampoco era palmariamente particular ese volcarse súbito para con ella que –como mujer– había constituido formalmente su inesperado último despertar a la vida afectiva que por tan trotada sorprendía como primera pasión.



Bastó el transcurso del tiempo, que para muchos pasa inadvertidamente, para que el llamado de uno determinara inequívocamente la respuesta del otro y el deseo en ambos.



Ahora, visceralmente unidos, era absolutamente posible reeditar tal o mejor que como antes ya lo habían vivido por separado y sentido en superficie previo a conocerse a dos en uno.



Radicaba una calidad especial al mutuo encuentro vital, al lograr visualizar lo seguro de queridos reencuentros; pero anteriores experiencias tenían a dos amándose y ahora coincidían que eran uno.



No era nada más que un específico reconocer mil encuentros presentes del futuro; vidas tan dispares que, de alejarse se extrañarían ambos al punto que lo recordarían como sentencia con mayor frecuencia de lo imaginado.



Entonces nada brotaba al azar sino que se liberaba en disfrutable presencia mucho calor acumulado en alternadas ausencias y que restaba por compartir.



Y alcanzaba a saberse en puerta la empresa para la que se desatara tal inaudita revolución sensorial.



Habían vivido horas increíbles, pero asumían cada uno su realidad.



Habían resultado comprometidos con esos mundos que les envolvían, pero guardaban la frescura del propio mundo que construían y aspiraban entonces llevar perdurable sin temor alguno.



La mañana resultaba corta, ante la deslumbrante posibilidad de oteos y atisbos visuales, pero las tardecitas que le antecedieron acumulaban la fuerza que combatiere eventual desazón de otra noche en soledad, de otro superar conocidas tinieblas a la espera de otra nueva y corta mañana y de la ilusión de soportar hasta el planeado encuentro personal.



Él giró sobre su cuerpo, hubo un mover casi imperceptible de labios, y entre sueños lo ideal degeneró.



Ahora, los días pasaban, y la meticulosa cuanta obcecada observación del teléfono dio paso a la personalización en ese aparato de aquella su deliciosa mujer.



Y casi sin percatarse desnaturalizaba lo hermoso por humano del tan aspirado ser.



Un grisáceo a negruzco espiral lo absorbía en ese teléfono de tan femenina corporeidad ideal; pero ella nunca sonaba y parecía aturdir con tal silencio.



Y el marasmo de las profundidades impedía recuperarse; y estar fuera de sí conducía cada vez más y más a peligrosa enajenación.



A pesar del desvarío conductual, recordaba aquella máxima bien internalizada respecto a que cuando las cosas no funcionan... en la infancia no se cuenta mayor imaginación que resolverlo mediante una pelea; pero, si se está entre adultos la separación el único remedio.



Llegó la fatídica hora; y antes de unirse ya estaban separados.



Con su teléfono, él mantuvo largos coloquios; la decisión no fue fácil, dado que les insumió tiempo imaginar la mejor salida.



A él, tan débil ya por soledades, no se le ocurría nada.



A ella, en su aparatosa tele cosificación, le debatía el auxilio componedor.



Y así padecieron él y su teléfono; iban restando magnetismo y convirtiendo el calor del desvarío inicial en una relación intrascendente.



Entre tanto, ella –la real por humana– muy lejos de tal devenir, resolvía llegada la oportunidad de conectarse y vivir lo vivible. Y lo intentó...



El teléfono, que tanto se había prestado al desgaste por profundas meditaciones, no resultaba hábil intermediario.



Y el varón –él, que quería y creía ser su hombre– no podía convencerse de esa fantasmagórica aparición fónica del que contuvo como amor y ya desde tiempo tenía por muerto.



Nadie supo más de él, pero cada vez que ella accede a la introspección, cuando sopesa y mide los encuentros vitales, y de sobremanera se excita con su solo recuerdo, muy lejos por la cuarta dimensión en la línea del tiempo es que entonces, él, recobra parcialmente su juicio, grita ferozmente el nombre de la que no está, y rompe a llorar profundamente.



La angustia arrollaba perturbando su ánimo en sus deseados últimos estertores vitales cuando, al despertar exaltado del anterior furioso delirio, la halló a su lado: allí, ella con toda su naturaleza adormecida plácidamente acurrucada.



Despertarla y hacer el amor fue a uno, para después compartir el relato de las distancias con que se viven las separaciones; y, con un cafecito postular jamás abandonar ese lecho y entre lectura de borras volver a hacer el amor.


CARLOS BARROS PONS




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