FRENESI
Sus días
transcurrían en el sopor de un amoroso aguardar.
Matemáticamente,
a la una de la tarde, velaba su teléfono cual mágico fetiche.
Ni la
responsable visión cansina del gotero del suero, en aquél anterior suyo lecho
de moribundo, conoció un grado de harta concentración como el que ahora le
consumía.
Es que de
allí surgiría el llamado del cual acaso sobrevendría renovado otro anhelado
adicional encuentro de bocas, de cuerpos, de intelectos, de fríos y calores y
cuitas al ensueño de compartir.
Buscarse
nada tenía de primigenio o histórico entre una mujer con el hombre que ya la
extraña al instante que se separan.
Tampoco
era palmariamente particular ese volcarse súbito para con ella que –como mujer–
había constituido formalmente su inesperado último despertar a la vida afectiva
que por tan trotada sorprendía como primera pasión.
Bastó el
transcurso del tiempo, que para muchos pasa inadvertidamente, para que el
llamado de uno determinara inequívocamente la respuesta del otro y el deseo en
ambos.
Ahora,
visceralmente unidos, era absolutamente posible reeditar tal o mejor que como
antes ya lo habían vivido por separado y sentido en superficie previo a
conocerse a dos en uno.
Radicaba
una calidad especial al mutuo encuentro vital, al lograr visualizar lo seguro
de queridos reencuentros; pero anteriores experiencias tenían a dos amándose y
ahora coincidían que eran uno.
No era
nada más que un específico reconocer mil encuentros presentes del futuro; vidas
tan dispares que, de alejarse se extrañarían ambos al punto que lo recordarían
como sentencia con mayor frecuencia de lo imaginado.
Entonces
nada brotaba al azar sino que se liberaba en disfrutable presencia mucho calor acumulado
en alternadas ausencias y que restaba por compartir.
Y
alcanzaba a saberse en puerta la empresa para la que se desatara tal inaudita
revolución sensorial.
Habían
vivido horas increíbles, pero asumían cada uno su realidad.
Habían
resultado comprometidos con esos mundos que les envolvían, pero guardaban la
frescura del propio mundo que construían y aspiraban entonces llevar perdurable
sin temor alguno.
La mañana
resultaba corta, ante la deslumbrante posibilidad de oteos y atisbos visuales,
pero las tardecitas que le antecedieron acumulaban la fuerza que combatiere
eventual desazón de otra noche en soledad, de otro superar conocidas tinieblas
a la espera de otra nueva y corta mañana y de la ilusión de soportar hasta el
planeado encuentro personal.
Él giró
sobre su cuerpo, hubo un mover casi imperceptible de labios, y entre sueños lo
ideal degeneró.
Ahora,
los días pasaban, y la meticulosa cuanta obcecada observación del teléfono dio
paso a la personalización en ese aparato de aquella su deliciosa mujer.
Y casi
sin percatarse desnaturalizaba lo hermoso por humano del tan aspirado ser.
Un
grisáceo a negruzco espiral lo absorbía en ese teléfono de tan femenina
corporeidad ideal; pero ella nunca sonaba y parecía aturdir con tal silencio.
Y el
marasmo de las profundidades impedía recuperarse; y estar fuera de sí conducía
cada vez más y más a peligrosa enajenación.
A pesar
del desvarío conductual, recordaba aquella máxima bien internalizada respecto a
que cuando las cosas no funcionan... en la infancia no se cuenta mayor
imaginación que resolverlo mediante una pelea; pero, si se está entre adultos
la separación el único remedio.
Llegó la
fatídica hora; y antes de unirse ya estaban separados.
Con su
teléfono, él mantuvo largos coloquios; la decisión no fue fácil, dado que les
insumió tiempo imaginar la mejor salida.
A él, tan
débil ya por soledades, no se le ocurría nada.
A ella,
en su aparatosa tele cosificación, le debatía el auxilio componedor.
Y así
padecieron él y su teléfono; iban restando magnetismo y convirtiendo el calor
del desvarío inicial en una relación intrascendente.
Entre
tanto, ella –la real por humana– muy lejos de tal devenir, resolvía llegada la
oportunidad de conectarse y vivir lo vivible. Y lo intentó...
El
teléfono, que tanto se había prestado al desgaste por profundas meditaciones,
no resultaba hábil intermediario.
Y el
varón –él, que quería y creía ser su hombre– no podía convencerse de esa
fantasmagórica aparición fónica del que contuvo como amor y ya desde tiempo
tenía por muerto.
Nadie
supo más de él, pero cada vez que ella accede a la introspección, cuando sopesa
y mide los encuentros vitales, y de sobremanera se excita con su solo recuerdo,
muy lejos por la cuarta dimensión en la línea del tiempo es que entonces, él,
recobra parcialmente su juicio, grita ferozmente el nombre de la que no está, y
rompe a llorar profundamente.
La
angustia arrollaba perturbando su ánimo en sus deseados últimos estertores
vitales cuando, al despertar exaltado del anterior furioso delirio, la halló a
su lado: allí, ella con toda su naturaleza adormecida plácidamente acurrucada.
Despertarla
y hacer el amor fue a uno, para después compartir el relato de las distancias
con que se viven las separaciones; y, con un cafecito postular jamás abandonar
ese lecho y entre lectura de borras volver a hacer el amor.
CARLOS BARROS
PONS