Túnez
Cuarto Poder
Coincidiendo con el quinto aniversario de la revolución, Túnez bulle de nuevo, en un déjà vu que augura muchas dificultades. Todo lo hemos visto ya. Todo se repite. El pasado viernes en Kasserine, ciudad del centro-oeste a 300 km. de la capital, un joven parado de 28 años, Ridha Yahyaoui, protestaba después de que su nombre desapareciera de una lista de contratos públicos; con más o menos conciencia de lo que hacía, se subió a una torre eléctrica y murió electrocutado. Así empezó en 2008, también en enero, la revuelta en la cuenca minera; así empezó en 2011 la intifada que, también en enero, derrocó a Ben Ali. Siempre empieza todo con un joven parado que, en el colmo de la desesperación, se da muerte a sí mismo, reuniendo en su persona todos los males colectivos, que de esa manera estallan a la luz del día.
El sábado 16, en respuesta a la muerte de Yahyaoui, cientos, miles de jóvenes salieron a la calle y, desde entonces, no han dejado de multiplicarse. La revuelta de Kasserine se ha extendido a Sidi Bouzid, Tala, Meknassi, Kairouan, las regiones donde nació la revolución en 2011, y ha alcanzado luego, como una onda explosiva, el norte y el sur, hasta cubrir el conjunto del país. El martes, las protestas llegaron a Túnez capital, delante del Ministerio del Interior, a la misma avenida Bourguiba donde el 14 de enero de 2011 una multitud inesperada expulsó al dictador. Volvieron a escucharse consignas familiares: “el pueblo quiere la caída del régimen” o “trabajo, libertad, dignidad nacional”, a las que se añadieron otras nuevas: “el trabajo es un derecho, banda de ladrones” o “te han engañado, ciudadano, te han dado pobreza y te han dado hambre” o “vergüenza vergüenza, gobernantes, Kasserine arde”. En seis días ya de protestas, con un toque de queda impuesto el domingo en la región y reiteradamente violado desde entonces, los enfrentamientos con la policía y el ejército se agravan, con el balance hasta el momento de un policía muerto y centenares de jóvenes heridos. Se asaltan sedes locales del gobierno y oficinas ministeriales, a veces sin mucha resistencia por parte de las fuerzas de seguridad, que sin duda han recibido órdenes del ministro de evitar las víctimas mortales.
El gobierno, en efecto, tiene miedo. Habida cuenta de la crisis política y de la situación regional, presionado sin duda desde el exterior y por la propia sociedad civil (incluido el sindicato UGTT, pieza clave del llamado ‘diálogo nacional’) se ha precipitado a convocar comisiones, organizar visitas parlamentarias y hacer promesas que no puede cumplir: contratación de 5.000 jóvenes de Kasserine, transformación de tierras colectivas en propiedad privada, financiación de 500 proyectos por parte del banco central, inversión en construcción de carreteras y puentes, refuerzo del parque de ambulancias, consolidación de la medicina especializada en la región. Ninguna varita mágica puede cambiar en un día lo que no se ha cambiado en cinco años y las familias desesperadas, por lo demás, no tienen ninguna confianza en la nueva vieja clase política. No será fácil desactivar la revuelta con promesas y este gobierno -o cualquier otro- no puede dar otra cosa.
Hace cinco años, a finales de enero de 2011, Kasserine no festejaba la caída del régimen. Exigía. Se dolía. Nunca olvidaré el barrio de Hay Zuhur ni los cientos de jóvenes que acudían airados a exponernos agravios y reclamar enderezos. El término ‘karama’ (dignidad), lanzado al aire contra las balas y los golpes, definía, por contraste, el mundo que querían dejar atrás: esa ‘miseria vital’ que ellos identificaban con el desempleo, la corrupción y la represión, íntimamente asociadas. Pues bien, lo que demuestra hoy la muerte de Yahyaoui y la reacción colectiva posterior es que en estos cinco años, para los jóvenes de Kasserine, para los jóvenes de las regiones del interior, para los jóvenes de la periferia capitalina, nada ha cambiado. Todo se repite. O mejor dicho: se repite el impulso desesperado, pero en un medio más opaco y menos esperanzado; se repite en un mundo empeorado que ha perdido, además, su legitimidad.
Las transformaciones políticas, apreciables pero muy frágiles, no han ido acompañadas de ninguna transformación económica y social. Aún más: la propia pugnacidad del proceso político ha hecho olvidar las causas sociales que lo pusieron en marcha en 2011. La ‘miseria vital’ -paro, corrupción, represión- no sólo no se ha aliviado sino que ha aumentado. En Kasserine el desempleo dobla la media nacional, oficialmente del 17%; el acceso al agua potable no llega al 26%, mientras que en el conjunto del país es del 56%; la tasa de analfabetismo (32%) es casi tres veces mayor; la esperanza de vida siete años menor; el índice de mortalidad infantil el doble; el índice general de desarrollo el 0,16 frente al 0,76 a escala nacional.
En este contexto, la dependencia individual de un Estado fallido alimenta los lazos vergonzantes, exactamente igual que bajo Ben Ali. Para acceder a un trabajo público -los únicos que hay- es necesario pagar un soborno a un funcionario o tener algún contacto privilegiado. A lo que se añade, en los últimos años, la amenaza terrorista, particularmente presente en la región de Kasserine, en la frontera con Argelia, con el monte Chambi, frecuentado por los yihadistas y escenario de combates, como centro de todas las alertas. Esta amenaza ha intensificado la presión policial y militar sobre la región, cuyos jóvenes se ven doblemente criminalizados, por su pobreza y su juventud, como siempre, pero ahora también como potenciales terroristas. Ignorando los datos arriba citados, algunos medios han cuestionado, de forma infame, la espontaneidad de las protestas, insinuando la infiltración de yihadistas en las manifestaciones. Este tipo de manipulaciones, junto a la represión y la pobreza, son casi una invitación en esa dirección.
Aunque sólo se recuerda -cuando se recuerda- el de Mohamed Bou Azizi, a lo largo de los últimos años ha habido muchos suicidios sociales en Túnez, antes y después de la revolución. Impresionaba mucho el martes pasado, en medio de las protestas de Kasserine, la visión de un puñado de jóvenes encaramados en una azotea que amenazaban con ‘un suicidio colectivo’. Dos de ellos, al parecer, se arrojaron al vacío y están heridos. Me acordaba de un relato terrible de Platonov en el que la población entera de una ciudad se desplazaba cientos de kilómetros para pedir al tirano que los matara de una vez. No estamos hablando de ‘suicidios’. Estamos hablando de jóvenes que tienen que cargar con su cuerpo inútil de la mañana a la noche -un cuerpo que nadie reclama y que estorba en todas partes- y que deciden ‘utilizarlo’, cuando no parece ya posible ningún uso, en beneficio de todos. ¿Es posible imaginar una situación más atroz que aquella en la que un cuerpo joven, en la plenitud de las fuerzas, no encuentra otra forma de servir al bien común que suprimiéndose a sí mismo? En esta situación no puede extrañar que el Foro Tunecino por los Derechos Económicos y Sociales, con el apoyo de la organización internacional Abogados sin Fronteras, haya solicitado oficialmente a la Instancia Verdad y Dignidad, responsable de la Justicia Transicional y en principio competente sólo para casos individuales, su reconocimiento como ‘región víctima’. No hay precedentes en el mundo árabe, y muy pocos en el mundo, de una cosa así. Pero cuando todos los jóvenes de una ciudad y de una región quieren suicidarse -como protesta contra la pobreza y la corrupción- hay que considerar esa ciudad y esa región como sujetos colectivos que reclaman, y a los que se debe, justicia improrrogable.
El déjà vu de Kasserine de estos días, como decíamos, es una repetición, pero ningún gesto se repite en el mismo mundo. No hay monotonía en la historia. Hoy no es la dictadura sino la democracia la que no puede satisfacer las demandas legítimas de estos jóvenes; y es muy peligroso que una democracia mal asentada, en un contexto adverso, entre la tentación del orden y la tentación del caos, se desprestigie a los ojos de sus ciudadanos más desfavorecidos. Muchos lo advirtieron hace cinco años: o las instituciones democráticas se ocupan de los problemas sociales y económicos de su gente o Túnez, por una vía u otra, se sumergirá en la violencia. Ojalá no sea demasiado tarde.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/01/22/kasserine-otra-vez-la-revuelta/8085
El sábado 16, en respuesta a la muerte de Yahyaoui, cientos, miles de jóvenes salieron a la calle y, desde entonces, no han dejado de multiplicarse. La revuelta de Kasserine se ha extendido a Sidi Bouzid, Tala, Meknassi, Kairouan, las regiones donde nació la revolución en 2011, y ha alcanzado luego, como una onda explosiva, el norte y el sur, hasta cubrir el conjunto del país. El martes, las protestas llegaron a Túnez capital, delante del Ministerio del Interior, a la misma avenida Bourguiba donde el 14 de enero de 2011 una multitud inesperada expulsó al dictador. Volvieron a escucharse consignas familiares: “el pueblo quiere la caída del régimen” o “trabajo, libertad, dignidad nacional”, a las que se añadieron otras nuevas: “el trabajo es un derecho, banda de ladrones” o “te han engañado, ciudadano, te han dado pobreza y te han dado hambre” o “vergüenza vergüenza, gobernantes, Kasserine arde”. En seis días ya de protestas, con un toque de queda impuesto el domingo en la región y reiteradamente violado desde entonces, los enfrentamientos con la policía y el ejército se agravan, con el balance hasta el momento de un policía muerto y centenares de jóvenes heridos. Se asaltan sedes locales del gobierno y oficinas ministeriales, a veces sin mucha resistencia por parte de las fuerzas de seguridad, que sin duda han recibido órdenes del ministro de evitar las víctimas mortales.
El gobierno, en efecto, tiene miedo. Habida cuenta de la crisis política y de la situación regional, presionado sin duda desde el exterior y por la propia sociedad civil (incluido el sindicato UGTT, pieza clave del llamado ‘diálogo nacional’) se ha precipitado a convocar comisiones, organizar visitas parlamentarias y hacer promesas que no puede cumplir: contratación de 5.000 jóvenes de Kasserine, transformación de tierras colectivas en propiedad privada, financiación de 500 proyectos por parte del banco central, inversión en construcción de carreteras y puentes, refuerzo del parque de ambulancias, consolidación de la medicina especializada en la región. Ninguna varita mágica puede cambiar en un día lo que no se ha cambiado en cinco años y las familias desesperadas, por lo demás, no tienen ninguna confianza en la nueva vieja clase política. No será fácil desactivar la revuelta con promesas y este gobierno -o cualquier otro- no puede dar otra cosa.
Hace cinco años, a finales de enero de 2011, Kasserine no festejaba la caída del régimen. Exigía. Se dolía. Nunca olvidaré el barrio de Hay Zuhur ni los cientos de jóvenes que acudían airados a exponernos agravios y reclamar enderezos. El término ‘karama’ (dignidad), lanzado al aire contra las balas y los golpes, definía, por contraste, el mundo que querían dejar atrás: esa ‘miseria vital’ que ellos identificaban con el desempleo, la corrupción y la represión, íntimamente asociadas. Pues bien, lo que demuestra hoy la muerte de Yahyaoui y la reacción colectiva posterior es que en estos cinco años, para los jóvenes de Kasserine, para los jóvenes de las regiones del interior, para los jóvenes de la periferia capitalina, nada ha cambiado. Todo se repite. O mejor dicho: se repite el impulso desesperado, pero en un medio más opaco y menos esperanzado; se repite en un mundo empeorado que ha perdido, además, su legitimidad.
Las transformaciones políticas, apreciables pero muy frágiles, no han ido acompañadas de ninguna transformación económica y social. Aún más: la propia pugnacidad del proceso político ha hecho olvidar las causas sociales que lo pusieron en marcha en 2011. La ‘miseria vital’ -paro, corrupción, represión- no sólo no se ha aliviado sino que ha aumentado. En Kasserine el desempleo dobla la media nacional, oficialmente del 17%; el acceso al agua potable no llega al 26%, mientras que en el conjunto del país es del 56%; la tasa de analfabetismo (32%) es casi tres veces mayor; la esperanza de vida siete años menor; el índice de mortalidad infantil el doble; el índice general de desarrollo el 0,16 frente al 0,76 a escala nacional.
En este contexto, la dependencia individual de un Estado fallido alimenta los lazos vergonzantes, exactamente igual que bajo Ben Ali. Para acceder a un trabajo público -los únicos que hay- es necesario pagar un soborno a un funcionario o tener algún contacto privilegiado. A lo que se añade, en los últimos años, la amenaza terrorista, particularmente presente en la región de Kasserine, en la frontera con Argelia, con el monte Chambi, frecuentado por los yihadistas y escenario de combates, como centro de todas las alertas. Esta amenaza ha intensificado la presión policial y militar sobre la región, cuyos jóvenes se ven doblemente criminalizados, por su pobreza y su juventud, como siempre, pero ahora también como potenciales terroristas. Ignorando los datos arriba citados, algunos medios han cuestionado, de forma infame, la espontaneidad de las protestas, insinuando la infiltración de yihadistas en las manifestaciones. Este tipo de manipulaciones, junto a la represión y la pobreza, son casi una invitación en esa dirección.
Aunque sólo se recuerda -cuando se recuerda- el de Mohamed Bou Azizi, a lo largo de los últimos años ha habido muchos suicidios sociales en Túnez, antes y después de la revolución. Impresionaba mucho el martes pasado, en medio de las protestas de Kasserine, la visión de un puñado de jóvenes encaramados en una azotea que amenazaban con ‘un suicidio colectivo’. Dos de ellos, al parecer, se arrojaron al vacío y están heridos. Me acordaba de un relato terrible de Platonov en el que la población entera de una ciudad se desplazaba cientos de kilómetros para pedir al tirano que los matara de una vez. No estamos hablando de ‘suicidios’. Estamos hablando de jóvenes que tienen que cargar con su cuerpo inútil de la mañana a la noche -un cuerpo que nadie reclama y que estorba en todas partes- y que deciden ‘utilizarlo’, cuando no parece ya posible ningún uso, en beneficio de todos. ¿Es posible imaginar una situación más atroz que aquella en la que un cuerpo joven, en la plenitud de las fuerzas, no encuentra otra forma de servir al bien común que suprimiéndose a sí mismo? En esta situación no puede extrañar que el Foro Tunecino por los Derechos Económicos y Sociales, con el apoyo de la organización internacional Abogados sin Fronteras, haya solicitado oficialmente a la Instancia Verdad y Dignidad, responsable de la Justicia Transicional y en principio competente sólo para casos individuales, su reconocimiento como ‘región víctima’. No hay precedentes en el mundo árabe, y muy pocos en el mundo, de una cosa así. Pero cuando todos los jóvenes de una ciudad y de una región quieren suicidarse -como protesta contra la pobreza y la corrupción- hay que considerar esa ciudad y esa región como sujetos colectivos que reclaman, y a los que se debe, justicia improrrogable.
El déjà vu de Kasserine de estos días, como decíamos, es una repetición, pero ningún gesto se repite en el mismo mundo. No hay monotonía en la historia. Hoy no es la dictadura sino la democracia la que no puede satisfacer las demandas legítimas de estos jóvenes; y es muy peligroso que una democracia mal asentada, en un contexto adverso, entre la tentación del orden y la tentación del caos, se desprestigie a los ojos de sus ciudadanos más desfavorecidos. Muchos lo advirtieron hace cinco años: o las instituciones democráticas se ocupan de los problemas sociales y económicos de su gente o Túnez, por una vía u otra, se sumergirá en la violencia. Ojalá no sea demasiado tarde.
Fuente original: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2016/01/22/kasserine-otra-vez-la-revuelta/8085
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