martes, 21 de abril de 2015

miradas sobre galeano

TODOS LOS FUEGOS

Con tan sólo 31 años, Eduardo Galeano publicó el libro que lo haría famoso en todo el mundo y que en ese año, 1971, lo convirtió en el autor más prohibido del continente. Las venas abiertas de América Latina fue sin dudas una biblia laica, tercermundista y anticolonialista, un libro de historias de la historia, mitos y relatos populares. Le seguirían Memoria del fuego y Los hijos del día, entre otros títulos como Vagamundo, La canción de nosotros, que recibió el premio Casa de las Américas en 1975, y El libro de los abrazos.
 Por Juan Pablo Bertazza

En su última aparición pública, ayudó a Bolivia a mirar el mar. Fue a finales de febrero de este mismo año, cuando recibió en su casa a Evo Morales, de visita en Montevideo para asistir al cambio de presidente en Uruguay. Al aceptar de manos de Evo el libro con que Bolivia difunde su derecho soberano a tener salida al mar, dijo con una sonrisa que, en realidad, habría que llamarlo el libro del mar robado. En otro libro, en el de los abrazos (tal vez no el mejor pero quizá sí el que más revela significados de su escritura), Galeano incluyó una breve historia llamada “La función del arte”, en la que un hijo que no puede manejar su asombro le pide a su padre que lo ayude, precisamente, a mirar el mar.
Dos mundos distintos y un mismo océano: el mensaje político y la expresión artística siempre estuvieron conectados en la obra de Galeano, pero de una forma poco corriente: como si más que la política y la literatura lo importante –la función de escribir– tuviera mucho más que ver con lo otro: con el gesto de ayudar a ver.
Eduardo Galeano era de esos autores preocupados por incorporar a lo que decía las dosis suficientes de humor y de amor (cuando en las entrevistas alguien le preguntaba por el amor, casi siempre respondía con humor), y todos sus libros tienen algo terapéutico, en el sentido de que ayudan en algo: Las venas abiertas de América Latina (aun cuando su propio autor se encargara de aclarar, hace algunos años, que no releía el libro por tratarse de una etapa superada) ayudó a entender las verdaderas razones detrás del lugar de dominio geopolítico en el que el mundo se acostumbró a ubicarnos, la trilogía de Memoria del fuego (la obra que más lo enorgullecía) a expandir nuestro horizonte en relación con el cruce entre historia y cultura latinoamericanas, El fútbol a sol y sombra (donde el hincha de Nacional de Montevideo se define como “un mendigo del buen fútbol”) a ver en tiempo real la pasión por antonomasia, Espejos: una historia casi universal (con el mismo formato de historias mínimas de El libro de los abrazos), a saber mirarnos en los espejos más lejanos de la humanidad, y Los hijos de los días (acaso su mejor libro) a entender, con una historia por cada uno de los 366 días del año (bisiesto) con influencias tan distintas como la Biblia, los mayas y Las mil y una noches que el tiempo no es lineal y la historia se parece bastante a un círculo.
“Mato, me mato, mato, me mato”, contó que pensaba deshojando una invisible y fatídica margarita cuando le atribuían algo que, en verdad, él no había escrito.
Sucedía más que nada con algunos artículos, pero por alguna razón no quería profundizar demasiado en el tema, como si en el fondo no quisiera pelearse con ese tipo de equívocos.
Después de insistir varias veces, finalmente accedía a dar un ejemplo: hay sobre todo uno que circula (y aún sigue circulando) por Internet, se llama “Por qué todavía no me compré un DVD” y arranca diciendo: “Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco”. Pero no, no era de Galeano: “Yo incluso sí tengo DVD”, aclaraba en la última entrevista que dio a Radar, en abril del 2012.
Y sin embargo, uno podría decir que Galeano es también parte de lo que no escribió, como esos maestros que no son responsables de todos sus discípulos. Ahí hay una diferencia con respecto a otros escritores que parecen nadar exclusivamente bajo el perímetro de su obra literaria.
En el caso de Galeano, la literatura parece ser más un medio que un fin. Lo prueba su libro más conocido y hasta da la impresión de que eligió dejar un poco de lado la literatura porque en ese trayecto que hay de la realidad (sea lo que fuere) a lo cotidiano tenía todo lo que él quería decir.
En otras palabras, la literatura es una de las tantas puertas de acceso a esa enorme casa abierta –habitable y siempre habitada– que es su obra. Por eso su figura va más allá de la literatura: el periodismo, por supuesto, y su trabajo en publicaciones faro como Marcha y Crisis, a las que también se les debe agradecer el (re)nacimiento de una militancia y que, además de un lugar de pertenencia, ponían en acto una articulación notable entre política, literatura y cultura, de la que hoy quizá carecemos.
Es Galeano también la inspiración (más o menos evidente) que fue dejando a lo largo de su vida, a tal punto que no sería exagerado preguntarse, por ejemplo, si el relato de Víctor Hugo Morales del mejor gol del mundo de Maradona a los ingleses hubiera sido posible sin Galeano.
También es la historia y sus análisis de casi todos los colores acerca de la realidad latinoamericana. Incluso es un divulgador literario, un propagador de historias, en el sentido que tenía esa palabra en la época de los trovadores, juglares y todos los que transportaron ese fuego sagrado que era la literatura oral.
Otra vez en El libro de los abrazos, de una historia en la que una chica fantasea con que las uvas están hechas de vino, él concluye que quizá somos lo que las palabras cuentan que somos: Galeano no es sólo lo que escribió sino lo que significa –lo que cuenta– para uruguayos, argentinos y bolivianos (por nombrar los países donde más lectores tenía), es las ventas de Amazon luego de que Chávez le ofreciera un libro suyo a Barack Obama en una Cumbre de las Américas, es el misterio de la frase que le dijo Perón en persona desde su exilio en Puerta de Hierro (“Dios mantiene su poder porque sabe mostrarse poco”) y que Galeano se la transmitió a su vez al subcomandante Marcos cuando consideró que se estaba mostrando demasiado, es el rito de iniciación todavía un poco ingenuo de Las venas abiertas..., la voz celeste, profunda y punzante de su programa en Canal Encuentro, Galeano es también ese actor de setenta y cuatro años cuya muerte anunciaba un videograph de último momento del canal más visto de la televisión argentina, es los comentarios que lo lloran y también los comentarios que se burlan, porque muchos de ellos no hacen más que usar la ironía para confirmar su importancia: se burlan de lo que eran ellos mismos antes de haber cambiado de piel.
Es cierto que las obras trascienden la vida de un autor y mucho más en el caso de alguien como Galeano, cuya importancia trasciende en realidad su propia obra. Pero también es cierto que eso siempre hay que demostrarlo y quizás ahí radique el verdadero sentido de un homenaje. Para eso, recurrimos otra vez a la ayuda de uno de sus libros.
Porque la sensación con la muerte de Galeano, o con Galeano después de su muerte, es bastante parecida a la que él mismo transmite en uno de los capítulos de El fútbol a sol y sombra: “¿Ha entrado usted, alguna vez, a un estadio vacío? Haga la prueba. Párese en medio de la cancha y escuche. No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”.

SIEMPRE TE QUIERO

 Por Daniel Viglietti
Recordar, en el sentido de despertar, es lo que me ocurre cuando escribo por primera vez el nombre de Eduardo Galeano, ahora que ya no está entre nosotros. Recordar las miradas en que lo guardé, a través de muchos puntos de encuentro a lo largo de más de cinco décadas. Mis primeras imágenes de Eduardo son las del activo impulsor del periódico Epoca, ejemplo de publicación de izquierda en Uruguay que, bajo su dirección, nucleó a varios soñadores de ojos bien abiertos que ya ponían el pie en la vereda más izquierda del camino. El autoritario presidente Pacheco Areco clausurará ese diario a fines de 1967. Pero el ejercicio del periodismo en Eduardo, como herramienta del quehacer literario, no admitirá clausuras. Continuará su ya extensa labor, que venía desarrollando en el semanario Marcha, junto a su admirado maestro de periodismo Carlos Quijano. Después, dando un salto por encima de tiempos históricos muy intensos en nuestro sur, lo encuentro en la revista Crisis, esa publicación fascinante que hace nacer en su querida Buenos Aires, y que llevará adelante entre esperanzas y amenazas, con compañeros de pluma tan hondos como un Juan Gelman.
El exilio nos llevó a tierras diferentes: a él, a Calella de la Costa, en la provincia de Barcelona; a mí, a Ivry-sur-Seine, en las afueras de París. Y nos reencontramos cuando nos invitan al Festival de Teatro de Nancy, y decidimos unir nuestros instrumentos. Su voz leyendo pasajes de obras suyas, y yo con mis canciones, una mezcla inesperada. En Eduardo percibí su actitud de amante de la música y la excelencia en el decir de sus textos. Elaborábamos juntos el guión, buscando complicidades, admiraciones comunes por ciertos autores, Violeta, Atahualpa, a veces jugábamos con la contradicción, con los contrastes. El dúo se echó a caminar y fuimos a Roma –donde coincidimos con dos queridos amigos, Juan Gelman y Jorge Enrique Adoum-, a Toronto, en la Universidad, durante un Congreso de Escritores, al que fui invitado como músico, y donde “duamos” con Eduardo.
Luego, en París, en la iglesia Saint Merry, con el apoyo de algunos sacerdotes de izquierda, presentamos La canción de los presos, en un acto organizado por el Comité de Defensa de los Presos Políticos de Uruguay. Eduardo se ajustó a la labor de lector de varios hermosos poemas anónimos salidos de prisión en hojillas de papel de fumar, atravesando los barrotes del llamado Penal de Libertad. Era el Eduardo siempre solidario, desde el exilio. A él le encantaba particularmente uno de esos poemas: “A veces llueve y te quiero/ a veces sale el sol y te quiero/ la cárcel es a veces/ siempre te quiero”.
En medio del exilio ni él ni yo nos imaginábamos poder llegar a trabajar a Chile, en el invierno de 1988, todavía bajo la dictadura de Pinochet, que terminaría en 1990. Era un Encuentro cultural llamado Chile crea. Allí había poetas, músicos, gente de teatro, pintores, en una experiencia cuyo centro fue el estadio cerrado de un colegio en Santiago, con algunas actividades complementarias en Valparaíso y otros lugares del interior. Una suerte de burbuja de oxígeno a la que llegamos Eduardo y yo desde diferentes puntos de partida, sin saber antes ninguno de los dos que el otro vendría. Nos sorprendimos con la participación de músicos como la legendaria Margot Loyola, Isabel Parra –hija de Violeta–, el recordado trovador y periodista Gonzalo Payo Grondona, Patricio Manns, en su doble condición de cantautor y escritor. Y, de fuera de Chile, el catalán Pi de la Serra. Compañeros del encuentro nos llevaron con extremas precauciones a las cercanías de una marcha contra el hambre, en tanto testigos de la cruenta represión desatada, con el propósito de denunciarla a través del mundo. Me consta que, ya tras el fin de la dictadura, la relación de Eduardo con Chile, en que tanto amó el arte de Violeta Parra y Pablo Neruda, fue siempre creciente.
En La Habana, Cuba, en abril de 1989, Eduardo y yo recibimos la noticia de la muerte de Raúl “Bebe” Sendic en Francia. Esa tarde, Eduardo, con esa maestría suya en el manejo de la palabra, me habló sobre el luchador tupamaro con respeto y admiración. Trazando un paralelo entre Artigas y Sendic, comparó la sencillez y la humildad de ambos. Me dijo que imaginaba a Raúl un poco como a Artigas, de poncho rotoso, sentado en una cabeza de vaca, bebiendo caña de un cuerno y terminó diciendo: “¿No sería él?”.
Lluvia y barro y sol y un río de humanidad, en Chiapas, en 1996, en el Encuentro Intergaláctico del EZLN. De nuevo el sentimiento revolucionario a flor de piel. La pasión del zapatismo contó con Galeano, con su palabra, con su apoyo. Junto a nosotros, en aquellas jornadas, estaban el periodista uruguayo-mexicano Carlos Fazio y el luchador Julio Marenales. Esos días coincidimos varias veces con Galeano. Después, nuestros terrenos de trabajo se bifurcaron, Eduardo presente en Oventic y nosotros, en La Realidad.
En los años de este siglo nuevo, se fueron sumando nuevos encuentros, en foros, por ejemplo, algunos en Brasil. Pero sobre todo en Uruguay, en torno de amigos comunes –muy poco comunes– como Mario Benedetti, el médico Ricardo Elena y el parlamentario Guillermo Chifflet, entre otros. Tiempo más tarde, Eduardo y yo nos encontrábamos periódicamente en la Fundación Mario Benedetti, trabajando junto a esos y otros compañeros. También fui parte del público en las mágicas lecturas de Galeano, como en una de las últimas, en el montevideano Teatro Solís, sobre su libro Los hijos de los días.
En el tema de los derechos humanos, tengo nítido un recuerdo de Eduardo en nuestra lucha contra la impunidad. En febrero de 2013, la jueza uruguaya Mariana Mota fue trasladada de su cargo de la Justicia Penal a la Civil, por lo que no pudo seguir adelante con las investigaciones sobre los represores en las causas de los desaparecidos. En esa circunstancia, Eduardo y yo nos encontramos, junto a mucha otra gente, frente a la Suprema Corte de Justicia, en apoyo a la jueza.
Despertando recuerdos sobre nuestro querido Galeano, a los pocos días de que junto a nuestro pueblo fue tiempo del abrazo de adiós, escribo estas palabras estando ahora en Buenos Aires, en esta Argentina de su compañera Helena Villagra, tucumana, que continuará encendiendo, como todos los familiares, hermanos, hijos y nietos del escritor, la memoria de los fuegos de Eduardo. Esto ha sido para mí como tirar un espinel en el río de los recuerdos ante una muerte que ha sacudido nuestras vidas.

PASAPORTE LATINOAMERICANO

 Por Marcelo Figueras
Al principio, pensé que no tenía sentido abrir la boca. Galeano era el recuerdo de textos que me impresionaron de chico; después de la trilogía Memoria del fuego no había leído otros libros suyos. Y si algo existía en abundancia era gente, e incluso gente ilustre, que lo había leído más que yo. Entonces registré que, además de las valoraciones de rigor, las redes sociales abundaban en gastes y ninguneos. Se lo bardeaba, en líneas generales, porque había escrito claro; por su corrección política; y porque no le escapaba a la emoción. Y ahí, lo admito, me calenté.
¿Por qué será que nadie bardea a los que son (o al menos, a los que son tenidos por) exquisitos? Muchos deben de creer que, para rechazar a un escritor prestigioso, hay que esgrimir las herramientas de la crítica formal. Cuando, por el contrario, hay una objeción que está al alcance de todos y es tan válida como la opinión de un especialista. Ya la expresó Morrissey en la canción “Panic”, al pedir que cuelguen al bendito DJ “porque la música que pasa constantemente / no me dice nada respecto de mi vida”. No hace falta ser Harold Bloom para objetar a escritores con más pretensiones que ambiciones. Basta con establecer que las cosas que los obsesionan y los hacen vibrar no nos mueven un pelo.
En el fondo, creo que no se bardea a los escritores difíciles porque se asume que hacen lo que la literatura les demanda: ser abstrusos y sectarios, rechazar los códigos que un lector cualquiera podría interpretar (por ejemplo el humor, la emoción positiva –porque con la náusea no tienen problemas– y el derecho a ser entretenido sin condescendencia) para urdir códigos de casta. Cuando, por el contrario, la literatura ha sido y será siempre mucho más que eso. Está claro que en algún momento de la Historia un sector social y político la acorraló, para marcarla a fuego como propia. Pero no tenemos por qué tolerar ese secuestro como definitivo. De Cervantes a Stendhal y de Dickens a García Márquez (ninguno de los cuales era de origen noble, ni fue considerado un intelectual), la literatura imperecedera fue la que encontró caminos para aspirar a la gloria, sin excluir lectores por joder. Por eso me agotan quienes pretenden que literatura es tan sólo lo que procede así o asá, cuando la gracia del asunto pasa por la diversidad. Si son válidas las ramificaciones, aun las más enroscadas, se debe a que proceden de un tronco saludable. Por más que bufen los envidiosos, la literatura es un quehacer que siempre dependió de (o trabajó para intervenir en) la sensibilidad popular. Por eso la expresión literatura popular es redundante. Expresiones pertinentes serían otras: por ejemplo, literatura experimental.
Mientras daba vueltas al asunto, comprendí que Galeano me había marcado más de lo que sugirió mi primer y brumoso recuerdo. Y reviví el impacto que me causaron Las venas abiertas y Memoria del fuego. Aunque sedujeron también a otros miles de jóvenes, mi caso era recalcitrante. Yo que había sobrevivido a la dictadura oculto en mi burbuja de ficciones heroicas (que provenían, en abrumadora mayoría, de Estados Unidos y de Europa), sentí, durante su lectura, que el universo de mi imaginación se daba vuelta como un guante. Esos libros me concedieron el pasaporte latinoamericano. Hoy me pregunto si La Saga de los Confines de Liliana Bodoc sería tal cual es de no haber mediado de forma directa o indirecta la obra de Galeano. Porque recién ahora, en la eventualidad de su muerte, asumo que aquellos libros siguieron obrando en mi interior, al punto de que –insisto: ¡acabo de comprenderlo!– mi última novela, El Rey de los Espinos, puede ser leída como una reinterpretación de la épica desde América latina, así como Las venas... y Memoria... releían la historia oficial.
Cuando se critica la prosa sencilla y la corrección política, lo que se censura es otra cosa. Primero, que Galeano haya sido amado, cuando el Decálogo del Escritor Relevante establece que lo deseable es ser temido, venerado o considerado inescrutable. (Otro escritor/periodista, Osvaldo Soriano, incurrió en la misma infracción y le costó sangre.) Segundo, que haya logrado aquello que pocos logran: escribir sobre las cosas que nos conciernen a todos, con gracia y estilo que las hicieron parecer nuevas. Esto es lo que, conjeturo, menos le perdonan. Porque no hay nada más fácil que escribir difícil: todos somos barrocos, vanguardistas o políticamente incorrectos al comienzo, cuando necesitamos ocultar inseguridades y sacudir el tinglado de los suplementos culturales. Pero lo difícil de verdad es escribir con sencillez de cosas trascendentes, sin sonar banal ni caer en el cliché. Y en sus mejores momentos, Galeano lo logró.
Una de las objeciones que se le hace es que escribió libros para adolescentes. (Argumento frecuentado, también, para bajarle el precio a Cortázar.) Eso supone ningunear a la adolescencia antes que a Galeano, cuando se trata de nuestro momento de mayor curiosidad y apertura. Es verdad que, en el apetito pantagruélico de esos años, uno lee mucha mierda. Pero el tiempo pone ciertas cosas en su lugar. Hay obras cuya novedad sólo estamos en condiciones de apreciar cuando somos ingenuos, en el buen sentido: aquel del candor, de la honestidad radical, de la ausencia de doblez. Lo que dirime el valor de los enamoramientos tempranos sería, en todo caso, su ubicación actual en la biblioteca de nuestra alma. Entender si se han traspapelado, cayendo en el olvido, o si –como me ocurrió con Las venas abiertas... y Memoria del fuego– siguen al alcance de la mano, ayudando a construir nuestro relato sobre el mundo.
Cuando Morrissey pide música que le diga algo respecto de su vida, no reclama canciones realistas: pide música que lo conmueva, que lo interpele, que lo ilumine, que lo deslumbre. (Y, siempre: que lo entretenga.) De no ser por estas líneas, probablemente no habría entendido que la música de Galeano me resuena aún. Todo indica que he seguido silbándola, sin darme cuenta, cada vez que bajo la guardia y dejo de tener miedo de ser quien soy

DÍAS DE CRISIS

 Por Carlos María Domínguez
Viajo a 1974. La muerte es violenta. Tengo 18 años y una amiga me insiste en que le lleve uno de mis cuentos a Eduardo Galeano, el director de la revista Crisis, que para miles de lectores es una cita mensual con la literatura, el arte, la cultura popular y la historia de América latina. La revista publica textos de Alejo Carpentier, Joao Guimaraes Rosa, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Jorge Amado, Ernesto Cardenal, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, Haroldo Conti, Héctor Tizón, Daniel Moyano; en sus páginas publica sus reportajes María Esther Gilio, también Ernesto González Bermejo, Aníbal Ford, Vicente Zito Lema; la historia argentina y latinoamericana por el detalle, la literatura portuguesa y la africana, investigaciones económicas, de mercado, informes sociales, revisiones políticas, fascinantes misceláneas escritas como cuentos breves; cada número es una fiesta y una novedad. Vende alrededor de veinte mil ejemplares, ha creado una editorial propia, publica fascículos temáticos para los quioscos, reúne en cada número un retrato de la realidad y la creación.
El nombre se lo puso Ernesto Sabato, que renunció a dirigirla y un golpe de timón llevó a Federico Vogelius a Montevideo para convencer a Galeano, el brillante periodista de Marcha y del diario Epoca, el autor de Las venas abiertas de América Latina. Galeano aceptó con la condición de tener absoluta libertad para hacer lo que quisiera, y lo que quiso Galeano fue tender puentes entre la cultura literaria, las artes plásticas, el teatro y la música con las respiraciones de la vida sin más, lejos de las academias.
Entonces yo no sé qué rumbo tomar. Sólo se me da por escribir. La revista Crisis es para mí un sitio muy alejado de mis posibilidades, y de mis condiciones. Pero tanto me insiste Dorilda que finalmente me animo. Voy a la revista, sobre la avenida Pueyrredón. Es un apartamento mediano en un octavo piso, con cuatro escritorios, una oficina de diseño y armado, donde trabaja Eduardo Ruccio Sarlanga, ese gran diagramador, la oficina de Eduardo, y poco más. Me recibe. Me pide que le dé un mes para leerlo. Dice que me llamará, pero yo no creo que vaya a hacerlo. Recibe cientos de textos cada semana. Y al mes siguiente me llama. Me dice que le gustó, pero al cuento le falta trabajo y me vincula con el traductor del área portuguesa de la revista, Santiago Kovadloff. Comienzo un taller literario con Santiago y a los pocos meses me ofrecen la oportunidad de probarme en la revista. Me encargan un artículo, después me mandan a la calle a recoger testimonios sobre los oficios insalubres, los colectiveros, obreros que trabajan en industrias asesinas, historias de vida que recojo en los hospitales de enfermedades infecciosas. Eduardo me alienta, le gustan mis notas, nos hacemos amigos, pese a la diferencia de edad y de experiencia.
En 1975 mueren mis padres y la Argentina es un infierno asolado por los Ford Falcon sin chapas, pero con unos tipos de lentes oscuros que asoman sus metralletas fuera de las ventanillas, la Triple A. El gobierno de Isabel Perón se desmorona. Las guerrillas y el aparato represivo del Estado cruzan balas y secuestros. Varios periodistas de Crisis son amenazados y secuestrados, Carlos Villar Araujo, el jefe de producción de la revista, Luis Sabini Fernández. La decisión de Galeano y Vogelius es seguir adelante mientras se pueda, pero el golpe militar de Videla, en marzo del ’76, lo empeora todo. Cada número de la revista debe pasar primero por la censura en Casa Rosada. Seguimos adelante, sin embargo. Cada vez que subo a la redacción espero encontrarme con Haroldo Conti, pero una tarde de mayo me topo con Marta Scavac, su mujer, en un ataque de nervios, y la noticia de que lo acaban de secuestrar. Entro a un mundo que golpe a golpe se desmorona y todo lo que estoy por tocar se desordena y deshace como en una pesadilla.
Varios escritores y periodistas allegados a la revista tienen actividad política, cada uno por su lado, pero en la redacción todas las tendencias de la izquierda y el peronismo revolucionario confluyen y armonizan bajo la firme dirección de Galeano. Las amenazas aumentan y un día caen sobre Eduardo, vigilan su apartamento, se ve obligado a dormir en otras casas y a andar armado. Me advierte que es peligroso, que puedo decirle que no, pero lo refugio varias noches en casa. Nos sentamos a escribir juntos en la modesta mesa donde trabajo, en la habitación donde murió mi madre, cada cual en sus cosas. Antes que la literatura nos reúnen los gestos, el cariño sin explicaciones, los silencios. Entonces Eduardo tiene mucha fama y pocos amigos; me lo dice. Sus ojos claros son francos, muestran una enorme dicha de vivir. Es un celebrador de asombros, con un gran sentido del humor y esa parquedad muy uruguaya, lo comprendo después, para confesar un dolor.
En algún momento del ’76, creo que para celebrar un cumpleaños de Zito Lema, nos reunimos varios amigos a pasar el día en la quinta de Vogelius, en San Miguel, curiosamente, a pocas cuadras de las instalaciones militares. Es una gran quinta con varias edificaciones, una para su pinacoteca –Fico vendió un Chagall para financiar el inicio de la revista–, y otra para su hemeroteca, de donde salen los facsímiles históricos que publica la revista junto a las serigrafías de pintores. Entre los invitados de Zito Lema llega Helena Villagra, la ex mujer del diputado Ortega Peña, asesinado en julio de 1974 mientras viajaba con Helena en un taxi. Entonces Eduardo y Helena se conocen, se enamoran.
Poco después la censura prohíbe a la revista publicar testimonios populares y Eduardo decide que si Crisis no puede decir lo que quiere decir, es mejor el silencio y que muera de pie. La revista cierra en agosto del ’76 y poco después Eduardo y Helena parten al exilio en Barcelona. Los despedimos en un restaurante con Horacio Achával, en un almuerzo que festeja el amor y calla la tristeza de la partida. El amor y la guerra, como contó después.
Es el inicio de una fraterna correspondencia hasta que el regreso de la democracia en Argentina, Uruguay, vuelve a juntarnos, también profesionalmente, cuando con Zito Lema, Osvaldo Soriano y Jorge Boccanera montamos la segunda etapa de Crisis, y más tarde, con Boccanera y Eduardo Jozami, la tercera. Después volvemos a coincidir en Brecha, entre sus viejos y mis nuevos amigos.
Ahora regreso a este Montevideo sin él, a este borrón de mi inicio en el periodismo, y miro una de las postales que me envió desde Calella de la costa, en junio de 1978. Detrás de la imagen de una yegua que pasta, junto a su potrillo, con un pájaro en el lomo, me cuenta que por dos vintenes se acaba de comprar un bote que encontró abandonado en la playa, que el casco está descuidado pero es de buena madera y mañana va a la ciudad a comprar los remos. Le deseo la mejor suerte, la merece, en el cruce del canal.
  

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