NOS HAN DADO LA TIERRA Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una
sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de
nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas,
que nada habría después; que no se podría encontrar nada
al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de
arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que
ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y
se saborea ese olor de la gente como si fuera una
esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo
acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son
algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al
cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
—Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino,
Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante,
otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces
me digo: “Somos cuatro.” Hace rato, como a eso de las
once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido
desperdigando hasta quedar nada más este nudo que
somos nosotros.
Faustino dice:
—Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y
pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y
pensamos: “Puede que sí.”
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos
acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor.
Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta
trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la
boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la
lengua hasta que acaban con el resuello.
Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero
en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo.
Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y
las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No
llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera
corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del
pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules
de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come
la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve,
eh?
Hemos vuelto a caminar, nos habíamos detenido para ver
llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me
ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos
andando. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me
ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo
era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se
llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni
pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches
trespeleques y una que otra manchita de zacate con las
hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes
andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina.
Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina
hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo
matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con “la 30” amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto.
De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del
río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo
para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho
de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero
también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña
tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no
encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas
lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus
agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a
esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros,
cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para
enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta
costra de tepetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:
—Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
—¿El Llano?
—Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo
queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del
río para allá, por las vegas, donde están esos árboles
llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No
este duro pellejo de vaca que se llama el Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no
venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la
mano y nos dijo:
—No se vayan a asustar por tener tanto terreno para
ustedes solos.
—Es que el Llano, señor delegado…
—Son miles y miles de yuntas. —Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay
agua.
—¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con
tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz
como si lo estiraran.
—Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No
creemos que el arado se entierre en esa como cantera que
es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el
azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que
nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
—Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al
latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les
da la tierra.
—Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos
dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano… No se
puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos
dicho… Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a
comenzar por donde íbamos…
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado
quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo
retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni
zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba,
volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible
de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y
por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
—Ésta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
—¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en
su lugar ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor
que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la
cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos 7
han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría
el viento para jugar a los remolinos.”
Melitón vuelve a decir:
—Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
—¿Cuáles yeguas? —le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que
habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al
ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como
una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del
gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si
bostezara. Yo le pregunto:
—Oye, Teban, ¿dónde pepenaste esa gallina?
—¡Es la mía! —dice él.
—No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
—No la merqué, es la gallina de mi corral.
—Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
—No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin
nadie para que le diera de comer; por eso me la traje.
Siempre que salgo lejos cargo con ella.
—Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente
de su boca. Luego dice:
—Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos
puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante.
Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la
zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra
las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo
desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos
gusta. Después de venir durante once horas pisando la
dureza del llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en
aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las
casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso
también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a
nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha
en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos
acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para
desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás
de unos tepemezquites.
—¡Por aquí arriendo yo! —nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba
. La Cuesta de las Comadres
Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos.
Tal vez en Zapotlán no los quisieran; pero, lo que es de mí,
siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de
morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no
tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me
querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que
vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver
con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos
tiempos.
Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos
no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había
desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los
dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la
tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de
la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los
sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada
más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más,
pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A
pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los
Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos:
de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas
verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No
había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así
era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las
Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo,
alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el
palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía
aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver
qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a 10
nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además
era buen amigo de los Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de
maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por
el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa
barranca que le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde
que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero
de piedras duras y filosas como troncones que parecían
crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien
y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos,
que para todo lo que se comía necesitaban la sal de
tequesquite, para mis elotes no; nunca buscaron ni
hablaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de
los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá
abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban
para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por
donde llega a cada rato ese viento lleno de olor de los
encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin
decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les
sobraban ganas de pelearse con los Torricos para
desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no
tuvieron ánimos.
Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía después de que murieron los
Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando.
Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé
los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes;
pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz.
Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los
aguaceros de mediados de año, y esos ventarrones que
soplan en febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada
rato. De vez en cuanto, también, venían los cuervos
volando muy bajito y graznando fuerte como si creyeran
estar en algún lugar deshabitado.11
Así siguieron las cosas todavía después de que se murieron
los Torricos.
Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía
claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la
noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá
lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por
más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan
ver nada de nada.
Me acuerdo de antes, cuando los Torricos venían a sentarse
aquí también y se estaban acuclillando horas y horas hasta
el oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el
lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir
a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban
en eso. Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho
callejón arenoso que se podía seguir con la mirada desde el
comienzo hasta que se perdía entre los ocotes del cerro de
la Media Luna.
Yo nunca conocí a nadie que tuviera un alcance de vista
como el de Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo negro y
medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las
cosas, que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber
qué bultos se movían por el camino no había ninguna
diferencia. Así, cuando su ojo se sentía a gusto teniendo en
quién recargar la mirada, los dos se levantaban de su
divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por
algún tiempo.
Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre
nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus
animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces
se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver
cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas
amanecían asoleándose en los patios. El viento que
atravesaba los cerros era más frío que otras veces; pero,
no se sabía por qué, todos allí decían que hacía muy buen
tiempo. Y uno oía en la madrugada que cantaban los gallos
como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como 12
si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las
Comadres.
Luego volvían los Torricos. Avisaban que venían desde
antes que llegaran, porque sus perros salían a la carrera y
no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por
los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por
donde irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a
esconder otra vez sus cosas.
Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos
cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres.
Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de
los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos viejo
para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin
embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella
noche en que les ayudé a robar a un arriero. Entonces me
di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo
tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más
estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a mediados de las aguas cuando los Torricos me
convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de
azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba
cayendo una tormenta de esas en que el agua parece
escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque
no sabía adonde iba. De cualquier modo, allí vi yo la señal
de que no estaba hecho ya para andar en andanzas.
Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar donde
íbamos. “En cosa de un cuarto de hora estamos allá”, me
dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media
Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos adonde
estaba el arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente
estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la
atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que
trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el
arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal.
Entonces le dije eso a los Torricos. Les dije:13
—Ése que está allí tirado parece estar muerto o algo por el
estilo.
—No, nada más ha de estar dormido —me dijeron ellos—.
Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de
esperar y se durmió.
Yo fui y le di una patada en las costillas para que
despertara; pero el hombre siguió igual de tirante.
—Está bien muerto —les volví a decir.
—No, no te creas, nomás está tantito atarantado porque
Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después se
levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el
calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para
su casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —fue todo
lo que me dijeron.
Ya por último le di una última patada al muertito y sonó
igual que si se la hubiera dado a un tronco seco. Luego me
eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos
me venían siguiendo. Los oí que cantaban durante largo
rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos.
Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó
los gritos de su canción y ya no pude saber si me seguían,
hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados
de sus perros.
De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar todas
las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la
Cuesta de las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo maté.
Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos.
Primero se habían ido de uno en uno; pero los últimos casi
se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando
la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las
heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y
este año también. Por eso se fueron. Creyeron
seguramente que al año siguiente sería lo mismo y parece
que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las 14
calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los
Torricos todo el tiempo.
Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaba bien
vacía de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de
los alrededores.
Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una
luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté
afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado,
aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el
Torrico.
Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se
bamboleaba de un lado para otro, tapándome y
destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
—Ir ladereando no es bueno —me dijo después de mucho
rato—. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te
gustan, ahi te lo haiga, porque yo he venido aquí a
enderezarlas.
Yo seguí remendado mi costal. Tenía puestos todos mis
ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arría trabajaba
muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por
eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
—A ti te estoy hablando —me gritó, ahora sí ya corajudo—.
Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un poco cuando se me acercó y me gritó
aquello casi a boca de jarro. Sin embargo, traté de verle la
cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé
mirando, como preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente
como yo había que agarrarla desprevenida.
—Se me seca la boca al estarte hablando después de lo que
hiciste —me dijo—; pero era tan amigo mío mi hermano
como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en
claro lo de la muerte de Odilón. Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé
oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber matado a su
hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había
sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me
dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas.
—Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces —siguió
diciéndome—. Era algo duro de entendederas y le gustaba
encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos
cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si
te dijo algo, o te quiso quitar algo, o qué fue lo que pasó.
Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste.
Algo de eso ha de haber sucedido.
Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que yo no tenía
nada que ver…
—Oye —me atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese día
catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo levanté,
lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego ayer
supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que
se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía
estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a
conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par
de chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de
Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal se
había llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme
al chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía
caminar como yo quería.
—Sábete de una vez por todas que pienso pagarme lo que
le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé
quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza.
—¿De modo que fui yo? —le pregunté.
—¿Y quién más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que
tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a nadie;
pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti. La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y
mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de
Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un tejocote y
que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado
allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano.
Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar
la aguja de arría, que yo había clavado en el costal. Y no sé
por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy
grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico
por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se
la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde
le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y
comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre
las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y
con el susto asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que se iba a enderezar para
darme un machetazo con el guango; pero seguro se
arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió
a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si
comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me
tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima.
Por eso aproveché para sacarle la aguja de arría del
ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que
tendría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos
o tres respingos como un pollo descabezado y luego se
quedó quieto.
Ya debía haber estado muerto cuando le dije:
—Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a
Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él
se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté.
Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le
dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba
agonizando. Y ¿sabes por qué? Comenzando porque Odilón
no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde
había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los
Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a
hacer él a meterse con ellos.
»Fue cosa de un de repente. Yo acababa de comprar mi
zarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escupió un
trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. Él lo hizo
por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque
los hizo reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón
y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima.
Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon
hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
»Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras
cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada.»
Eso le dije al difunto Remigio.
Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos
cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la
canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di
unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le
enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no
me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato.
Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las
fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por
esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohetes,
mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se
levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que
daban los cohetes.
De eso me acuerdo.
Es que somos muy pobres
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió
mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos
enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a
llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda
la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el
aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin
darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un
manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa,
fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el
agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada
amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de
cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le
regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la
madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el
estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar
en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la
mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando
el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir,
porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue
haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones
y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba
en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca.
Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del
agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido
sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y
estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que
le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar 19
por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La
Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un
pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se
fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la
corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía
de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo
que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no
se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el
pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la
creciente esta que vemos es la más grande de todas las
que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel
amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y
oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar
el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos
viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la
barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente,
pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven
las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que
quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos
subimos por la barranca, donde también hay gente mirando
el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde
supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca
esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la
regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja
blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina
pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que
ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan
atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido
dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí
muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la
puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera
estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y
suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando
duermen.20
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez
se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le
golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de
regresar; pero al volverse se encontró entreverada y
acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra
corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran.
Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el
río si no había visto también al becerrito que andaba con
ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo
dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita
de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no
volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de
vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con
todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de
modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los
que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se
fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los
ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda
suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se
quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había
conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla,
para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un
capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis
otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque
éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas.
Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que
crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les
enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y
entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a
altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban
cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se
lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado
encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó
todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas
más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para
Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la
Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos
hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta
de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué
entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con
un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso
ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no
hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con
ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté
todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río
detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha
está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no
quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al
darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde
su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos
fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y
no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el
estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas
suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a
todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el
pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala
costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas,
llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La
peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo
de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de
senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la
atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera
que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que
acabará mal.
Ésa era la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la
ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color
de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de
llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el
río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende.
Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al
que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y
sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El
sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de
Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo,
sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para
empezar a trabajar por su perdición.
El hombre
Los pies del hombre se hundieron en la arena, dejando una
huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal.
Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la
inclinación de la subida, luego caminaron hacia arriba,
buscando el horizonte.
«Pies planos —dijo el que lo seguía—. Y un dedo de menos.
Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan
fulanos con estas señas. Así que será fácil.»
La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de
malasmujeres. Parecía un camino de hormigas de tan
angosto. Subían sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allá y
luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.
Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre
caminó apoyándose en los callos de sus talones, raspando
las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los
brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin:
“No el mío, sino el de él”, dijo. Y volvió la cabeza para ver
quién había hablado.
Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas
rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus
pasos, aguantando hasta la respiración: “Voy a lo que voy”,
volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.
«Subió por aquí, rastrillando el monte —dijo el que lo
perseguía—. Cortó las ramas con un machete. Se conoce
que lo arrastraba el ansia. Y el ansia deja huellas siempre.
Eso lo perderá.»
Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y
detrás de un horizonte estaba otro y el cerro por donde
subía no terminaba. Sacó el machete y cortó las ramas
duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz. Mascó 24
un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje. Se
chupó los dientes y volvió a escupir. El cielo estaba
tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la
silueta de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de
hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de
espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia sobre los
matojos con el machete: “Se amellará con este trabajito,
más te vale dejar en paz las cosas.”
Oyó allá atrás su propia voz.
«Lo señaló su propio coraje —dijo el perseguidor—. Él ha
dicho quién es, ahora sólo falta saber dónde está.
Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por
donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me
detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo
le dejaré ir un balazo en la nuca… Eso sucederá cuando yo
te encuentre.»
Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado
por la nublazón de la noche. La tierra se había caído para el
otro lado. Miró la casa enfrente de él, de la que salía el
último humo del rescoldo. Se enterró en la tierra blanda,
recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango
del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más
corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la
puerta sólo cerrada a la noche.
El que lo perseguía dijo: “Hizo un buen trabajo. Ni siquiera
los despertó. Debió llegar a eso de la una, cuando el sueño
es más pesado; cuando comienzan los sueños; después del
‘Descansen en paz’, cuando se suelta la vida en manos de
la noche y cuando el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas
de la desconfianza y las rompe.”
«No debí matarlos a todos —dijo el hombre—. Al menos no
a todos.» Eso fue lo que dijo.
La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el
otro lado, resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que
llevaba todavía apretado en la mano cuando el frío le 25
entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un
pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha
entre el monte.
Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos
florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio.
Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una
serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido.
Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la
respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja desde
los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y
forma telarañas que el río no deshace en ningún tiempo.
El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de
los sabinos. No lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las
sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior se
habían ido siguiendo el sol, volando en parvadas detrás de
la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de
nuevo.
Se persignó hasta tres veces. “Discúlpenme”, les dijo. Y
comenzó su tarea. Cuando llegó al tercero, le salían
chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo
matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a
la resignación. Y el machete estaba mellado: “Ustedes me
han de perdonar”, volvió a decirles.
«Se sentó en la arena de la playa —eso dijo el que lo
perseguía—. Se sentó aquí y no se movió por un largo rato.
Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol no salió ese
día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en
que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No
teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo
estaba gris y de que las flores que llevamos estaban
desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.
»El hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus
huellas: el nido que hizo junto a los matorrales; el calor de
su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda.»«No debí haberme salido de la vereda —pensó el hombre—.
Por allá ya hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por
donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo
llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me
mire; se ha de ver como si juera una hinchazón rara. Yo así
lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la
gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no
quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el
peso, o tal vez el esfuerzo me cansó.» Luego añadió: «No
debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que
tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran
iguales… Después de todo, así de a muchos les costará
menos el entierro.»
«Te cansarás primero que yo. Llegaré adonde quieres llegar
antes que tú estés allí —dijo el que iba detrás de él—. Me
sé de memoria tus intenciones, quién eres y de dónde eres
y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues.»
«Éste no es el lugar —dijo el hombre al ver el río—. Lo
cruzaré aquí y luego más allá y quizá salga a la misma
orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen,
donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré
derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca.»
Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con
gritos que ensordecían.
«Caminaré más abajo. Aquí el río se hace un enredijo y
puede devolverme a donde no quiero regresar.»
«Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para
protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se
endurecieron primero que los tuyos.»
Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La
sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría
burlando de él. O tal vez no. “Tal vez esté lleno de rencor
conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última hora.
Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el
final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta,
restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la
desfiguración. Igual que lo que yo hice con su hermano;
pero lo hice cara a cara, José Alcancía, frente a él y frente a
ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde
entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te
esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que
llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y
llegaste tarde. Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de
ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora
entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las
flores en la mano.”
«No debí matarlos a todos —iba pensando el hombre—. No
valía le pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda.
Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno.
Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con
él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro
hubiera sabido dónde pegarle antes que se levantara…
Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo
viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de
aquí antes que me agarre la noche.»
El hombre entró a la angostura del río por la tarde. El sol no
había salido en todo el día, pero la luz se había borneado,
volteando las sombras; por eso supo que era después del
mediodía.
«Estás atrapado —dijo el que iba detrás de él y que ahora
estaba sentado a la orilla del río—. Te has metido en un
atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora yendo
hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que
te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas
encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para
medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la
bala. Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi
ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su
propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno
de pudrición. Ésa es también mi ventaja. Mañana estarás 28
muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días. No
importa el tiempo. Tengo paciencia.»
El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes
y se detuvo. “Tendré que regresar”, dijo.
El río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con
ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite
espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama
en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún
quejido.
«Hijo —dijo el que estaba sentado esperando—: no tiene
caso que te diga que el que te mató está muerto desde
ahora. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo
no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba
contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. No estaba con
nadie; porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de
recuerdo.»
El hombre recorrió un largo tramo río arriba.
En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre. “Creí que el
primero iba a despertar a los demás con su estertor, por
eso me di prisa.” “Discúlpenme la apuración”, les dijo. Y
después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido
de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando
salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.
Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las
zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus
pantalones.
Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y
luego se dejó ir corriente abajo, sin manotear, como si
caminara pisando en el fondo. Después rebalsó la orilla y
puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía
aire y estaba nublado.
Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde
me tenía el patrón al encargo de sus borregos. Volvía y
miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que alguien
lo estaba espiando.Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y
aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para que
se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones
agujerados. Vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo
la pura funda que le colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a
enderezarme para arriar mis borregos, cuando lo vi volver
con la misma traza de desorientado.
Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de
regreso.
«¿Qué trairá este hombre?», me pregunté.
Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó
zangoloteándolo como un reguilete, y hasta por poco y se
ahoga. Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y
salió allá abajo, echando buches de agua hasta
desentriparse.
Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego
arrendó río arriba por el rumbo de donde había venido.
Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo
hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el
remordimiento.
Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero
no soy adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de
borregos y hasta si usted quiere algo miedoso cuando da la
ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien
agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza
lo hubiera dejado allí tieso. Usted ni quién se lo quite que
tiene la razón.
Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que
acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar
matones, créame usted. No es la costumbre; pero se ha de
sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del
mal.La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva
cuenta al día siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De
haberlo sabido!
Lo vi venir más flaco que el día antes, con los güesos
afuerita del pellejo, con la camisa rasgada. No creí que
fuera él, así estaba de desconocido.
Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como
que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches
como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba
era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque
el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba
plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.
Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de
cueva. Se me arrimó y me dijo: “¿Son tuyas esas
borregas?” Y yo le dije que no. “Son de quien las parió”,
eso le dije.
No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó
a la más ovachona de mis borregas y con sus manos como
tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón. Hasta acá
se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía
chupe y chupe hasta que se hastió de mamar. Con decirle
que tuve que echarle criolina en las ubres para que se le
desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos que
el hombre le había dado.
¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi? De
haberlo sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin
más trato que los borregos, y los borregos no saben de
chismes.
Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y
hasta entramos en amistad.
Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy
lejos; pero que no podía andar ya porque le fallaban las
piernas: “Camino y camino y no ando nada. Se me doblan
las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros.” Me contó que se había pasado dos días
sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo.
¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los
familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría
quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba
bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus
chamacos. Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los
mocos al acordarse de ellos.
Y estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un
pedazo de animal que se había muerto del relámpago.
Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras
y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo
prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los
güesos hasta dejarlos pelones.
«El animalito murió de enfermedad», le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía
hambre.
Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De
haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no
soy más que borreguero y de ahí en más no sé nada. ¡Con
decirle que se comía mis mismas tortillas y que las
embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo
encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en
la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el
que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí
en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que
desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y
ora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ora sí.
Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién
era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo
perdedizo. ¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino.
Él solo me pedía de comer y me platicaba de sus
muchachos, chorreando lágrimas. Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus
trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que
estaba allí boca abajo, con la cara metida en el agua.
Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río
y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se
había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre
coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de
agujeros como si lo hubieran taladrado.
Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que
pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de
otras cosas.
En la madrugada
San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes
de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de
la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta
despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas
encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube
de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes;
pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece el
humo negro de las cocinas, oloroso a encino quemado,
cubriendo el cielo de cenizas.
Allá lejos los cerros están todavía en sombras.
Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer
toque del alba.
Las luces se apagaron. Entonces una mancha como de
tierra envolvió al pueblo, que siguió roncando un poco más,
adormecido en el color del amanecer.
Por el camino de Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo
Esteban viene montado en el lomo de una vaca, arreando el
ganado de la ordeña. Se ha subido allí para que no le
brinquen a la cara los chapulines. Se espanta los zancudos
con su sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su
boca sin dientes, a las vacas, para que no se queden
rezagadas. Ellas caminan rumiando, salpicándose con el
rocío de la hierba. La mañana está aclarando. Oye las
campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la vaca,
arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con
los brazos extendidos.
Una lechuza grazna en el hueco de los árboles y entonces él
brinca de nuevo al lomo de la vaca; se quita la camisa para
que con el aire se le vaya el susto, y sigue su camino. «Una, dos, diez», cuenta las vacas al estar pasando el
guardaganado que hay a la entrada del pueblo. A una de
ellas la detiene por las orejas y le dice estirando la trompa:
“Ora te van a desahijar, motilona. Llora si quieres; pero es
el último día que verás a tu becerro.” La vaca lo mira con
sus ojos tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia
delante.
Están dando la última campanada del alba.
No se sabe si las golondrinas vienen de Jiquilpan o salen de
San Gabriel; sólo se sabe que van y vienen zigzagueando,
mojándose el pecho en el lodo de los charcos sin perder el
vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen el lodo con
las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino,
perdiéndose en el sombrío horizonte.
Las nubes están ya sobre las montañas, tan distantes, que
sólo parecen parches grises prendidos a las faldas de
aquellos cerros azules.
El viejo Esteban mira las serpentinas de colores que corren
por el cielo: rojas, anaranjadas, amarillas. Las estrellas se
van haciendo blancas. Las últimas chispas se apagan y
brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta de
la hierba.
Yo tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo
por qué. Llegué al zaguán del corral y no me abrieron. Se
quebró la piedra con la que estuve tocando la puerta y
nadie salió. Entonces creí que mi patrón don Justo se había
quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les
expliqué nada; me fui sin que me vieran, para que no
fueran a seguirme. Busqué donde estuviera bajita la barda
y por allí me trepé y caí al otro lado, entre los becerros. Y
ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al
patrón don Justo que salía de donde estaba el tapanco, con
la niña Margarita dormida en sus brazos y que atravesaba
el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme
perdedizo arrejolándome contra la pared, y de seguro no
me vio. Al menos eso creí.» El viejo Esteban dejó entrar las vacas una por una,
mientras las ordeñaba. Dejó al último a la desahijada, que
se estuvo brame y brame, hasta que por pura lástima la
dejó entrar. “Por última vez —le dijo—; míralo y
lengüetéalo; míralo como si fuera a morir. Estás ya por
parir y todavía te encariñas con este grandullón.” Y a él:
“Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta
de que esta leche es leche tierna como para un recién
nacido.” Y le dio de patadas cuando vio que mamaba de las
cuatro tetas. “Te romperé las jetas, hijo de res.”
Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el
patrón don Justo, que me dio de patadas a mí para que me
calmara. Me zurró una sarta de porrazos que hasta me
quedé dormido entre las piedras, con los huesos
tronándome de tan zafados que los tenía. Me acuerdo que
duré todo ese día entelerido y sin poder moverme por la
hinchazón que me resultó después y por el mucho dolor
que todavía me dura.
»¿Qué pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar con
él. Ni yo ni nadie, porque ese mismo día se murió. ¿No lo
sabía usted? Me lo vinieron a decir a mi casa, mientras
estaba acostado en el catre, con la vieja allí a mi lado
poniéndome fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese
aviso. Y que dizque yo lo había matado, dijeron los díceres.
Bien pudo ser; pero yo no me acuerdo. ¿No cree usted que
matar a un prójimo deja rastros? Los debe de dejar, y más
tratándose de un superior de uno. Pero desde el momento
que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser, ¿no cree
usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el
momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se
me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria;
después todo está borroso. Siento que me quedé dormido
de a tiro y que cuando desperté estaba en mi catre, con la
vieja allí a mi lado consolándome de mis dolencias como si
yo fuera un chiquillo y no este viejo desportillado que yo
soy. Hasta le dije: ¡Ya cállate! Me acuerdo muy bien que se
lo dije, ¿cómo no iba a acordarme de que había matado a
un hombre? Y, sin embargo, dicen que maté a don Justo. 36
¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra,
verdad? Vaya, menos mal, porque si dijeran que había sido
con un cuchillo estarían zafados, porque yo no cargo
cuchillo desde que era muchacho y de eso hace ya una
buena hilera de años.»
Justo Brambila dejó a su sobrina Margarita sobre la cama,
cuidando de no hacer ruido. En la pieza contigua dormía su
hermana, tullida desde hacía dos años, inmóvil, con su
cuerpo hecho de trapo; pero siempre despierta. Solamente
tenía un rato de sueño, al amanecer; entonces se dormía
como si se entregara a la muerte.
Despertaba al salir el sol, ahora. Cuando Justo Brambila
dejaba el cuerpo dormido de Margarita sobre la cama, ella
comenzaba a abrir los ojos. Oyó la respiración de su hija y
preguntó: “¿Dónde has estado anoche, Margarita?” Y antes
que comenzaran los gritos que acabarían por despertarla.
Justo Brambila abandonó el cuarto, en silencio.
Eran las seis de la mañana.
Se dirigió al corral para abrirle el zaguán al viejo Esteban.
Pensó también en subir al tapanco, para deshacer la cama
donde él y Margarita habían pasado la noche. “Si el señor
cura autorizara esto, yo me casaría con ella; pero estoy
seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que
es un incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar
las cosas en secreto.” En eso iba pensando cuando se
encontró al viejo Esteban peleándose con el becerro,
metiendo sus manos como de alambre en el hocico del
animal y dándole de patadas en la cabeza. Parecía que el
becerro ya estaba derrengado porque restregaba sus patas
en el suelo sin poder enderezarse.
Corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las
piedras, dándole de puntapiés y gritándole cosas de las que
él nunca conoció su alcance. Después sintió que se le
nublaba la cabeza y que caía rebotado contra el empedrado
del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer
intento se quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los ojos. No sentía dolor, sólo
una cosa negra que le fue oscureciendo el pensamiento
hasta la oscuridad total.
El viejo Esteban se levantó ya alto el sol. Se fue caminando
a tientas, quejándose. No se supo cómo abrió la puerta y se
echó a la calle. No se supo cómo llegó a su casa, llevando
los ojos cerrados, dejando aquel reguero de sangre por
todo el camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a
dormirse.
Serían las once de la mañana cuando entró Margarita en el
corral, buscando a Justo Brambila, llorando porque su
madre le había dicho después de mucho sermonearla que
era una prostituta.
Encontró a Justo Brambila muerto.
Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo
ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio.
Todo le parecía mal: que estaban sucios los pesebres; que
las pilas no tenían agua; que las vacas estaban re flacas.
Todo le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le
gustaba. Y cómo no iba a estar flaco si apenas comía. Si me
la pasaba en un puro viaje con las vacas: las llevaba a
Jiquilpan, donde él había comprado un potrero de pasturas;
esperaba a que comieran y luego me las traía de vuelta
para llegar con ellas de madrugada. Aquello parecía una
eterna peregrinación.
»Y ahora ya ve usted, me tienen detenido en la cárcel y que
me van a juzgar la semana que entra porque criminé a don
Justo. Yo no me acuerdo; pero bien pudo ser. Quizá los dos
estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de que nos
matábamos uno al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta
edad mía, es engañosa; por eso yo le doy gracias a Dios,
porque si acaban con todas mis facultades, ya no pierdo
mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi
alma, pues ahi también a Él se la encomiendo.»
Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla. En los
cerros azules brillaba todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la oscuridad. Esa noche no
encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el dueño
de la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios
de colores de la iglesia estuvieron encendidos hasta el
amanecer con la luz de los cirios, mientras velaban el
cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el
semisueño de la noche: “Salgan, salgan, salgan, ánimas de
penas”, con voz de falsete. Y las campanas estuvieron
doblando a muerto toda la noche, hasta el amanecer, hasta
que fueron cortadas por el toque del alba.
Talpa
Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró
largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto
aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que
regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a
sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días
difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo
de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando
ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos
pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones
con nuestras manos —dándonos prisa para esconder pronto
a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a
nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces no
lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de
noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como
dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la
sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar
endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo
bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna
lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para
acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de
paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella
dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de
nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo
matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se
murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así
y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando
acabar con él para siempre. Eso hicimos.40
La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le
ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba
pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día
en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en
los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le
convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y
sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba
agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que
nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para
eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con
su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa
estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo
del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y
todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para
aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía
hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva
cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella,
se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a
doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía
que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia
tendría que ir también, de todos modos, porque era su
mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo,
sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus
hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia.
Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas
redondas, duras y calientes como piedras al sol del
mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo
eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre
la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus
manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a
Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre
mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y
yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del
remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos
modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir
a Talpa, tan allá tan lejos; pues casi es seguro de que se
hubiera muerto igual allá que aquí, o quizá tantito después
aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el
camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo,
todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más
pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a
empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió
que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A
estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera
caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
«Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.» Eso le decíamos.
Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de
muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás
decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de
Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el
camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora;
pero entonces era lo que queríamos. Me acuerdo muy bien.
Me acuerdo muy bien de esas noches. Primero nos
alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la
ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia
y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo.
Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los
ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad
aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los
brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de
remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de
muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el
cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos
estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi
hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la
tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo
hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos
iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como 42
rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la
apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y
otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada
y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso
hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa,
cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no
podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba
vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por
dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de
sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes,
que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar
salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder
que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo.
Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde
donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima
de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos
últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara
de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo
dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió
acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus
cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara.
Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no
le molestaba ningún dolor. “Ya puedo estar contigo, Natalia.
Ayúdame a estar contigo”, dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien
hondo en aquel como surco profundo que hicimos para
sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le
brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados
por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la
mirada como si la hubieran revolcado en la tierra. Y pareció
no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo
de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo
había enterrado cuando tuvo que morirse. Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa.
Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí
comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas
partes; que había desembocado como nosotros en aquel
camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos
hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si
nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la
tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo
blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a
caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir
de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima
y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo
vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna
sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y
de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos
salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que
comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si
cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a
despertar el sol, el mismo sol que parecía acabarse de
poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida
como caminar entre un amontonadero de gente; igual que
si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el
sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos
encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como
acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el
polvo como si tropezaran contra algo que no se podía
traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y
pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a
veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto
y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y
renegrida en el agua verde, y por un momento de todos
nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de
la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos 44
otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a
otros del sol, de aquel calor del sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la
noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de
cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor
y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que
tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo
para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante
de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a
bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo,
cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la
procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen,
antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en
que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había
reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la
sangre. Lo cuidamos hasta que se puso, bueno. Pero, así y
todo, ya no quería seguir:
«Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré
a Zenzontla.» Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de
nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por
ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a
esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por
eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente
para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que
sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que
podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más.
Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la
buena. Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían
surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por
haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de
lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo le levantábamos 45
del suelo para que caminara otro rato más, antes que
llegara la noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos
cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando
el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera
y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos
caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces
llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como
estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para
caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos
hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba.
Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en
derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el
rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de
Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor,
revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco
después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche
podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros.
Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que
amaneciera.
Entramos a Talpa cantando el Alabado.
Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa
en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía
de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer
penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que
llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él
también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los
pies uno con otro con las mangas de su camisa para que
sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso
llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los
ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se
hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus
rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa
aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella 46
cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre
que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de
animal muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las
danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la
larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo
con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo
enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que
llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera
haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco
más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los
años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la
noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin
cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su
antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo
vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo,
todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas
de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de
los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos
pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando
la tierra sin saber que algo se había caído en medio de
ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en
la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de
aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo
comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima
grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que
Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio
cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que
allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar
cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su
vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos. «…desde nuestros corazones sale para Ella una súplica
igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas
con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los
lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella
sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga
blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La
Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada
de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros
pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que
no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros,
aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de
nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que
cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de
sacrificios…»
Eso decía el señor cura desde allá arriba del pulpito. Y
después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda
al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas
espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se
había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus
rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya
estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la
chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue
cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a
la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su
sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo como si fuera un
estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo
que no se me olvida.
Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y
la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni qué hice
con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a
llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera
todo lo que pasó. Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a
ninguna parte; que estamos aquí de paso, para descansar,
y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde;
pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy
cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa
cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal
vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el
cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por
dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que
zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la
boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar
de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer
respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a
quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido,
con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy
abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por
allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de
aquel dolor que se derramaba por todos lados y se sentía
en la boca, como si se estuviera saboreando una miel
espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a
cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido:
de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto
de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras
encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del
cerro.
Macario
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que
salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando,
comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de
cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso:
que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella
bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara
aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en
la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos
afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes
de todo a todo menos en la panza. Los sapos son negros.
También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son
buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se
comen; pero yo me los he comido también, aunque no se
coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice
que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como
los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la
cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo
perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la
que me manda hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que
a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de
su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera.
Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los
tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de
lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para
prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi
madrina la que nos reparte la comida. Después de comer
ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa
y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer
y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero
yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno
nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan
que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por
más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se
me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo
no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle.
Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia
a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra
las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué
me amarrará mis manos; pero dice que porque dizque
luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba
ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una
señora nada más por no más. Yo no me acuerdo. Pero, a
todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella
nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es
para darme mi parte de comida, y no como otra gente que
me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba,
me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada.
No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su
casa. Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena
conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce
como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y
también de puerca recién parida; pero no, no es igual de
buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo
que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene
donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale,
sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi
madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba
todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba
conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un
ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar
de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en
chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de
obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era
de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más porque, al
mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía
cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre
se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso
me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni
de ningún miedo a condenarme en el Infierno si me moría
yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto
miedo al Infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme 51
mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al Infierno
cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por
gustarme dar de cabezazos contra lo primero que
encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me
hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me
ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito
hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de
estar conmigo, que ella le contará al Señor todos mis
pecados. Que irá al Cielo muy pronto y platicará con Él
pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me
llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone,
para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos
los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy
repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos
chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días.
Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me
hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto…
Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran
cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas
enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin
quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero
despacito, después más recio y aquello suena como un
tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía,
cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces
uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo
afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en
mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque
me voy a ir a arder en el Infierno si sigo con mis mañas de
pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír
el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como
cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la
calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan
lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las
condenaciones del señor cura…: «El camino de las cosas
buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es
oscuro.» Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de
mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y
me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz
del día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven
piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que
remendar la camisa y esperar muchos días a que se
remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y
aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque
si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve
a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene
buen sabor, aunque, eso sí, no se parece al sabor de la
leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me
vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de
comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta
para que no den conmigo los pecados mirando que aquello
está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por
dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me
estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en
cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas
rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto.
Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me
encuentren desprevenido los pecados por andar con el
ocote prendido buscando todas las cucarachas que se
meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan
como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé
si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los
grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para
que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando
en el Purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el
mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos
echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí
me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el
ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya
más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los
costales donde yo me acuesto. También hay alacranes.
Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar
sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de
uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o
empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en
seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una
vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con
gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le 53
echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche
me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un
rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que
yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que
puede… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi
cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de
los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada.
Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las
flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella
sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella
sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta
ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada
rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que
me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos
gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así
que ella sabe con cuánta hambre ando desde que me
amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de
comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo
que el día en que deje de comer me voy a morir, y
entonces me iré con toda seguridad derechito al Infierno. Y
de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan
buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina
y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a
la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha
salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si
tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y
luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le
llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se
llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la
hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los
diablos por mí, para que me lleven a rastras a la
condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el
purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi
mamá, que es allí donde están… Mejor seguiré platicando…
De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos
tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce
como la miel que le sale por debajo a las flores del
obelisco…
El Llano en llamas
Ya mataron a la perra,
pero quedan los perritos…
CORRIDO POPULAR
«Viva Petronilo Flores!»
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca
y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un
tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al
que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.
En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el
recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y
llegó todavía con fuerza junto a nosotros:
«¡Viva mi general Petronilo Flores!»
Nosotros nos miramos.
La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga
de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa.
Después se arrimó a donde estaban los Cuatro y les dijo:
“¡Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!”
Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él,
agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la
mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados
al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas
calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por
las lomas, y ellos, la Perra y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran con los pies trabados. Así los
vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara
para ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas
de los amóles que nos daban tantita sombra.
Olía a eso: a sombra recalentada por el sol. A amóles
podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la
barranca y nos sacudía el cuerpo para que no nos
durmiéramos. Y aunque queríamos oír, parando bien la
oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de
murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el
rumor que hacen las carretas al pasar por un callejón
pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si
estuvieran derrumbándose. Eso hizo que las cosas
despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados
que habíamos estado viendo jugar entre los amóles. En
seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del
mediodía, también despertaron llenando la tierra de
rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio
amodorrado por la siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina
como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se
habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose también
como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos
dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos
aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí
estaban ya, mero en frente de nosotros, todos
desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros
apuros y no para este de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras.56
Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con
el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les
relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran
zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la
tracalera allá lejos, por donde se había ido la Perra. Luego
siguió aquí.
Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su
bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de
jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la
muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la
segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la
tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que
estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos,
como si alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos
desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo
pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.
Algunos de nosotros gritó: “¡Viva Pedro Zamora!”
Del otro lado respondieron, casi en secreto: “¡Sálvame
patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!”
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por
encima de nosotros hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos,
haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta
más allá de los muertos que nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales.
Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si
hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de
vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en
medio de alguno de nosotros que se quebraba con un
crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos
descolgar por allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía
después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas,
como tejones espantados por la lumbre.
«¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!»,
nos gritaron otra vez. Y el grito se fue, rebotando como el
trueno de una tormenta, barranca abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes
y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera.
Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con
los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también
nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera
acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera
hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo
soltarla para que dijera algo.
Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus
cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos
enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos
contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que
estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía; por
eso nos repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al
Chihuila y a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila
bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún
amolé, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se
fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros
en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de
un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo.
Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si se tragara un buche de
coraje, les gritó a los Joseses: “¡Ya sé que falta su padre,
pero aguántense, aguántense tantito! ¡Iremos por él!”58
Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos
en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la
barranca y revolotearon hasta cerca de nosotros; luego, al
vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando
contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la
ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en
silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la
noche llegó el Chihuila acompañado de uno de los Cuatro.
Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero
no supieron decirnos si ya se habían retirado los federales.
Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en
cuanto se oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón! —me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar
la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra
Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto,
pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los
heridos déjenlos encima de algo para que los vean los
guachos; pero no se traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral
donde habíamos encerrado la caballada. Ya no había
caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí
desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los
federales habían cargado con los caballos.
Encontramos al resto de los Cuatro detracito de unos
matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro
como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se
la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba
todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el
aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera
como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de 59
arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi
todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno de los
Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún
otro sino de encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
«Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de
haber llevado para enseñárselo al gobierno»; pero, aun así,
seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los
coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos
volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha
atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro
Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho
barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había
conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados
sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la
matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me
hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente
nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de
agua y lleno de arena.
Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de
Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor
las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de
andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos
los pocos que quedamos, echándonos al cerro para
escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos
grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie
corría gritando: “¡Allí vienen los de Zamora!”
Había vuelto la paz al Llano Grande.
Pero no por mucho tiempo.Hacía cosa de ocho meses que estábamos escondidos en el
escondrijo del cañón del Tozín, allí donde el río Armería se
encajona durante muchas horas para dejarse caer sobre la
costa. Esperábamos dejar pasar los años para luego volver
al mundo, cuando ya nadie se acordara de nosotros.
Habíamos comenzado a criar gallinas y de vez en cuando
subíamos a la sierra en busca de venados. Éramos cinco,
casi cuatro, porque a uno de los Joseses se le había
gangrenado una pierna por el balazo que le dieron abajito
de la nalga, allá, cuando nos balacearon por detrás.
Estábamos allí, empezando a sentir que ya no servíamos
para nada. Y de no saber que nos colgarían a todos,
hubiéramos ido a pacificarnos.
Pero en eso apareció un tal Armando Alcalá, que era el que
le hacía los recados y las cartas a Pedro Zamora.
Fue de mañanita, mientras nos ocupábamos en destazar
una vaca, cuando oímos el pitido del cuerno. Venía de muy
lejos, por el rumbo del Llano. Pasado un rato volvió a oírse.
Era como el bramido de un toro: primero agudo, luego
ronco, luego otra vez agudo. El eco lo alargaba más y más
y lo traía aquí cerca, hasta que el ronroneo del río lo
apagaba.
Y ya estaba para salir el sol, cuando el tal Alcalá se dejó ver
asomándose por entre los sabinos. Traía terciadas dos
carrilleras con cartuchos del “44” y en las ancas de su
caballo venía atravesado un montón de rifles como si fuera
una maleta.
Se apeó del macho. Nos repartió las carabinas y volvió a
hacer la maleta con las que le sobraban.
—Si no tienen nada urgente que hacer de hoy a mañana,
pónganse listos para salir a San Buenaventura. Allí los está
aguardando Pedro Zamora. En mientras, yo voy un poquito
más abajo a buscar a los Zanates. Luego volveré. Al día siguiente volvió, ya de atardecida. Y sí, con él venían
los Zanates. Se les veía la cara prieta entre el pardear de la
tarde. También venían otros tres que no conocíamos.
—En el camino conseguiremos caballos —nos dijo. Y lo
seguimos.
Desde mucho antes de llegar a San Buenaventura nos
dimos cuenta de que los ranchos estaban ardiendo. De las
trojes de la hacienda se alzaba más alta la llamarada, como
si estuviera quemándose un charco de aguarrás. Las
chispas volaban y se hacían rosca en la oscuridad del cielo
formando grandes nubes alumbradas.
Seguimos caminando de frente, encandilados por la
luminaria de San Buenaventura, como si algo nos dijera
que nuestro trabajo era estar allí, para acabar con lo que
quedara.
Pero no habíamos alcanzado a llegar cuando encontramos a
los primeros de a caballo que venían al trote, con la soga
morreada en la cabeza de la silla y tirando, unos, de
hombres pialados que, en ratos, todavía caminaban sobre
sus manos, y otros, de hombres a los que ya se les habían
caído las manos y traían descolgada la cabeza.
Los miramos pasar. Más atrás venía Pedro Zamora y mucha
gente a caballo. Mucha más gente que nunca. Nos dio
gusto.
Daba gusto mirar aquella larga fila de hombres cruzando el
Llano Grande otra vez, como en los tiempos buenos. Como
al principio, cuando nos habíamos levantado de la tierra
como huizapoles maduros aventados por el viento, para
llenar de terror todos los alrededores del Llano. Hubo un
tiempo que así fue. Y ahora parecía volver.
De allí nos encaminamos hacia San Pedro. Le prendimos
fuego y luego la emprendimos rumbo al Petacal. Era la
época en que el maíz ya estaba por pizcarse y las milpas se
veían secas y dobladas por los ventarrones que soplan por
este tiempo sobre el Llano. Así que se veía muy bonito ver 62
caminar el fuego en los potreros; ver hecho una pura brasa
casi todo el Llano en la quemazón aquella, con el humo
ondulado por arriba; aquel humo oloroso a carrizo y a miel,
porque la lumbre había llegado también a los cañaverales.
Y de entre el humo íbamos saliendo nosotros, como
espantajos, con la cara tiznada, arreando ganado de aquí y
de allá para juntarlo en algún lugar y quitarle el pellejo. Ése
era ahora nuestro negocio: los cueros de ganado.
Porque, como nos dijo Pedro Zamora: “Esta revolución la
vamos a hacer con el dinero de los ricos. Ellos pagarán las
armas y los gastos que cueste esta revolución que estamos
haciendo. Y aunque no tenemos por ahorita ninguna
bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar
dinero, para que cuando vengan las tropas del gobierno
vean que somos poderosos.” Eso nos dijo.
Y cuando al fin volvieron las tropas, se soltaron
matándonos otra vez, como antes, aunque no con la misma
facilidad. Ahora se veía a leguas que nos tenían miedo.
Pero nosotros también les teníamos miedo. Era de verse
cómo se nos atoraban los güevos en el pescuezo con sólo
oír el ruido que hacían sus guarniciones o las pezuñas de
sus caballos al golpear las piedras de algún camino, donde
estábamos esperando para tenderles una emboscada. Al
verlos pasar, casi sentíamos que nos miraban de reojo y
como diciendo: “Ya los venteamos, nomás nos estamos
haciendo disimulados.”
Y así parecía ser, porque de buenas a primeras se echaban
sobre suelo, afortinados detrás de sus caballos y nos
resistían allí, hasta que otros nos iban cercando poquito a
poco, agarrándonos como a gallinas acorraladas. Desde
entonces supimos que a ese paso no íbamos a durar
mucho, aunque éramos muchos.
Y es que ya no se trataba de aquella gente del general
Urbano, que nos habían echado al principio y que se
asustaban a puros gritos y sombrerazos; aquellos hombres
sacados a la fuerza de sus ranchos para que nos combatieran y que sólo cuando nos veían poquitos se iban
sobre nosotros. Ésos ya se habían acabado. Después
vinieron otros; pero estos últimos eran los peores. Ahora
era un tal Olachea, con gente aguantadora y entrona; con
alteños traídos desde Teocaltiche, revueltos con indios
tepehuanes: unos indios mechudos, acostumbrados a no
comer en muchos días y que a veces se estaban horas
enteras espiándolo a uno con el ojo fijo y sin parpadear,
esperando a que uno asomara la cabeza para dejar ir,
derechito a uno, una de esas balas largas de “30-30” que
quebraban el espinazo como si se rompiera una rama
podrida.
No tiene ni qué, que era más fácil caer sobre los ranchos en
lugar de estar emboscando a las tropas del gobierno. Por
eso nos desperdigamos, y con un puñito aquí y otro más
allá hicimos más perjuicios que nunca, siempre a la carrera,
pegando la patada y corriendo como mulas brutas.
Y así, mientras en las faldas del volcán se estaban
quemando los ranchos del Jazmín, otros bajábamos de
repente sobre los destacamentos, arrastrando ramas de
huizache y haciendo creer a la gente que éramos muchos,
escondidos entre la polvareda y la gritería que armábamos.
Los soldados mejor se quedaban quietos, esperando.
Estuvieron un tiempo yendo de un lado para otro, y ora
iban para adelante y ora para atrás, como atarantados. Y
desde aquí se veían las fogatas en la sierra, grandes
incendios como si estuvieran quemando los desmontes.
Desde aquí veíamos arder día y noche las cuadrillas y los
ranchos y a veces algunos pueblos más grandes, como
Tuzamilpa y Zapotitlán, que iluminaban la noche. Y los
hombres de Olachea salían para allá, forzando la marcha;
pero cuando llegaban, comenzaba a arder Totolimispa, muy
acá, muy atrás de ellos.
Era bonito ver aquello. Salir de pronto de la maraña de los
tepemezquites cuando ya los soldados se iban con sus
ganas de pelear, y verlos atravesar el llano vacío, sin
enemigo al frente, como si se zambulleran en el agua honda y sin fondo que era aquella gran herradura del Llano
encerrada entre montañas.
Quemamos el Cuastecomate y jugamos allí a los toros. A
Pedro Zamora le gustaba mucho este juego del toro.
Los federales se habían ido por el rumbo de Autlán, en
busca de un lugar que le dicen La Purificación, donde según
ellos estaba la nidada de bandidos de donde habíamos
salido nosotros. Se fueron y nos dejaron solos en el
Cuastecomate.
Allí hubo modo de jugar al toro. Se les habían quedado
olvidados ocho soldados, además del administrador y el
caporal de la hacienda. Fueron dos días de toros.
Tuvimos que hacer un corralito redondo como esos que se
usan para encerrar chivas, para que sirviera de plaza. Y
nosotros nos sentamos sobre las trancas para no dejar salir
a los toreros, que corrían muy fuerte en cuanto veían el
verduguillo con que los quería cornear Pedro Zamora.
Los ocho soldaditos sirvieron para una tarde. Los otros dos
para la otra. Y el que costó más trabajo fue aquel caporal
flaco y largo como garrocha de otate, que escurría el bulto
sólo con ladearse un poquito. En cambio, el administrador
se murió luego luego. Estaba chaparrito y ovachón y no usó
ninguna maña para sacarle el cuerpo al verduguillo. Se
murió muy callado, casi sin moverse y como si él mismo
hubiera querido ensartarse. Pero el caporal sí costó trabajo.
Pedro Zamora les había prestado una cobija a cada uno, y
ésa fue la causa de que al menos el caporal se haya
defendido tan bien de los verduguillos con aquella pesada y
gruesa cobija; pues en cuanto supo a qué atenerse, se
dedicó a zangolotear la cobija contra el verduguillo que se
le dejaba ir derecho, y así lo capoteó hasta cansar a Pedro
Zamora. Se veía a las claras lo cansado que ya estaba de
andar correteando al caporal, sin poder darle sino unos
cuantos pespuntes. Y perdió la paciencia. Dejó las cosas
como estaban y, de repente, en lugar de tirar derecho
como lo hacen los toros, le buscó al del Cuastecomate las 65
costillas con el verduguillo, haciéndole a un lado la cobija
con la otra mano. El caporal pareció no darse cuenta de lo
que había pasado, porque todavía anduvo un buen rato
sacudiendo la frazada de arriba abajo como si se anduviera
espantando las avispas. Sólo cuando vio su sangre dándole
vueltas por la cintura dejó de moverse. Se asustó y trató de
taparse con sus dedos el agujero que se le había hecho en
las costillas, por donde le salía en un solo chorro la cosa
aquella colorada que lo hacía ponerse más descolorido.
Luego se quedó tirado en medio del corral mirándonos a
todos. Y allí se estuvo hasta que lo colgamos, porque de
otra manera hubiera tardado mucho en morirse.
Desde entonces, Pedro Zamora jugó al toro más seguido,
mientras hubo modo.
Por ese tiempo casi todos éramos “abajeños”, desde Pedro
Zamora para abajo; después se nos juntó gente de otras
partes: los indios güeros de Zacoalco, zanconzotes y con
caras como de requesón. Y aquellos otros de la tierra fría,
que se decían de Mazamitla y que siempre andaban
ensarapados como si a todas horas estuvieran cayendo las
aguasnieves. A estos últimos se les quitaba el hambre con
el calor, y por eso Pedro Zamora los mandó a cuidar el
puerto de los Volcanes, allá arriba, donde no había sino
pura arena y rocas lavadas por el viento. Pero los indios
güeros pronto se encariñaron con Pedro Zamora y no se
quisieron separar de él. Iban siempre pegaditos a él,
haciéndole sombra y todos los mandados que él quería que
hicieran. A veces hasta se robaban las mejores muchachas
que había en los pueblos para que él se encargara de ellas.
Me acuerdo muy bien de todo. De las noches que
pasábamos en la sierra, caminando sin hacer ruido y con
muchas ganas de dormir, cuando ya las tropas nos seguían
de muy cerquita el rastro. Todavía veo a Pedro Zamora con
su cobija solferina enrollada en los hombros cuidando que
ninguno se quedara rezagado:
—¡Epa, tú, Pitasio, métele espuelas a ese caballo! ¡Y usté
no se me duerma, Reséndiz, que lo necesito para platicar!66
Sí, él nos cuidaba. Íbamos caminando mero en medio de la
noche, con los ojos aturdidos de sueño y con la idea ida;
pero él, que nos conocía a todos, nos hablaba para que
levantáramos la cabeza. Sentíamos aquellos ojos bien
abiertos de él, que no dormían y que estaban
acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro.
Nos contaba a todos, de uno en uno, como quien está
contando dinero. Luego se iba a nuestro lado. Oíamos las
pisadas de su caballo y sabíamos que sus ojos estaban
siempre alerta; por eso todos, sin quejarnos del frío ni del
sueño que hacía, callados, lo seguíamos como si
estuviéramos ciegos.
Pero la cosa se descompuso por completo desde el
descarrilamiento del tren en la cuesta de Sayula. De no
haber sucedido eso, quizá todavía estuviera vivo Pedro
Zamora y el chino Arias y el Chihuila y tantos otros, y la
revuelta hubiera seguido por el buen camino. Pero Pedro
Zamora le picó la cresta al gobierno con el descarrilamiento
del tren de Sayula.
Todavía veo las luces de las llamaradas que se alzaban allí
donde apilaron a los muertos. Los juntaban con palas o los
hacían rodar como troncos hasta el fondo de la cuesta, y
cuando el montón se hacía grande, lo empapaban con
petróleo y le prendían fuego. La jedentina se la llevaba el
aire muy lejos, y muchos días después todavía se sentía el
olor a muerto chamuscado.
Tantito antes no sabíamos bien a bien lo que iba a suceder.
Habíamos regado de cuernos y huesos de vaca un tramo
largo de la vía y, por si esto fuera poco, habíamos abierto
los rieles allí donde el tren iría a entrar en la curva. Hicimos
eso y esperamos.
La madrugada estaba comenzando a dar luz a las cosas. Se
veía ya casi claramente a la gente apeñuscada en el techo
de los carros. Se oía que algunos cantaban. Eran voces de
hombres y de mujeres. Pasaron frente a nosotros todavía
medio ensombrecidos por la noche, pero pudimos ver que eran soldados con sus galletas. Esperamos. El tren no se
detuvo.
De haber querido lo hubiéramos tiroteado, porque el tren
caminaba despacio y jadeaba como si a puros pujidos
quisiera subir la cuesta. Hubiéramos podido hasta platicar
con ellos un rato. Pero las cosas eran de otro modo.
Ellos empezaron a darse cuenta de lo que les pasaba
cuando sintieron bambolearse los carros, cimbrarse el tren
como si alguien lo estuviera sacudiendo. Luego la máquina
se vino para atrás, arrastrada y fuera de la vía por los
carros pesados y llenos de gente. Daba unos silbatazos
roncos y tristes y muy largos. Pero nadie la ayudaba.
Seguía hacia atrás arrastrada por aquel tren al que no se le
veía fin, hasta que le faltó tierra y yéndose de lado cayó al
fondo de la barranca. Entonces los carros la siguieron, uno
tras otro, a toda prisa, tumbándose cada uno en su lugar
allá abajo. Después todo se quedó en silencio como si
todos, hasta nosotros, nos hubiéramos muerto.
Así pasó aquello.
Cuando los vivos comenzaron a salir de entre las astillas de
los carros, nosotros nos retiramos de allí, acalambrados de
miedo.
Estuvimos escondidos varios días; pero los federales nos
fueron a sacar de nuestro escondite. Ya no nos dieron paz;
ni siquiera para mascar un pedazo de cecina en paz.
Hicieron que se nos acabaran las horas de dormir y de
comer, y que los días y las noches fueran iguales para
nosotros. Quisimos llegar al cañón del Tozín; pero el
gobierno llegó primero que nosotros. Faldeamos el volcán.
Subimos a los montes más altos y allí, en ese lugar que le
dicen el Camino de Dios, encontramos otra vez al gobierno
tirando a matar. Sentíamos cómo bajaban las balas sobre
nosotros, en rachas apretadas, calentando el aire que nos
rodeaba. Y hasta las piedras detrás de las que nos
escondíamos se hacían trizas una tras otra como si fueran
terrones. Después supimos que eran ametralladoras 68
aquellas carabinas con que disparaban ahora sobre
nosotros y que dejaban hecho una coladera el cuerpo de
uno; pero entonces creímos que eran muchos soldados, por
miles, y todo lo que queríamos era correr de ellos.
Corrimos los que pudimos. En el Camino de Dios se quedó
el Chihuila, atejonado detrás de un madroño, con la cobija
envuelta en el pescuezo como si se estuviera defendiendo
del frío. Se nos quedó mirando cuando nos íbamos cada
quien por su lado para repartirnos la muerte. Y él parecía
estar riéndose de nosotros, con sus dientes pelones,
colorados de sangre.
Aquella desparramada que nos dimos fue buena para
muchos; pero a otros les fue mal. Era raro que no viéramos
colgados de los pies a alguno de los nuestros en cualquier
palo de algún camino. Allí duraban hasta que se hacían
viejos y se arriscaban como pellejos sin curtir. Los zopilotes
se los comían por dentro, sacándoles las tripas, hasta dejar
la pura cáscara. Y como los colgaban alto, allá se estaban
campaneándose al soplo del aire muchos días, a veces
meses, a veces ya nada más las puras tilangas de los
pantalones bulléndose con el viento como si alguien las
hubiera puesto a secar allí. Y uno sentía que la cosa ahora
sí iba de veras al ver aquello.
Algunos ganamos para el Cerro Grande y arrastrándonos
como víboras pasábamos el tiempo mirando hacia el Llano,
hacia aquella tierra de allá abajo donde habíamos nacido y
vivido y donde ahora nos estaban aguardando para
matarnos. A veces hasta nos asustaba la sombra de las
nubes.
Hubiéramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya
no éramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz;
pero, de tanto daño que hicimos por un lado y otro, la
gente se había vuelto matrera y lo único que habíamos
logrado era agenciarnos enemigos. Hasta los indios de acá
arriba ya no nos querían. Dijeron que les habíamos matado
sus animalitos. Y ahora cargan armas que les dio el 69
gobierno y nos han mandado decir que nos matarán en
cuanto nos vean:
«No queremos verlos; pero si los vemos los matamos», nos
mandaron decir.
De este modo se nos fue acabando la tierra. Casi no nos
quedaba ya ni el pedazo que pudiéramos necesitar para que
nos enterraran. Por eso decidimos separarnos los últimos,
cada quien arrendado por distinto rumbo.
Con Pedro Zamora anduve cosa de cinco años. Días
buenos, días malos, se ajustaron cinco años. Después ya no
lo volví a ver. Dicen que se fue a México detrás de una
mujer y que por allá lo mataron. Algunos estuvimos
esperando a que regresara, que cualquier día apareciera de
nuevo para volvernos a levantar en armas; pero nos
cansamos de esperar. Es todavía la hora en que no ha
vuelto. Lo mataron por allá. Uno que estuvo conmigo en la
cárcel me contó eso de que lo habían matado.
Yo salí de la cárcel hace tres años. Me castigaron allí por
muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro
Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron por otras
cosas, entre otras por la mala costumbre que yo tenía de
robar muchachas. Ahora vive conmigo una de ellas, quizá la
mejor y más buena de todas las mujeres que hay en el
mundo. La que estaba allí, afuerita de la cárcel, esperando
quién sabe desde cuándo a que me soltaran.
—¡Pichón!, te estoy esperando a ti —me dijo—. Te he
estado esperando desde hace mucho tiempo.
Yo entonces pensé que me esperaba para matarme. Allá
como entre sueños me acordé de quién era ella. Volví a
sentir el agua fría de la tormenta que estaba cayendo sobre
Telcampana, esa noche que entramos allí y arrasamos el
pueblo. Casi estaba seguro de que su padre era aquel viejo
al que le dimos su aplaque cuando ya íbamos de salida; al
que alguno de nosotros le descerrajó un tiro en la cabeza
mientras yo me echaba a su hija sobre la silla del caballo y
le daba unos cuantos coscorrones para que se calmara y no 70
me siguiera mordiendo. Era una muchachita de unos
catorce años, de ojos bonitos, que me dio mucha guerra y
me costó buen trabajo amansarla.
—Tengo un hijo tuyo —me dijo después—. Allí está.
Y apuntó con el dedo a un muchacho largo con los ojos
azorados:
—¡Quítate el sombrero, para que te vea tu padre!
Y el muchacho se quitó el sombrero. Era igualito a mí y con
algo de maldad en la mirada. Algo de eso tenía que haber
sacado de su padre.
—También a él le dicen el Pichón —volvió a decir la mujer,
aquella que ahora es mi mujer—. Pero él no es ningún
bandido ni ningún asesino. Él es gente buena.
Yo agaché la cabeza.
¡Diles que no me maten!
Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso.
Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
—No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar
nada de ti.
—Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos
ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
—No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a
deveras. Y yo ya no quiero volver allá.
—Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
—No. No tengo ganas de ir. Según eso, yo soy tu hijo. Y, si
voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les
dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas
de este tamaño.
—Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí.
Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
—No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
—Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo
viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará
con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe de
tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de
su alma.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba
sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio
vuelta para decir:
—Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también,
¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos? —La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos.
Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo
que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la
mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón,
esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento
de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le
había ido. También se le había ido el hambre. No tenía
ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien
que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién
resucitado.
Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan
rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto
de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por
nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino
porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por
más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que
matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y
que, siendo también su compadre, le negó el pasto para
sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después,
cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras
otro sus animales hostigados por el hambre y que su
compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus
potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y
a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para
que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don
Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca, para que él,
Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así,
de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir,
mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca,
siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se
vivía oliendo el pasto sin poder probarlo. Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a
ponerse de acuerdo.
Hasta que una vez don Lupe le dijo:
—Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te
lo mato.
Y él le contestó:
—Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales
busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si
me los mata.
Y me mató un novillo.
»Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya
en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No
me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el
embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel.
Todavía después se pagaron con lo que quedaba nomás por
no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían.
Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro
terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y
mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho
hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería
estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
»Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba
arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con
su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la
viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los
muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así
que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
»Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y
enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada que
llegaba alguien al pueblo me avisaban:
»—Por ahí andan unos fuereños, Juvencio.
»Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los
madroños y pasándome los días comiendo sólo verdolagas.
A veces tenía que salir a la medianoche, como si me fueran 74
correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un
año ni dos. Fue toda la vida.»
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie,
confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que
al menos sus últimos días los pasaría tranquilo. “Al menos
esto —pensó— conseguiré con estar viejo. Me dejarán en
paz.”
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que
le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas
alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de
la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de
un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando
su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso
curtido por los malos días en que tuvo que andar
escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su
mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su
mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la
intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar
para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al
pueblo. Dejó que se fuera como se le había ido todo lo
demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba
para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera
lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho
menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado.
No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo
solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron
cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con
aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas
por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo
dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en
el estómago, que le llegaba de pronto siempre que veía de
cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que
le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los
pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el
corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas.
No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría
aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran
equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al
Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos
caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento
soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena
de ese olor como de orines que tiene el polvo de los
caminos.
Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían
viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la
oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta
años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos,
de haberla probado como se prueba el sabor de la carne.
Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos,
saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo
casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres
que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo
dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie,
muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más
adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta
imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No
lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado
ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por
dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en
esa hora desteñida en que todo parece chamuscado.
Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él
había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a
crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver
con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas
cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después
volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de
ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las
aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a
marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido
entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no
volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de
decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los
bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera
que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído.
Dijo:
—Yo nunca le he hecho daño a nadie —eso dijo. Pero nada
cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las
caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si
hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que
tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó
caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del
pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos
por el color negro de la noche.
Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él,
con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver
salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
—¿Cuál hombre? —preguntaron.
—El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó
a traer.
—Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima —volvió a
decir la voz de allá adentro. —¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? —repitió la
pregunta el sargento que estaba frente a él.
—Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he
vivido hasta hace poco.
—Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
—Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
—¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
—Ya sé que murió —dijo. Y siguió hablando como si
platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de
carrizos.
—Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo
busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer
sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para
enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
»Luego supe que lo habían matado a machetazos,
clavándole después una pica de buey en el estómago. Me
contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando
lo encontraron, tirado en un arroyo, todavía estaba
agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su
familia.
»Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de
olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que
hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida
con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése,
aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto
en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para
acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No
debía haber nacido nunca.»
Desde acá, desde afuera, se oyó bien claro cuanto dijo.
Después ordenó:
—¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y
luego fusílenlo!—¡Mírame, coronel! —pidió él—. Ya no valgo nada. No
tardaré en morime sólito, derrengado de viejo. ¡No me
mates…!
—¡Llévenselo! —volvió a decir la voz de adentro.
—…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo
me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he
pasado cosa de cuarenta años escondido como un
apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato
me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que,
al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que
no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su
sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
—Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se
emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado
al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo
Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al
aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le
metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala
impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron,
arrebatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía
con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
—Tu nuera y los nietos te extrañarán —iba diciéndole—. Te
mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará
que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara
tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te
dieron.
Luvina
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el
más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que
hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le
sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la
loma que sube hacia Luvina la nombran cuesta de la Piedra
Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla,
de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como
si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer;
aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son
tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo
antes que llegue a caer sobre la tierra.
…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en
barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano.
Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los
sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en
tremolina, como si allá abajo lo tuvieran encañonado en
tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las
dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden
vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus
manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí
donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras,
florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el
chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye
rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un
ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
—Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es
pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo
cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta
en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera.
Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si
se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones
lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno 80
lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso,
raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra,
escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas,
hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a
remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá
usted.
El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato,
mirando hacia afuera.
Hasta ellos llegaban el sonido del río pasando sus crecidas
aguas por las ramas de los camichines; el rumor del aire
moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los
gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado
por la luz que salía de la tienda. Los comejenes entraban y
rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo
con las alas chamuscadas.
Y afuera seguía avanzando la noche.
—¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! —volvió
a decir el hombre. Después añadió:
—Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en
Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado
siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca.
Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para
descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento.
Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si
estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo
con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…
Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro
de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera
hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No
interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”
Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:
—Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A
mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan
la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal
flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro
dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y
pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de
las barrancas: Pero después de diez o doce días se van y no
regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de
que no regresen en varios años.
»…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra,
además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha
llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llaman “pasojos
de agua”, que no son sino terrones endurecidos como
piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al caminar,
como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.
Como si así fuera.»
Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la
botella y siguió diciendo:
—Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy
triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que
es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la
sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la
cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora
que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la
lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se
puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno,
apretada contra de uno, y porque es oprimente como una
gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
»…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la
figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a
rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a
ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del
desconsuelo… siempre.
»Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera
una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia
como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así
sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro.
Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se
consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá 82
probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba
llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted
dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor
tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.»
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del
aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la
noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y
había vuelto. Ahora venía diciendo:
—Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas
por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a
mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que
sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a
ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado.
Y ahora usted va para allá… Está bien.
Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y
pienso… Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a
Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza?
Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho.
Me alivia. Siento como si me enjuagaran la cabeza con
aceite alcanforado… Bueno, le contaba que cuando llegué
por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso
dejar ni siquiera que descansaran las bestias. En cuanto
nos puso en el suelo, se dio media vuelta:
»—Yo me vuelvo —nos dijo.
»—Espera, ¿no vas a dejar sestear tus animales? Están
muy aporreados.
»—Aquí se fregarían más —nos dijo—. Mejor me vuelvo.
»Y se fue, dejándose caer por la cuesta de la Piedra Cruda,
espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar
endemoniado.
»Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí,
parados en mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares
en los brazos. En medio de aquel lugar donde sólo se oía el
viento… »Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí
nos quedamos.
»Entonces yo le pregunté a mi mujer:
»—¿En qué país estamos, Agripina?
»Y ella se alzó de hombros.
»—Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y
dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos —le dije.
»Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no
regresó.
»Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de
los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones
de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia:
sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el
niño dormido entre sus piernas.
»—¿Qué haces aquí, Agripina?
»—Entré a rezar —nos dijo.
»—¿Para qué? —le pregunté yo.
»Y ella se alzó de hombros.
»Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin
puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo
resquebrajado por donde se colaba el aire como por un
cedazo.
»—¿Dónde está la fonda?
»—No hay ninguna fonda.
»—¿Y el mesón?
»—No hay ningún mesón.
»—¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? —le pregunté.
»—Sí, allí enfrente… Unas mujeres… Las sigo viendo. Mira,
allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que
nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas.
Veo las bolas brillantes de sus ojos… Pero no tienen qué 84
darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en
este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a
rezar, a pedirle a Dios por nosotros.
»—¿Por qué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.
»—Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.
»—¿Qué país es éste, Agripina?
»Y ella volvió a alzarse de hombros.
»Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón
de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí
llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo
estuvimos oyendo pasar por encima de nosotros, con sus
largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir por los
huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos
de aire las cruces del viacrucis; unas cruces grandes y
duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las
paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con
alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como
si fuera un rechinar de dientes.
»Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y
mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos.
Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué
hacer.
»Poco antes del amanecer se calmó el viento. Después
regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que
todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado
con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la
respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de
mi mujer ahí a mi lado:
»—¿Qué es? —me dijo.
»—¿Qué es qué? —le pregunté.
»—Eso, el ruido ese.
»—Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un
poquito, que ya va a amanecer.85
»Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de
murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De
murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me
levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada
de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los
agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntitas hacia
allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me
detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de
Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de
su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la
noche.
»—¿Qué quieren? —les pregunté—. ¿Qué buscan a estas
horas?
»Una de ellas respondió:
»—Vamos por agua.
»Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si
fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus
negros cántaros.
»No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé
en Luvina.
»…¿No cree usted que esto se merece otro trago? Aunque
sea nomás para que se me quite el mal sabor del
recuerdo.»
Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en
Luvina, ¿verdad…? La verdad es que no lo sé. Perdí la
noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron;
pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el
tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a
nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los
días comienzan y se acaban. Luego viene la noche.
Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que
para ellos es una esperanza.
»Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una
misma idea. Y así es, sí señor… Estar sentado en el umbral
de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo 86
y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los
resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como
si se viviera siempre en la eternidad. Eso hacen allí los
viejos.
»Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que
todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin
fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han
nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y ya son
hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la
madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la
cosa.
»Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un
marido que anda donde sólo Dios sabe dónde… Vienen de
vez en cuando como las tormentas de que le hablaba; se
oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y uno
como gruñido cuando se van… Dejan el costal del
bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre
de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos sino al
año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le
dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida
trabajando para los padres como ellos trabajaron para los
suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron
con su ley…
»Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día
de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos
caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del
hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.
»Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro
lugar, donde la tierra fuera buena. “¡Vámonos de aquí! —
les dije—. No faltará modo de acomodarnos en alguna
parte. El Gobierno nos ayudará.”
»Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el
fondo de sus ojos de los que sólo se asomaba una lucecita
allá muy adentro.
»—¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú
conoces al Gobierno? »Les dije que sí.
»—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De
lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno.
»Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza
diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto
reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y
me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
»Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda
de ellos cuando alguno de sus muchachos ha hecho alguna
fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y
se lo matan. De ahí en más no saben si existen.
»—Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según
tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad —
me dijeron—. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará
a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos
solos.
»Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando
bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva
para engañar el hambre. Los mirará pasar como sombras,
repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el
viento.
»—¿No oyen ese viento? —les acabé por decir—. Él acabará
con ustedes.
»—Dura lo que debe durar. Es el mandato de Dios —me
contestaron—. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso
sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la
sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire
hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.
»Ya no les volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he
vuelto ni pienso regresar.
»…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para
allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron
quince años que me dijeron a mí lo mismo: “Usted va a ir a
San Juan Luvina.” »En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de
ideas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden
ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en
todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el
experimento y se deshizo…
»San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel
nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo
donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien
ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al
vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay
en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí.
Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto
lo que le digo…
»¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos
matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a
cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye, Camilo,
mándanos ahora unos mezcales!
»Pues sí, como le estaba yo diciendo…»
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la
mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como
gusanitos desnudos.
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El
chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El
griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de
la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la
mesa y se quedó dormido.
La noche que lo dejaron solo
Por qué van tan despacio? —les preguntó Feliciano Ruelas a
los de adelante—. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso
no les urge llegar pronto?
—Llegaremos mañana amaneciendo —le contestaron.
Fue lo último que oyó decirles. Sus últimas palabras. Pero
de eso se acordaría después, al día siguiente.
Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de
aprovechar la poca claridad de la noche.
«Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán.» También
habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior.
No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.
Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se
le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más
cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda,
donde llevaba terciados los rifles.
Mientras el terreno estuvo parejo, caminó de prisa. Al
comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a
moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban
sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy
adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida.
Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura
de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí
donde su espalda se encorvaba.
Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos
talonazos que había venido oyendo quién sabe desde
cuándo, durante quién sabe cuántas noches: “De la
Magdalena para acá, la primera noche; después de allá
para acá, la segunda, y ésta es la tercera. No serían
muchas —pensó—, si al menos hubiéramos dormido de día. 90
Pero ellos no quisieron: ‘Nos pueden agarrar dormidos —
dijeron—. Y eso sería lo peor.’”
—¿Lo peor para quién?
Ahora el sueño lo hacía hablar. “Les dije que esperaran:
vamos dejando este día para descansar. Mañana
caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas,
por si tenemos que correr. Puede darse el caso.”
Se detuvo con los ojos cerrados. “Es mucho —dijo—. ¿Qué
ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas
que hemos perdido, no vale la pena.” En seguida gritó:
“¿Dónde andan?”
Y casi en secreto: “Váyanse, pues. ¡Váyanse!”
Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaba la tierra fría
y el sudor convertido en agua fría. Ésta debía de ser la
sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio,
y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del
gabán: “Como si me levantaran la camisa y me
manosearan el pellejo con manos heladas.”
Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si
quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca
de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se
dejó resbalar en el sueño, sobre el conchal, sintiendo cómo
se le iba entumeciendo el cuerpo.
Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro,
por encima de las ramas oscuras.
«Está oscureciendo», pensó. Y se volvió a dormir.
Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas
sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla
bordeaba el horizonte.
Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron:
“Buenos días”, le dijeron. Pero él no contestó.91
Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él
debía de haber atravesado la sierra por la noche para evitar
a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo habían
dicho.
Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se
hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde
estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas
terregosas.
Le parecía oír a los arrieros que decían: “Lo vimos allá
arriba. Es así y asado, y trae muchas armas.”
Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras.
Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si
quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había que “encumbrar, rodear la meseta y luego bajar”.
Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le
dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.
Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran
llanura gris.
«Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún
pendiente», pensó.
Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y
volviendo a rodar.
«Obre Dios», decía. Y rodaba cada vez más en su carrera.
Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron:
“¡Buenos días!” Sintió que sus ojos eran engañosos.
Llegarán al primer vigía y le dirán: “Lo vimos en tal y tal
parte. No tardará en estar por aquí.”
De pronto se quedó quieto.
«¡Cristo!», dijo. Y ya iba a gritar: “¡Viva Cristo Rey!”, pero
se contuvo. Sacó la pistola de la costalilla y se la acomodó
por dentro debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su
carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos
del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los
soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.92
Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor;
reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío
Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la
lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad
del corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía
de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les
ennegrecía la cara.
No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda
y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo,
aunque sentía que un gusano se le retorcía en el estómago.
Arriba de él, oyó que alguien decía:
—¿Qué esperan para descolgar a ésos?
—Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran
tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es
un muchachito; pero muchachito y todo fue el que le tendió
la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente.
Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran
más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no
viene de hoy a mañana, acabamos con el primero que pase
y así se cumplirán las órdenes.
—¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos
quitaría un poco lo aburrido.
—No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando
para la sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del
Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno sería
dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros
de los Altos.
—Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos
enfilan también a nosotros por aquel rumbo.
Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara
el bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego
sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua
y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue
caminando, empujando el cuerpo con las manos.93
Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se
echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró
para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el
arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.
Paso del Norte
Me voy lejos, padre, por eso vengo a darle el aviso.
—¿Y pa onde te vas, si se puede saber?
—Me voy pal Norte.
—¿Y allá pos pa qué? ¿No tienes aquí tu negocio? ¿No estás
metido en la merca de puercos?
—Estaba. Ora ya no. No deja. La semana pasada no
conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros
quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque
vive bien.
—¿Qué estás ahi diciendo?
—Pos que hay hambre. Usté no lo siente. Usté vende sus
cuetes y sus saltapericos y la pólvora y con eso la va
pasando. Mientras haiga funciones, le lloverá el dinero;
pero uno no, padre. Ya naide cría puercos en este tiempo. Y
si los cría pos se los come. Y si los vende, los vende caros.
Y no hay dinero pa mercarlos, demás de esto. Se acabó el
negocio, padre.
—Y ¿qué diablos vas a hacer al Norte?
—Pos a ganar dinero. Ya ve usté, el Carmelo volvió rico,
trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco
centavos. De a parejo, desde un danzón hasta la Anderson
ésa que canta canciones tristes; de a todo por igual, y gana
su buen dinerito y hasta hacen cola para oír. Así que usté
ve; no hay más que ir y volver. Por eso me voy.
—¿Y ónde vas a guardar a tu mujer con los muchachos?
—Pos por eso vengo a darle el aviso, pa que usté se
encargue de ellos. —¿Y quién crees que soy yo, tu pilmama? Si te vas, por ahi
que Dios se las ajuarié con ellos. Yo ya no estoy pa criar
muchachos, con haberte criado a ti y a tu hermana, que en
paz descanse, con eso tuve de sobra. De hoy en adelante
no quiero tener compromisos. Y como dice el dicho: “Si la
campana no repica es porque no tiene badajo.”
—No le hallo qué decir, padre, hasta lo desconozco. ¿Qué
me gané con que usté me criara?, puros trabajos. Nomás
me trajo al mundo al averíguatelas como puedas. Ni
siquiera me enseñó el oficio de cuetero, como pa que no le
fuera a hacer a usté la competencia. Me puso unos calzones
y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a
vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una
mano adelante y otra atrás. Mire usté, éste es el resultado:
nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y
éste su hijo, como quien dice toda su descendencia,
estaremos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y
el coraje que da es que es de hambre. ¿Usté cree que eso
es legal y justo?
—Y a mí qué diablos me va o me viene. ¿Pa qué te casaste?
Te fuiste de la casa y ni siquiera me pediste el permiso.
—Eso lo hice porque a usté nunca le pareció buena la
Tránsito. Me la malcrió siempre que se la truje y,
recuérdeselo, ni siquiera voltió a verla la primera vez que
vino: “Mire, papá, ésta es la muchachita con la que me voy
a coyuntar.” Usté se soltó hablando en verso y que dizque
la conocía de íntimo, como si fuera una mujer de la calle. Y
dijo una bola de cosas que ni yo se las entendí. Por eso ni
se la volví a traer. Así que por eso no me debe usté guardar
rencor. Ora sólo quiero que me la cuide, porque me voy en
serio. Aquí no hay ni qué hacer, ni de qué modo buscarle.
—Ésos son rumores. Trabajando se come y comiendo se
vive. Apréndete mi sabiduría. Yo estoy viejo y ni me quejo.
De muchacho ya ni se diga; tenía hasta pa conseguir
mujeres de a rato. El trabajo da pa todo y contimás pa las
urgencias del cuerpo. Lo que pasa es que eres tonto. Y no
me digas que eso yo te lo enseñé.96
—Pero usté me nació. Y usté tenía que haberme
encaminado, no nomás soltarme como caballo entre milpas.
—Ya estabas bien largo cuando te fuiste. ¿O a poco querías
que te mantuviera siempre? Sólo las lagartijas buscan la
misma covacha hasta cuando mueren. Di que te fue bien y
que conociste mujer y que tuviste hijos, otros ni siquiera
eso han tenido en su vida, han pasado como las aguas de
los ríos, sin comerse ni beberse.
—Ni siquiera me enseñó usted a hacer versos, ya que los
sabía. Aunque sea con eso hubiera ganado algo divirtiendo
a la gente como usté hace. Y el día que se lo pedí me dijo:
“Anda a mercar güevos, eso deja más.” Y en un principio
me volví güevero y aluego gallinero y después merque
puercos y, hasta eso, no me iba mal, si se puede decir.
Pero el dinero se acaba; vienen los hijos y se lo sorben
como agua y no queda nada después pal negocio y naide
quiere fiar. Ya le digo, la semana pasada comimos quelites,
y ésta, pos ni eso. Por eso me voy. Y me voy entristecido,
padre, aunque usté no lo quiera creer, porque yo quiero a
mis muchachos, no como usté que nomás los crió y los
corrió.
—Apréndete esto, hijo: en el nidal nuevo, hay que dejar un
güevo. Cuando aletié la vejez aprenderás a vivir, sabrás
que los hijos se te van, que no te agradecen nada; que se
comen hasta tu recuerdo.
—Eso es puro verso.
—Lo será, pero es la verdá.
—Yo de usté no me he olvidado, como usté ve.
—Me vienes a buscar en la necesidá. Si estuvieras tranquilo
te olvidarías de mí. Desde que tu madre murió me sentí
solo; cuando murió tu hermana, más solo; cuando tú te
fuiste vi que estaba solo pa siempre. Ora vienes y me
quieres remover el sentimiento; pero no sabes que es más
dificultoso resucitar un muerto que dar la vida de nuevo.
Aprende algo. Andar por los caminos enseña mucho. 97
Restriégate con tu propio estropajo, eso es lo que has de
hacer.
—¿Entonces no me los cuidará?
—Ahi déjalos, nadie se muere de hambre.
—Dígame si me guarda el encargo, no quiero irme sin estar
seguro.
—¿Cuántos son?
—Pos nomás tres niños y dos niñas y la nuera que está re
joven.
—Rejodida, dirás.
—Yo fui su primer marido. Era nueva. Es buena. Quiérala,
padre.
—¿Y cuándo volverás?
—Pronto, padre. Nomás arrejunto el dinero y me regreso.
Le pagaré el doble lo que usté haga por ellos. Deles de
comer, es todo lo que le encomiendo.
De los ranchos bajaba la gente a los pueblos; la gente de
los pueblos se iba a las ciudades. En las ciudades la gente
se perdía; se disolvía entre la gente. “¿No sabe ónde me
darán trabajo?” “Sí, vete a Ciudá Juárez. Yo te paso por
doscientos pesos. Busca a fulano de tal y dile que yo te
mando. Nomás no se lo digas a nadie.” “Está bien, señor,
mañana se los traigo.”
—Señor, aquí le traigo los doscientos pesos.
—Está bien. Te voy a dar un papelito pa nuestro amigo de
Ciudá Juárez. No lo pierdas. Él te pasará la frontera y de
ventaja llevas hasta la contrata. Aquí va el domicilio y el
teléfono pa que lo localices más pronto. No, no vas a ir a
Texas. ¿Has oído hablar de Oregón? Bien, dile a él que
quieres ir a Oregón. A cosechar manzanas, eso es, nada de
algodonales. Se ve que tú eres un hombre listo. Allá te
presentas con Fernández. ¿No lo conoces? Bueno,
preguntas por él. Y si no quieres cosechar manzanas, te pones a pegar durmientes. Eso deja más y es más durable.
Volverás con muchos dólares. No pierdas la tarjeta.
Padre, nos mataron.
—¿A quiénes?
—A nosotros. Al pasar el río. Nos zumbaron las balas hasta
que nos mataron a todos.
—¿En dónde?
—Allá, en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las
linternas, cuando íbamos cruzando el río.
—¿Y por qué?
—Pos no lo supe, padre. ¿Se acuerda de Estanislado? Él fue
el que me encampanó pa irnos pa allá. Me dijo cómo estaba
el teje y maneje del asunto y nos fuimos primero a México
y de allí al Paso. Y estábamos pasando el río cuando nos
fusilaron los máuseres. Me devolví porque él me dijo:
“Sácame de aquí, paisano, no me dejes.” Y entonces estaba
ya panza arriba, con el cuerpo todo agujereado, sin
músculos. Lo arrastré como pude, a tirones, haciéndome a
un lado de las linternas que nos alumbraban buscándonos.
Le dije: “Estás vivo”, y él me contestó: “Sácame de aquí,
paisano.” Y luego me dijo: “Me dieron.” Yo tenía un brazo
quebrado por un golpe de bala y el güeso se había ido de
allí donde se salta el codo. Por eso lo agarré con la mano
buena y le dije: “Agárrate fuerte de aquí.” Y se me murió
en la orilla, frente a las luces de un lugar que le dicen la
Ojinaga, ya de este lado, entre los tules que siguieron
peinando el río como si nada hubiera pasado.
»Lo subí a la orilla y le hablé: “¿Todavía estás vivo?” Y él no
me respondió. Estuve haciendo la lucha por revivir al
Estanislado hasta que me amaneció; le di friegas y le soplé
los pulmones para que resollara, pero ni pío volvió a decir.
»El de la migración se me arrimó por la tarde.
»—Ey, tú, ¿qué haces aquí?
»—Pos estoy cuidando este muertito. »—¿Tú lo mataste?
»—No, mi sargento —le dije.
»—Yo no soy ningún sargento. ¿Entonces quién?
»Como lo vi uniformado y con las aguilitas esas, me lo
figuré del ejército, y traía tamaño pistolón que ni lo dudé.
»Me siguió preguntando: “¿Entonces quién, eh?” Y así
estuvo dale y dale hasta que me zarandió de los cabellos y
yo ni metí las manos, por eso del codo dañado que ni
defenderme pude.
»Le dije:
»—No me pegue, que estoy manco.
»Y hasta entonces le paró a los golpes.
»—¿Qué pasó?, dime —me dijo.
»—Pos nos clarearon anoche, íbamos regustosos, chifle y
chifle del gusto de que ya íbamos pal otro lado cuando
mérito en medio del agua se soltó la balacera. Y ni quien se
la quitara. Éste y yo fuimos los únicos que logramos salir y
a medias, porque mire, él ya hasta aflojó el cuerpo.
»—¿Y quiénes fueron los que los balacearon?
»—Pos ni siquiera los vimos. Sólo nos aluzaron con sus
linternas, y pácatelas y pácatelas, oímos los riflonazos,
hasta que yo sentí que se volteaba el codo y oí a éste que
me decía: “Sácame del agua, paisano.” Aunque de nada
nos hubiera servido haberlos visto.
»—Entonces han de haber sido los apaches.
»—¿Cuáles apaches?
»—Pos unos que así les dicen y que viven del otro lado.
»—¿Pos que no están las Tejas del otro lado?
»—Sí, pero está llena de apaches, como no tienes una idea.
Les voy a hablar a Ojinaga pa que recojan a tu amigo y tú prevente pa que regreses a tu tierra. ¿De dónde eres? No
te debías de haber salido de allá. ¿Tienes dinero?
»—Le quité al muerto este tantito. A ver si me ajusta.
»—Tengo ahí una partida pa los repatriados. Te daré lo del
pasaje; pero si te vuelvo a devisar por aquí, te dejo a que
revientes. No me gusta ver una cara dos veces. ¡Ándale,
vete!
»Y yo me vine y aquí estoy, padre, pa contárselo a usté.»
—Eso te ganaste por creído y por tarugo. Y ya verás cuando
te asomes por tu casa, ya verás la ganancia que sacaste
con irte.
—¿Pasó algo malo? ¿Se me murió algún chamaco?
—Se te fue la Tránsito con un arriero. Dizque era rebuena,
¿verdá? Tus muchachos están acá atrás dormidos. Y tú vete
buscando onde pasar la noche, porque tu casa la vendí pa
pagarme lo de los gastos. Y todavía me sales debiendo
treinta pesos del valor de las escrituras.
—Está bien padre, no me le voy a poner renegado. Quizá
mañana encuentre por aquí algún trabajito pa pagarle todo
lo que le debo. ¿Por qué rumbo dice usté que arrendó el
arriero con la Tránsito?
—Pos por ahi. No me fijé.
—Entonces orita vengo, voy por ella.
—¿Y por onde vas?
—Pos por ahi, padre, por onde usté dice que se fue.
Acuérdate
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de
Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió
recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la
influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te
debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo
por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos
hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal
nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete
alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni
era suya y que por más señas estaba enferma del hipo.
Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en
misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su
ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y
llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y le daban
tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Ésa acabó
casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que
antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino
de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque
siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un
muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó
en los entierros, pues todos los hijos se le morían de recién
nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas,
llevándolos al panteón entre músicas y coros de
monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la
canción esa de “ahí te mando, Señor, otro angelito”. De eso
se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por
eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio.
Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron
pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el
último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los
cincuenta años. La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato
andaba en pleito con las marchantas en la plaza del
mercado porque le querían dar muy caro los jitomates,
pegaba de gritos y decía que la estaban robando. Después,
ya de pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando
rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro
cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus
hijos”. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos
que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad,
apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la
rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía
clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más
fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes
que se robaba del mango que estaba en el patio de la
escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a
dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba
cuanta porquería y media traía en la bolsa: canicas ágatas,
trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a
los que se les amarra un hilo en una pata para que no
vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a
los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para
mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la
garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando
canciones todas desafinadas en una mandolina que le
prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a
bebernos el tepache que siempre le quedábamos a deber y
que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero.
Después hasta se quedó sin amigos, porque todos, al verlo,
le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de
nacimiento. Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo
encontraron con su prima la Arremangada jugando a
marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un
aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande
entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila
de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó
por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con
la mano y como diciendo: “Ya me las pagarán caro.”
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la
mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta
soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la
tarde como si fuera un aullido de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar
de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una
paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje,
se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció
de vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en
la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina
entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No
hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba,
él hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina.
Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de
noche, poquito después de las ocho y cuando todavía
estaban tocando las campanas el toque de Ánimas.
Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la
iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron:
al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al
Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser,
sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del
mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se
desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina
y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca
del jardín, donde se estuvo tendido. Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue.
Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la
bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se
sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él
mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta
escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de
escuela y lo conociste como yo.
No oyes ladrar los perros
Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna
señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose
de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y
creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una
sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada
redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que
llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los
perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba
detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado
el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón
y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros.
Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,
porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su 106
hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a
echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En
ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le
agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba,
y porque los pies se le encajaban en los ijares como
espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en
su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una
sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y
cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete
tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga
un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni
siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y
colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y
oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su
cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él
acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego
se enderezaba para volver a tropezar de nuevo. —Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del
cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya
no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está
cerca. ¿Por qué no quieres decirme que ves, tú que vas allá
arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí.
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré
quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré
con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te
dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió
a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara
del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los
ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la
cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su
difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago.
Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,
donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a
que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da
ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo
más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras
vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el
sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.108
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que
le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de
que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos
pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos,
donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso…
Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la
sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba
la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones
la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted
andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y
matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi
compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le
dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de
encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede
ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes
hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que
ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el
pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros.
Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y
aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me
ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y
tu madre te daba agua, porqué ya te habías acabado la
leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso.
Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella
rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú
crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El
otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado
otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros
dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies,
balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la
cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de
lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su
madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos
pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le
hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora
lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a
todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran
podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.”
¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de
la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su
hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último
esfuerzo. Al llegar al primer tejaban, se recostó sobre el
pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo
hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había
venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó
cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni
siquiera con esta esperanza.
El día del derrumbe
Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año
sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?
—No, fue el pasado.
—Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año
pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón, ¿no fue el
veintiuno de septiembre el mero día del temblor?
—Fue un poco antes. Tengo entendido que fue por el
dieciocho.
—Tienes razón. Yo por esos días andaba en Tuxcacuesco.
Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si
estuvieran hechas de melcocha, nomás se retorcían así,
haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el
suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada
corriendo derecho a la iglesia dando de gritos. Pero
espérense: Oye, Melitón, se me hace como que en
Tuxcacuesco no existe ninguna iglesia. ¿Tú no te acuerdas?
—No la hay. Allí no quedan más que unas paredes
cuarteadas que dicen fue la iglesia hace algo así como
doscientos años; pero nadie se acuerda de ella, ni de cómo
era; aquello más bien parece un corral abandonado plagado
de higuerillas.
—Dices bien. Entonces no fue en Tuxcacuesco donde me
agarró el temblor, ha de haber sido en El Pochote. ¿Pero El
Pochote es un rancho, no?
—Sí, pero tiene una capillita que allí le dicen la iglesia, está
un poco más allá de la hacienda de Los Alcatraces.
—Entonces fue allí ni más ni menos donde me agarró el
temblor ese que les digo y cuando la tierra se pandeaba
todita como si por dentro la estuvieran rebullendo. Bueno, unos pocos días después; porque me acuerdo que todavía
estábamos apuntalando paredes, llegó el gobernador; venía
a ver qué ayuda podía prestar con su presencia. Todos
ustedes saben que nomás con que se presente el
gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda
arreglado. La cuestión está en que al menos venga a ver lo
que sucede, y no que se esté allá metido en su casa, nomás
dando órdenes. En viniendo él, todo se arregla, y la gente,
aunque se le haya caído la casa encima, queda muy
contenta con haberlo conocido. ¿O no es así, Melitón?
—Eso que ni qué.
—Bueno, como les estaba diciendo, en septiembre del año
pasado, un poquito después de los temblores cayó por aquí
el gobernador para ver cómo nos había tratado el
terremoto. Traía geólogo y gente conocedora, no crean
ustedes que venía solo. Oye, Melitón, ¿como cuánto dinero
nos costó darles de comer a los acompañantes del
gobernador?
—Algo así como cuatro mil pesos.
—Y eso que nomás estuvieron un día y en cuanto se les
hizo de noche se fueron, si no, quién sabe hasta qué alturas
hubiéramos salido desfalcados, aunque eso sí, estuvimos
muy contentos: la gente estaba que se le reventaba el
pescuezo de tanto estirarlo para poder ver al gobernador y
haciendo comentarios de cómo se había comido el guajolote
y de que si había chupado los huesos y de cómo era de
rápido para levantar una tortilla tras otra rociándolas con
salsa de guacamole; en todo se fijaron. Y él tan tranquilo,
tan serio, limpiándose las manos en los calcetines para no
ensuciar la servilleta que sólo le sirvió para espolvorearse
de vez en vez los bigotes. Y después, cuando el ponche de
granada se les subió a la cabeza, comenzaron a cantar
todos en coro. Oye, Melitón, ¿cuál fue la canción que
estuvieron repite y repite como disco rayado?
—Fue una que decía: “No sabes del alma las horas de luto.” —Eres bueno para eso de la memoria, Melitón, no cabe
duda. Sí, fue ésa. Y el gobernador nomás reía; pidió saber
dónde estaba el cuarto de baño. Luego se sentó
nuevamente en su lugar, olió los claveles que estaban
sobre la mesa. Miraba a los que cantaban, y movía la
cabeza, llevando el compás, sonriendo. No cabe duda que
se sentía feliz, porque su pueblo era feliz, hasta se le podía
adivinar el pensamiento. Y a la hora de los discursos se
paró uno de sus acompañantes, que tenía la cara alzada,
un poco borneada a la izquierda, Y habló. Y no cabe duda
de que se las traía. Habló de Juárez que nosotros teníamos
levantado en la plaza y hasta entonces supimos que era la
estatua de Juárez, pues nunca nadie nos había podido decir
quién era el individuo que estaba encaramado en el
monumento aquel. Siempre creíamos que podía ser Hidalgo
o Morelos o Venustiano Carranza, porque en cada
aniversario de cualquiera de ellos, allí les hacíamos su
función. Hasta que el catrincito aquel nos vino a decir que
se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas que dijo! ¿No
es verdad, Melitón? Tú que tienes tan buena memoria te
has de acordar bien de lo que recitó aquel fulano.
—Me acuerdo muy bien; pero ya lo he repetido tantas veces
que hasta resulta enfadoso.
—Bueno, no es necesario. Sólo que estos señores se
pierden de algo bueno. Ya les dirás mejor lo que dijo el
gobernador.
»La cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los
dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió
en una borrachera de las buenas. Y ya no se diga cuando
entró al pueblo la música de Tepec, que llegó retrasada por
eso de que todos los camiones se habían ocupado en el
acarreo de la gente del gobernador y los músicos tuvieron
que venirse a pie; pero llegaron. Entraron sonándole duro
al arpa y a la tambora, haciendo tatachum, chum, chum,
con los platillos, arreándole fuerte y con ganas al Zopilote
mojado. Aquello estaba de haberse visto, hasta el
gobernador se quitó el saco y se desabrochó la corbata, y la cosa siguió de refilón. Trajeron más damajuanas de ponche
y se dieron prisa en tatemar más carne de venado, porque
aunque ustedes no lo quieran creer y ellos no se dieran
cuenta, estaban comiendo carne de venado del que por
aquí abunda. Nosotros nos reíamos cuando decían que
estaba muy buena la barbacoa, ¿o no, Melitón?, cuando por
aquí no sabemos ni lo que es eso de barbacoa. Lo cierto es
que apenas les servíamos un plato y ya querían otro y ni
modo, allí estábamos para servirlos; porque como dijo
Liborio, el administrador del Timbre, que entre paréntesis
siempre fue muy agarrado, “no importa que esta recepción
nos cueste lo que nos cueste que para algo ha de servir el
dinero” y luego tú, Melitón, que por ese tiempo eras
presidente municipal, y que hasta te desconocí cuando
dijiste: “que se chorrié el ponche, una visita de éstas no se
desmerece”. Y sí, se chorrió el ponche, ésa es la pura
verdad; hasta los manteles estaban colorados. Y la gente
aquella que parecía no tener llenadero. Sólo me fijé que el
gobernador no se movía de su sitio; que no estiraba ni la
mano, sino que sólo se comía y bebía lo que le arrimaban;
pero la bola de lambiscones se desvivía por tenerle la mesa
tan llena que hasta ya no cabía ni el salero que él tenía en
la mano y que cuando lo desocupaba se lo metía en la bolsa
de la camisa. Hasta yo fui a decirle: “¿no gusta sal, mi
general?”, y él me enseñó riendo el salero que tenía en la
bolsa de la camisa, por eso me di cuenta.
»Lo grande estuvo cuando él comenzó a hablar. Se nos
enchinó el pellejo a todos de la pura emoción. Se fue
enderezando, despacio, muy despacio, hasta que lo vimos
echar la silla hacia atrás con el pie; poner sus manos en la
mesa; agachar la cabeza como si fuera a agarrar vuelo y
luego su tos, que nos puso a todos en silencio. ¿Qué fue lo
que dijo, Melitón?»
—“Conciudadanos —dijo—. Rememorando mi trayectoria,
vivificando el único proceder de mis promesas. Ante esta
tierra que visité como anónimo compañero de un candidato
a la Presidencia, cooperador omnímodo de un hombre
representativo, cuya honradez no ha estado nunca desligada del contexto de sus manifestaciones políticas y
que sí, en cambio, es firme glosa de principios democráticos
en el supremo vínculo de unión con el pueblo, aunando a la
austeridad de que ha dado muestras la síntesis evidente de
idealismo revolucionario nunca hasta ahora pleno de
realizaciones y de certidumbre.”
—Allí hubo aplausos, ¿o no, Melitón?
—Sí, muchos aplausos. Después siguió:
»“Mi trazo es el mismo, conciudadano. Fui parco en
promesas como candidato, optando por prometer lo que
únicamente podía cumplir y que al cristalizar, tradujérase
en beneficio colectivo y no en subjuntivo, ni participio de
una familia genérica de ciudadanos. Hoy estamos aquí
presentes, en este caso paradojal de la naturaleza, no
previsto dentro de mi programa de gobierno…”
»“¡Exacto, mi general! —gritó uno de por allá—. ¡Exacto!
Usted lo ha dicho.”
»“…En este caso, digo cuando la naturaleza nos ha
castigado, nuestra presencia receptiva en el centro del
epicentro telúrico que ha devastado hogares que podían
haber sido los nuestros, que son los nuestros; concurrimos
en el auxilio, no con el deseo neroniano de gozarnos en la
desgracia ajena, más aún, inminentemente dispuestos a
utilizar muníficamente nuestro esfuerzo en la
reconstrucción de los hogares destruidos, hermanalmente
dispuestos en el consuelo de los hogares menoscabados por
la muerte. Este lugar que yo visité hace años, lejano
entonces a toda ambición de poder, antaño feliz, hogaño
enlutecido, me duele. Sí, conciudadanos, me laceran las
heridas de los vivos por sus bienes perdidos y la clamante
dolencia de los seres por sus muertos insepultos bajo estos
escombros que estamos presenciando.”»
—Allí también hubo aplausos, ¿verdad, Melitón? —No, allí volvió a oírse el gritón de antes: “¡Exacto, señor
gobernador! Usted lo ha dicho.” Y luego otro de más acá
que dijo: “¡Callen a ese borracho!”
—Ah, sí. Y hasta pareció que iba a haber un tumulto en la
mera cola de la mesa, pero todos se apaciguaron cuando el
gobernador habló de nuevo.
—“Tuxcacuenses, vuelvo a insistir: Me duele vuestra
desgracia, pues a pesar de lo que decía Bernal, el gran
Bernal Díaz del Castillo: ‘Los hombres que murieron habían
sido contratados para la muerte’, yo, en los considerandos
de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡Me duele!, con
el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera
inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las
fuerzas vivas del Estado desde su faldisterio claman por
socorrer a los damnificados de esta hecatombe nunca
predecida ni deseada. Mi regencia no terminará sin haberos
cumplido. Por otra parte, no creo que la voluntad de Dios
haya sido la de causaros detrimento, la de
desaposentaros…”
»Y allí terminó. Lo que dijo después no me lo aprendí
porque la bulla que se soltó en las mesas de atrás creció y
se volvió rete difícil conseguir lo que él siguió diciendo.»
—Es muy cierto, Melitón. Aquello estuvo de haberse visto.
Con eso les digo todo. Y es que el mismo sujeto de la
comitiva se puso a gritar otra vez: “¡Exacto! ¡Exacto!”, con
unos chillidos que se oían hasta la calle. Y cuando lo
quisieron callar, sacó la pistola y comenzó a darle de
chacamotas por encima de su cabeza, mientras la
descargaba contra el techo. Y la gente que estaba allí de
mirona echó a correr a la hora de los balazos. Y tumbó las
mesas en la caída que llevaba y se oyó el rompedero de
platos y de vidrios y los botellazos que le tiraban al fulano
de la pistola para que se calmara, y que nomás se
estrellaban en la pared. Y el otro, que tuvo todavía tiempo
de meter otro cargador al arma y lo descargaba de nueva
cuenta, mientras se ladeaba de aquí para allá escabulléndole el bulto a las botellas voladoras que le
aventaban de todas partes.
»Hubieran visto al gobernador allí de pie, muy serio, con la
cara fruncida, mirando hacia donde estaba el tumulto como
queriendo calmarlo con su mirada.
»Quién sabe quién fue a decirle a los músicos que tocaran
algo, lo cierto es que se soltaron tocando el Himno Nacional
con todas sus fuerzas, hasta que casi se le reventaba el
cachete al del trombón de lo recio que pitaba; pero aquello
siguió igual. Y luego resultó que allá afuera, en la calle, se
había prendido también el pleito. Le vinieron a avisar al
gobernador que por allá unos se estaban dando de
machetazos; y fijándose bien, era cierto, porque hasta acá
se oían voces de mujeres que decían: “¡Apártenlos que se
van a matar!” Y al rato otro grito que decía: “¡Ya mataron a
mi marido! ¡Agárrenlo!”
»Y el gobernador ni se movía, seguía de pie. Oye, Melitón,
cómo es esa palabra que se dice…
—Impávido.
—Eso es, impávido. Bueno, con el argüende de afuera la
cosa aquí dentro pareció calmarse. El borrachito del
“exacto” estaba dormido; le habían atinado un botellazo y
se había quedado todo despatarrado tirado en el suelo. El
gobernador se arrimó entonces al fulano aquel y le quitó la
pistola que tenía todavía agarrada en una de sus manos
agarrotadas por el desmayo. Se la dio a otro y le dijo:
“Encárgate de él y toma nota de que queda desautorizado a
portar armas.” Y el otro contestó: “Sí, mi general.”
»La música, no sé por qué, siguió toque y toque el Himno
Nacional, hasta que el catrincito que había hablado en un
principio, alzó los brazos y pidió silencio por las víctimas.
Oye, Melitón, ¿por cuáles víctimas pidió él que todos nos
asilenciáramos?»
—Por las del efipoco. —Bueno, pues por ésas. Después todos se sentaron,
enderezaron otra vez las mesas y siguieron bebiendo
ponche y cantando la canción esa de las “horas de luto”.
»Ora me estoy acordando que sí fue por el veintiuno de
septiembre el borlote: porque mi mujer tuvo ese día a
nuestro hijo Merencio, y yo llegué ya muy noche a mi casa
más bien borracho que buenisano. Y ella no me habló en
muchas semanas arguyendo que la había dejado sola con
su compromiso. Ya cuando se contentó me dijo que yo no
había sido bueno ni para llamar a la comadrona y que tuvo
que salir del paso a como Dios le dio a entender.»
La herencia de Matilde Arcángel
En Corazón de María vivían, no hace mucho tiempo, un
padre y un hijo conocidos como los Eremites; si acaso
porque los dos se llamaban Euremios. Uno, Euremio
Cedillo; otro, Euremio Cedillo también, aunque no costaba
ningún trabajo distinguirlos, ya que uno le sacaba al otro
una ventaja de veinticinco años bien colmados.
Lo colmado estaba en lo alto y garrudo de que lo había
dotado la benevolencia de Dios Nuestro Señor al Euremio
grande. En cambio al chico lo había hecho todo alrevesado,
hasta se dice que de entendimiento. Y por si fuera poco el
estar trabado de flaco, vivía si es que todavía vive,
aplastado por el odio como por una piedra; y válido es
decirlo, su desventura fue la de haber nacido.
Quien más lo aborrecía era su padre, por más cierto mi
compadre; porque yo le bauticé al muchacho. Y parece que
para hacer lo que hacía se atenía a su estatura. Era un
hombrón así de grande, que hasta daba coraje estar junto a
él y sopesar su fuerza, aunque fuera con la mirada. Al verlo
uno se sentía como si a uno lo hubieran hecho de mala
gana o con desperdicios. Fue, en Corazón de María
abarcando los alrededores, el único caso de un hombre que
creciera tanto hacia arriba, siendo que los de por ese
rumbo crecen a lo ancho y son bajitos; hasta se dice que es
allí donde se originan los chaparros; y chaparra es allí la
gente y hasta su condición. Ojalá que ninguno de los
presentes se ofenda por si es de allá, pero yo me sostengo
en mi juicio.
Y regresando a donde estábamos, les comenzaba a platicar
de unos fulanos que vivieron hace tiempo en Corazón de
María. Euremio grande tenía un rancho apodado Las
Ánimas, venido a menos por muchos trastornos, aunque el
mayor de todos fue el descuido. Y es que nunca quiso dejarle esa herencia al hijo que, como ya les dije era mi
ahijado. Se lo bebió entero a tragos de “bingarrote”, que
conseguía vendiendo pedazo tras pedazo de rancho y con el
único fin de que el muchacho no encontrara cuando creciera
de dónde agarrarse para vivir. Y casi lo logró. El hijo
apenas si se levantó un poco sobre la tierra, hecho una
pura lástima, y más que nada debido a unos cuantos
compadecidos que le ayudaron a enderezarse; porque su
padre ni se ocupó de él, antes parecía que se le cuajaba la
sangre de sólo verlo.
Pero para entender todo esto hay que ir más atrás. Mucho
más atrás de que el muchacho naciera, y quizá antes de
que Euremio conociera a la que iba a ser su madre.
La madre se llamó Matilde Arcángel. Entre paréntesis, ella
no era de Corazón de María, sino de un lugar más arriba
que se nombra Chupaderos, al cual nunca llegó a ir el tal
Cedillo y que si acaso lo conoció fue por referencias. Por
ese tiempo ella estaba comprometida conmigo; pero uno
nunca sabe lo que se trae entre manos, así que cuando fui
a presentarle a la muchacha, un poco por presumirla y otro
poco para que él se decidiera a apadrinarnos la boda, no
me imaginé que a ella se le agotara de pronto el
sentimiento que decía sentir por mí, ni que comenzaran a
enfriársele los suspiros, y que su corazón se lo hubiera
agenciado otro.
Lo supe después.
Sin embargo, habrá que decirles antes quién y qué cosa era
Matilde Arcángel. Y allá voy. Les contaré esto sin
apuraciones. Despacio. Al fin y al cabo tenemos toda la vida
por delante.
Ella era hija de una tal doña Sinesia, dueña de la fonda de
Chupaderos; un lugar caído en el crepúsculo como quien
dice, allí donde se nos acababa la jornada. Así que cuanto
arriero recorría esos rumbos alcanzó a saber de ella y pudo
saborearse los ojos mirándola. Porque por ese tiempo, antes de que desapareciera, Matilde era una muchachita
que se filtraba como el agua entre todos nosotros.
Pero el día menos pensado, y sin que nos diéramos cuenta
de qué modo, se convirtió en mujer. Le brotó una mirada
de semisueño que escarbaba clavándose dentro de uno
como un clavo que cuesta trabajo desclavar. Y luego se le
reventó la boca como si se la hubieran desflorado a besos.
Se puso bonita la muchacha, lo que sea de cada quien.
Está bien que uno no esté para merecer. Ustedes saben,
uno es arriero. Por puro gusto. Por platicar con uno mismo,
mientras se anda en los caminos.
Pero los caminos de ella eran más largos que todos los
caminos que yo había andado en mi vida y hasta se me
ocurrió que nunca terminaría de quererla.
Pero total, se la apropió el Euremio.
Al volver de uno de mis recorridos, supe que ya estaba
casada con el dueño de Las Ánimas. Pensé que la había
arrastrado la codicia y tal vez lo grande del hombre.
Justificaciones nunca me faltaron. Lo que me dolió aquí en
el estómago, que es donde más duelen los pesares, fue que
se hubiera olvidado de ese atajo de pobres diablos que
íbamos a verla y nos guarecíamos en el calor de sus
miradas. Sobre todo de mí, Tranquilino Herrera, servidor de
ustedes, y con quien ella se comprometió de abrazo y beso
y toda la cosa. Aunque viéndolo bien, en condiciones de
hambre, cualquier animal se sale del corral; y ella no
estaba muy bien alimentada que digamos; en parte porque
a veces éramos tantos que no alcanzaba la ración, en parte
porque siempre estaba dispuesta a quitarse el bocado de la
boca para que nosotros comiéramos.
Después engordó. Tuvo un hijo. Luego murió. La mató un
caballo desbocado.
Veníamos de bautizar a la criatura. Ella lo traía en sus
brazos. No podría yo contarles los detalles de por qué y
cómo se desbocó el caballo, porque yo venía mero adelante. Sólo me acuerdo que era un animal rosillo. Pasó
junto a nosotros como una nube gris, y más que caballo fue
el aire del caballo el que nos tocó ver; solitario, ya casi
embarrado a la tierra. La Matilde Arcángel se había
quedado atrás, sembrada no muy lejos de allí y con la cara
metida en un charco de agua. Aquella carita que tanto
quisimos tantos, ahora casi hundida, como si se estuviera
enjuagando la sangre que brotaba como manadero de su
cuerpo todavía palpitante.
Pero ya para entonces no era de nosotros. Era propiedad de
Euremio Cedillo, el único que había trabajado como suya. ¡Y
vaya si era chula la Matilde! Y más que trabajado, se había
metido dentro de ella mucho más allá de las orillas de la
carne, hasta el alcance de hacerle nacer un hijo. Así que a
mí, por ese tiempo, ya no me quedaba de ella más que la
sombra o si acaso una brizna de recuerdo.
Con todo, no me resigné a no verla. Me acomedí a
bautizarles al muchacho, con tal de seguir cerca de ella,
aunque fuera nomás en calidad de compadre.
Por eso es que todavía siento pasar junto a mí ese aire, que
apagó la llamarada de su vida, como si ahora estuviera
soplando; como si siguiera soplando contra uno.
A mí me tocó cerrarle los ojos llenos de agua; y enderezarle
la boca torcida por la angustia: esa ansia que le entró y que
seguramente le fue creciendo durante la carrera del animal,
hasta el fin, cuando se sintió caer. Ya les conté que la
encontramos embrocada sobre su hijo. Su carne ya estaba
comenzando a secarse, convirtiéndose en cáscara por todo
el jugo que se le había salido durante todo el rato que duró
su desgracia. Tenía la mirada abierta, puesta en el niño. Ya
les dije que estaba empapada en agua. No en lágrimas,
sino del agua puerca del charco lodoso donde cayó su cara.
Y parecía haber muerto contenta de no haber apachurrado
a su hijo en la caída, ya que se le traslucía la alegría en los
ojos. Como les dije antes, a mí me tocó cerrar aquella
mirada todavía acariciadora, como cuando estaba viva. La enterramos. Aquella boca, a la que tan difícil fue llegar,
se fue llenando de tierra. Vimos cómo desaparecía toda ella
sumida en la hondonada de la fosa, hasta no volver a ver
su forma. Y allí, parado como horcón, Euremio Cedillo. Y yo
pensando: “Si la hubiera dejado tranquila en Chupaderos,
quizá todavía estuviera viva.”
«Todavía viviría —se puso a decir él—, si el muchacho no
hubiera tenido la culpa.» Y contaba que al niño se le había
ocurrido dar un berrido como de tecolote, cuando el caballo
en que venían era muy asustón. Él se lo advirtió a la madre
muy bien, como para convencerla de que no dejara berrear
al muchacho. Y también decía que ella podía haberse
defendido al caer; pero que hizo todo lo contrario: “Se hizo
arco, dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo.
Así que, contando unas con otras toda la culpa es del
muchacho. Da unos berridos que hasta uno se espanta. Y
yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra
podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera;
pero éste no me dejó ni siquiera saborearla.” Y así se
soltaba diciendo cosas y más cosas, de modo que ya uno
no sabía si era pena o coraje el que sentía por la muerta.
Lo que sí se supo siempre fue el odio que le tuvo al hijo.
Y era de eso de lo que yo les estaba platicando desde el
principio. El Euremio se dio a la bebida. Comenzó a cambiar
pedazos de sus tierras por botellas de “bingarrote”.
Después lo compraba hasta por barricas. A mí me tocó una
vez fletear toda una recua con puras barricas de
“bingarrote” consignadas al Euremio. Allí entregó todo su
esfuerzo: en eso y en golpear a mi ahijado, hasta que se le
cansaba el brazo.
Ya para esto habían pasado muchos años. Euremio chico
creció a pesar de todo, apoyado en la piedad de unas
cuantas almas; casi por el puro aliento que trajo desde al
hacer. Todos los días amanecía aplastado por el padre que
lo consideraba un cobarde y un asesino, y si no quiso
matarlo, al menos procuró que muriera de hambre para
olvidarse de su existencia. Pero vivió. En cambio el padre iba para abajo con el paso del tiempo. Y ustedes y yo y
todos sabemos que el tiempo es más pesado que la más
pesada carga que puede soportar el hombre. Así, aunque
siguió manteniendo sus rencores, se le fue mermando el
odio, hasta convertir sus dos vidas en una viva soledad.
Yo los procuraba poco. Supe, porque me lo contaron, que
mi ahijado tocaba la flauta mientras su padre dormía la
borrachera. No se hablaban ni se miraban; pero aun
después de anochecer se oía en todo Corazón de María la
música de la flauta; y a veces se seguía oyendo mucho más
allá de la media noche.
Bueno, para no alargarles más la cosa, un día quieto, de
esos que abundan mucho en estos pueblos, llegaron unos
revoltosos a Corazón de María. Casi ni ruido hicieron,
porque las calles estaban llenas de hierba; así que su paso
fue en silencio, aunque todos venían montados en bestias.
Dicen que aquello estaba tan calmado y que ellos cruzaron
tan sin armar alboroto, que se oía el grito del somormujo y
el canto de los grillos; y que más que ellos, lo que más se
oía era la musiquita de una flauta que se les agregó al
pasar frente a la casa de los Eremites, y se fue alejando,
yéndose, hasta desaparecer.
Quién sabe qué clase de revoltosos serían y qué andarían
haciendo. Lo cierto, y esto también me lo contaron, fue que
a pocos días, pasaron también sin detenerse, tropas del
gobierno. Y que en esa ocasión Euremio el viejo, que a esas
alturas ya estaba un tanto achacoso, les pidió que lo
llevaran. Parece que contó que tenía cuentas pendientes
con uno de aquellos bandidos que iban a perseguir. Y sí, lo
aceptaron. Salió de su casa a caballo y con el rifle en la
mano, galopando para alcanzar a las tropas. Era alto, como
antes les decía, que más que un hombre parecía una
banderola por eso de que llevaba el greñero al aire, pues no
se preocupó de buscar el sombrero.
Y por algunos días no se supo nada. Todo siguió igual de
tranquilo. A mí me tocó llegar entonces. Venía de “abajo”
donde también nada se rumoreaba. Hasta que de pronto 124
comenzó a llegar gente. Coamileros, saben ustedes: unos
fulanos que se pasan parte de su vida arrendados en las
laderas de los montes, y que si bajan a los pueblos es en
procura de algo o porque algo les preocupa. Ahora los había
hecho bajar el susto. Llegaron diciendo que allá en los
cerros se estaba peleando desde hacía varios días. Y que
por ahí venían ya unos casi de arribada.
Pasó la tarde sin ver pasar a nadie. Llegó la noche. Algunos
pensamos que tal vez hubieran agarrado otro camino.
Esperamos detrás de las puertas cerradas. Dieron las 9 y
las 10 en el reloj de la iglesia. Y casi con la campana de las
horas se oyó el mugido del cuerno. Luego el trote de
caballos. Entonces yo me asomé a ver quiénes eran. Y vi un
montón de desarrapados montados en caballos flacos; unos
estilando sangre, y otros seguramente dormidos porque
cabeceaban. Se siguieron de largo.
Cuando ya parecía que había terminado el desfile de figuras
oscuras que apenas si se distinguía de la noche, comenzó a
oírse, primero apenitas y después más clara la música de
una flauta. Y a poco rato, vi venir a mi ahijado Euremio
montado en el caballo de mi compadre Euremio Cedillo.
Venía en ancas, con la mano izquierda dándole duro a su
flauta, mientras que con la derecha sostenía, atravesado
sobre la silla, el cuerpo de su padre muerto.
. Anacleto Morones
Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en
procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el
mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una
recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras
todas ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre
rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes
y renegridos sobre los que caían en goterones el sudor de
su cara.
Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo
y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme
hasta el fondo del corral, corriendo ya con los pantalones
en la mano.
Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María
Purísima!”
Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada,
solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que
ellas me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron:
“¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.
¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron
y se arrimaron hasta ponerse junto a mí, todas juntas,
apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los
pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.
—Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula
venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que
estabas en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan
adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos
que habían entrado a darle de comer a las gallinas, por eso
nos metimos. Venimos a verte.
¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro! —Díganme qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los
pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.
—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo
Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no
vivías allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá
venimos. Somos de Amula.
Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta
haberles recitado sus nombres, pero me hice el
desentendido.
—Pues sí, Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado,
gracias a Dios.
Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se
sentaran. Les pregunté que si tenían hambre o que si
querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la
lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con sus escapularios.
—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te
traemos un encargo. ¿Tú me conoces, verdad, Lucas
Lucatero? —me preguntó una de ellas.
—Algo —le dije—. Me parece haberte visto en alguna parte.
¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se dejó
robar por Homobono Ramos?
—Soy, sí, pero no me robó nadie. Ésas fueron puras
maledicencias. Nos perdimos los dos buscando
garambullos. Soy congregante y yo no hubiera permitido de
ningún modo…
—¿Qué, Pancha?
—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te
quita lo de andar criminando gente. Pero, ya que me
conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo
que venimos.
—¿No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a
preguntar. —No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te
vamos a desairar.
Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron.
Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les
arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí,
pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les
iba a entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la
digestión.
Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos
puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de
Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el
peluquero.
¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas
por los cincuenta. Marchitas como floripondios
engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.
—¿Y qué buscan por aquí?
—Venimos a verte.
—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.
—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin
domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo
dar contigo después de mucho inquirir.
—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la
gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? —les
pregunté.
—Pues se trata de esto… Pero no te vayas a molestar en
darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí
nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí
enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.
Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral.
Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a
recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.
—Voy por los huevos —les dije.
—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos.
Orita regreso.
Y me fui al corral.
Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba
al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.
Le eché una miradita al montón de piedras que tenía
arrinconado en una esquina y le vi la figura de una
sepultura. Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas
por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran
piedras de río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de
los mil judas! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué
se les antojó venir.
Dejé la tarea y regresé.
Les regalé los huevos.
—¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas.
Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías
haberte molestado.
—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.
—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo
hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.
—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá
afuera.
Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro
rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de
mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se
me ocurría nada.
Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito
después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó
alguien que me avisara que las viejas de la Congregación
de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que podían
tener algún interés en Anacleto Morones.
Y ahora allí las tenía. Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de
algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran
que largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi
casa.
Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija
de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto para
volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que
por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo
había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron
que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se
enteraran de que habían pasado la noche sólitas en mi casa
y conmigo allí dentro. Eso sí que no.
La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática, hasta que
se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía en
la cabeza.
Le pregunté a una de ellas.
—¿Y tu marido qué dice?
—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu
novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego
supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me
quería.
—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron
otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero
todavía es tiempo.
—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija
del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya
hasta me olvidé de ti.
—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?
—Nieves… Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me
hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme de
tus melosas promesas me da coraje.
—Nieves… Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres
de lo que no se olvida… Eras suavecita. Me acuerdo. Te
siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor. Y te
arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi
te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.
—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me
estás despertando malos pensamientos y me estás echando
el pecado encima.
—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías
que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes
hoyuelos en la corva de las piernas?
—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdonará lo que
hiciste conmigo. Lo pagarás caro.
—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?
—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante
de la gente. Pero para que te lo sepas: lo tuve que tirar.
Era una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo
iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?
—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita
de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla.
Espérenme nomás.
Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes. Y allí me
entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal
humor a la mujer aquella.
Cuando regresé ya se había ido.
—¿Se fue?
—Sí, se fue. La hiciste llorar.
—Sólo quería platicar con ella, nomás por pasar el rato. ¿Se
han fijado cómo tarda en llover? ¿Allá en Amula ya debe
haber llovido, no?
—Sí, anteayer cayó un aguacero.
—No cabe duda de que aquél es un buen sitio. Llueve bien
y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen.
¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal? —Sí, todavía.
—Buen hombre ese Rogaciano.
—No. Es un maldoso.
—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro,
todavía tiene cerrada su botica?
—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me esté
mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le
echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero
y de brujo y de engañabobos. De todo eso anduvo hablando
en todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo
castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.
—Esperemos en Dios que esté en el Infierno.
—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.
—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su
parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.
Ahora eran ellas las que hablaban. Las dejé decir todo lo
que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría
bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:
—¿Quieres ir con nosotras?
—¿Adonde?
—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.
Por un rato me dieron ganas de volver al corral. Salirme por
la puerta que da al cerro y desaparecer. ¡Viejas infelices!
—¿Y qué diantres voy a hacer yo a Amula?
—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos.
Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto,
un novenario de rogaciones para pedir que nos lo
canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que
sirvas de testimonio. El señor cura nos encomendó le
lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y
conocido de tiempo atrás, antes que se hiciera famoso por
sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor que ninguno las obras de misericordia
que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes
en esta campaña.
¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.
—No puedo ir —les dije—. No tengo quien me cuide la casa.
—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso, lo hemos
prevenido. Además está tu mujer.
—Ya no tengo mujer.
—¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?
—Ya se me fue. La corrí.
—Pero eso no puede ser, Lucas Lucatero. La pobrecita debe
andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y lo
bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos
con que siquiera la hayas metido en el convento de las
Arrepentidas.
—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de
que no está con las Arrepentidas; le gustaba mucho la bulla
y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando
pantalones.
—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo
mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa
rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y
hasta levantafalsos. Acuérdate, Lucas, de las pobres hijas
de Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo
porque la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas”
cada vez que se asomaban a la calle, y sólo porque tú
inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas.
—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.
—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde
cuándo no te confiesas?
—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a
fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no
había hecho. Entonces me confesé hasta por adelantado.
—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo
Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediríamos
nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.
—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones. Él sí que era
el vivo demonio.
—No blasfemes.
—Es que ustedes no lo conocieron.
—Lo conocimos como santo.
—Pero no como santero.
—¿Qué cosas dices, Lucas?
—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En
las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el
tambache.
»Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en
pueblo. Él por delante y yo cargándole el tambache con las
novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San
Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.
»Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba
arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome cómo
mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces
pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la
curiosidad aquella. Preguntaron: “¿Cómo puedes estar
encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?”
»Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que
acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y
era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo
fue crucificado.
»Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en
andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se
postraba frente a él y le pedía milagros. »Ése fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca
abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que
iban a verlo.»
—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién
eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo
rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar
bien de él. Desagradecido.
—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre,
pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue
siendo, en cualquier lugar donde esté.
—Está en el Cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está,
más que te pese.
—Yo sabía que estaba en la cárcel.
—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin
dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma
presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas
¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor”, para
que el Santo Niño interceda por nosotras.
Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada
Padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el
retrato de Anacleto Morones.
Eran las tres de la tarde.
Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme
unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban cinco
mujeres.
—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.
Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus
bigotes, me dijo:
—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.
—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más
agua de arrayán?
Una de ellas, la Filomena, que se había estado callada todo
el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se 135
culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el
dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se
había tragado, revuelto con pedazos de chicharrón y granos
de huamúchiles:
—Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada
quiero de ti.
Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado.
—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.
Ahora sólo quedaban cuatro.
—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la
Pancha—. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a
Amula a como dé lugar.
»Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo
Niño. Él te ha de ablandar el alma. Ya hemos puesto su
imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu
culpa.»
—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.
—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad.
En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.
—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero.
—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando
menos.
—Pero olía a santidad.
—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a
cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que
era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada
por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se
reían. Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la
hija de Anacleto Morones.
—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar
un escapulario para que eches fuera el demonio.—…Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le
dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo.” Y se fue
con él.
—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste
regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la
santidad.
—¡Monsergas!
—¿Qué dices?
—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el nieto de
Anacleto Morones.
—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre
has sido un invencionista.
—¿Sí? y qué me dicen de las demás. Dejó sin vírgenes esta
parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo
que le velara su sueño una doncella.
—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado.
Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.
—Eso creen ustedes porque no las llamó.
—A mí sí me llamó —dijo una a la que le decían
Melquíades—, Yo le velé su sueño.
—¿Y qué pasó?
—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa
hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por
el calor de su cuerpo; pero nada más.
—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les
quebraran los güesitos; oír que tronaran como si fueran
cáscaras de cacahuete.
—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.
Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La
vieja más vieja de todas. Tenía lágrimas en los ojos y le
temblaban las manos:—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad; volví a
encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche
acariciándome para que se me bajara mi pena.
Y le escurrían las lágrimas.
—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.
—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola.
Huérfana a esta edad en que es tan difícil encontrar apoyo.
La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus
consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.
—Un bueno de bondad.
—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.
—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja
loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo bueno
es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.
—¡Hereje! Inventas puras herejías.
Ya para entonces quedaban sólo dos viejas. Las otras se
habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y
reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.
—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso
—dijo la hija de Anastasio—. Eso sí que no me lo has de
negar.
—Hacer hijos no es ningún milagro. Ése era su fuerte.
—A mi marido le curó de la sífilis.
—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio
el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.
—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita
y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy
señorita, pero soy soltera.
—A tus años haciendo eso, Micaela.—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de señorita.
Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.
—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.
—Sí; él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara
lo hepático. Y me junté con alguien. Eso de tener cincuenta
años y ser nueva es un pecado.
—Te lo dijo Anacleto Morones.
—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que
vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.
—¿Y por qué no yo?
—Tú no has hecho ningún milagro. Él curó a mi marido. A
mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?
—No, ni la conozco.
—Es algo así como la gangrena. Él se puso amoratado y con
el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que todo
lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta
del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar de
dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó.
Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en
las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si
eso no fue un milagro.
—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo
curaron con saliva cuando era chiquito.
—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.
—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor
que yo.
—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves…
Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas,
Pancha?
—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.
Oye, Francisca, ora que se fueron todas, ¿te vas a quedar a
dormir conmigo, verdad? —Ni lo mande Dios. ¿Qué pensaría la gente? Yo lo que
quiero es convencerte.
—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes.
Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni te
haga el favor.
—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán
mal.
—Que piensen lo que quieran. Qué más da. De todos
modos Pancha te llamas.
—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que
amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a
Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y
ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?
—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los
bigotes. Te voy a traer las tijeras.
—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida
mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no
sospecharán.
—Bueno, como tú quieras.
Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a
las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había
desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el
rincón donde habían estado antes.
Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto
Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó
de la cárcel y vino aquí a reclamarme que le devolviera sus
propiedades. Llegó diciendo:
—Vende todo y dame el dinero, porque necesito hacer un
viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer
negocio los dos juntos.
—¿Por qué no te llevas a tu hija —le dije yo—. Eso es lo
único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es
tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas. —Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi
paradero. Allá arreglaremos cuentas.
—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para
quedar de una vez a mano.
—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo
mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?
—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de
Caín con la sinvergüenza de tu hija. Date por bien pagado
con que yo la mantenga.
Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse…
«¡Qué descanses en paz, Anacleto Morones!», dije cuando
lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando
piedras para echárselas encima: “No te saldrás de aquí
aunque uses de todas tus tretas.”
Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso
de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba
Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera
de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra.
Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo
de revivir y salirse de allí.
—Échale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón,
no me gusta ver pedregoso mi corral.
Después ella me dijo, ya de madrugada:
—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada
cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?
—¿Quién?
—El Niño Anacleto. Él sí que sabía hacer el amor.
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