Luis E. Sabini Fernández
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Una vez cada tanto
recibimos “el golpe” de una noticia que trastorna nuestro universo cotidiano.
El concepto del título puede tener muy variables
significados, materiales, espirituales, pero estas líneas van a discurrir
exclusivamente en el plano físico; vinculado con nuestros cuerpos (aunque no
exclusivamente; ya sabemos todo es uno).
Con los alimentos,nuestras comidas cotidianas, las
advertencias han sido reiteradas. Pero al parecer el papel persuasivo de los
emporios que controlan la producción, circulación, y disposición de los
alimentos que constituyen nuestra dieta habitual, es lo suficientemente
poderoso como para que sigamos consumiendo lo que el mercado ofrece,
independientemente de si tales alimentos son saludables o no.
Si nuestra hipótesis es certera se nos abre un
abismo a causa de nuestra impotencia.
Los hábitos alimentarios de la humanidad han
cambiado en el último siglo, o más acentuadamentetodavía, desde la segunda
mitad del siglo XX, a un ritmo que no tiene precedentes: durante siglos y hasta
milenios se comió con menos modificaciones en los alimentos que todas las que
se han sucedido en los últimos cien años.
¿Pasó algo entonces para haberse generado tantos
cambios y modificaciones en nuestros hábitos alimentarios?
Ciertamente. Resumidamente lo titularía: AWOL. American Way of Life.
Lo que llamamos modernidad (los historiadores
suelen hacer coincidir su surgimiento con el Renacimiento, siglo xv) vino
desarrollándose cada vez más intensamente a través del laicismo, la
industrialización, los despliegues científicos y tecnológicos, los grandes
inventos consiguientes (y la aplicación de viejos inventos, sobre todo
chinos)aplicados a la producción y circulación de bienes materiales, el
ensanche del mundo incorporando las Américas a la vieja globalización
mediterránea (ahora atlántica), y con el paso de los siglos, una tecnificación
progresivamente acelerada.
A mediados del s xx, tras el tendal dejado por la
2GM, nos encontramos con una potencia que ha ido tomando más y más poder
mundial, desplazando a los parcialmente perimidos colonialismos británico y
francés; EE.UU., que vanguardiza prácticamente casi todos los rubros de la
modernidad. La influencia american se
extiende por todo el mundo, y se afianza: energía a petróleo en lugar de
carbón, abundancia en lugar de escasez, democracia en lugar de monarquías y
“viejo orden”. Automóviles para los desplazamientos; y no en topolinos sino en
colachatas; las ciudades norteamericanas se diseñan con más espacio del que
disponía la campiña italiana, por ejemplo, para sus vides, limones, aceites.
Ciudades tan “estiradas” necesitaban un vehículo de conexión como el automóvil.
Y la americanization se fue
globalizando.
EE.UU. siente llegada su hora. Su cultura.
Diseñadores dietéticos postulan la aplicación de la ciencia a nuestras comidas;
se diseñan pastillas que otorgan a cada humano todas sus nutrientes, de un modo
científico, más preciso que cualquier menú tradicional.
Pero si no íbamos a superar lo alimentario, íbamos
sí a superar los alimentos. En EE.UU. comienza una revolución culinaria: basta
de agua, vino o cerveza para acompañar comidas; un brebaje diseñado a comienzos
del s xx, con algún estimulante y azucarado, será el estandarte líquido de la
comida estadounidense. Y el aumento de grasas y azúcares será otro. Como el American Way of Llife tiene siempre un
ojo puesto en la billetera, se ensancharán los platos (llegarán a ser de 30 cm
de diámetro) para servir porciones mayores, estimulando el consumo.
Todas estas medidas tendrán su coletazo imprevisto
e indeseado: el aumento de peso de los cuerpos humanos, la obesidad como
anomalía cada vez más presente.
Pero los alimentos no se procesan sólo en las
cocinas y en las mesas. La agroganadería estadounidense revolucionará también
los piensos suministrados a los animales de crianza: se desarrolla toda una
ingeniería agronómica para producir más revolucionando todas las técnicas
agronómicas: ya no será sólo el agua, las piedras de cal, y algunos otros
caldos, como el bordelés; ahora los
laboratorios cada vez más a cargo de la industria alimentaria, irán produciendo
toda una batería de sustancias llamadasfertilizantes –para que las plantas las
absorban− y de otras sustancias denominados genéricamente “fitosanitarios” o
“agrotóxicos” –para que las plagas los
absorban.
Solo que el “reparto” no es tan exacto como
pretendían los técnicos y cada vez más, vamos a ir verificando que los venenos
no sólo envenenan a los objetivos de las aplicaciones… sino también, a los
mismos alimentos, a los que aplican y a sus comensales finales.
A lo largo de las últimas décadas, muchas ya,
hemos ido recibiendo diversas llamadas de atención al respecto.
Muy sucintamente: en 1962, Rachel Carson, bióloga estadounidense,
escribe como alegato, Primavera silenciosa, donde explica como
los agrotóxicos, cada vez más extendidos en el medio rural (entonces
norteamericano) están acabando con los insectos y otra fauna menor, fundamentalmente
muchas especies polinizadoras, y las avesde ese hábitat (a las que alude en su
título).
Los grandes laboratorios indirectamente aludidos
iniciaron una campaña de desprestigio y presión, cuestionándole su capacidad
profesional. Para muchos significó arruinarle la vida a Carson que muriócon 57
años, apenas un año y medio después de la aparición de su libro.
Toda una recordatoria de lo que cuesta investigar
contra los intereses corporativos.
Matar a la naturaleza, para que
mejore…
Luego de la denuncia de Carson, la quimiquización
de los campos (y consiguientemente de las ciudades, de la sociedad humana) se
expandió todavía más, mucho más, de modo imparable.
A la par, la sociedad, en primer lugar la
norteamericana, pero por fenómenos de expansión imperial, la sociedad
occidental inmediatamente después y progresivamente, el mundo entero, fue
registrandoasí el pasaje de la “agricultura tradicional” a la agricultura
“científica” o contaminante, según valoremos el rasgo que la caracteriza.
Se fueron sucediendo nuevos capítulos de esos
avances científicos o contaminantes. O mejor dicho, científicos contaminantes.
La ciencia suele ser el eslabón para mejorar
nuestros saberes operacionales y en ese sentido, la ciencia no tiene porque ser
acompañada de contaminación. Pero en las circunstancias históricas que venimos
reseñando, la ciencia no proviene de un saber curioso que ha alimentado nuevos
aprendizajes para entender el mundo y modificarlo, sino de empresas que se han
dedicado a desarrollar ciencia y
técnica, mejor dicho técnica y ciencia, para incrementar rendimientos. Crematísticamente.
La utilidad pasa a ser primordial, no la calidad, en este caso alimentaria.
En concreto, lo que se suele llamar modernización
de la agricultura, que incorpora nuevos saberes científicos, incorpora
fundamentalmente nuevos recursos tecnológicos, donde la cuestión de los costos
desempeña papel primordial. Pero no un abordaje real de los costos en todos sus
aspectos, sino un abordaje funcional, pragmático, de los costos inmediatos de
una modernización dada: si plantar y carpir sale 130 y plantar y tender un
germicida (que no afecte la plantación principal, porque por ejemplo es
transgénica y está así programada) sale 110, la “solución” es clara: se opta
por el germicida, más “económico”.
Si incluyéramos en los costos las intoxicaciones y
enfermedades derivadas del uso de semejante tóxico, la pérdida de calidad de
vida de la población afectada por el cultivo con agrotóxicos, y la pérdida de
calidad alimentaria de ingerir alimentos con venenos “incorporados”, y el costo
de las afecciones resultantes, entonces los costos de la agricultura “moderna”,
agroindustrial”, ”inteligente” (sic!), sería apreciablemente mayor que la
vilipendiada agricultura tradicional.
Pero así “no se hacen las cuentas”.
Los laboratorios y las empresas de semillas y
“mejoradores” tienen otra contabilidad: que las enfermedades, los
envenenamientos, lo paguen las familias particulares, víctimas, o las redes
asistenciales (que lo harán, generalmente mal) sin que afecte la contabilidad
del consorcio que ha ignorado la salud pública.
Éste es el “santo y seña” del mundo empresario
cuando genera algún “problemita”.
Las décadas del fin del siglo xx verán el debate
de las redes campesinas y rurales contra la creciente contaminación.
Que dista, y mucho, de ser exclusivamente
alimentaria.
La plastificación de las
sociedades humanas
En 1996, otros tres biólogos, también
estadounidenses, tras un relevamiento de años por diversas zonas del
subcontinente norteamericano, Dianne Dumanoski, John Peterson Myers y Theo
Colborn, presentan un informe con el sugerente título Nuestro futuro robado.
Donde muestran y demuestran como algunos
materiales plásticos se han ido infiltrando en los cuerpos de los seres vivos
(porque, por ejemplo, presentan similitudes con estrógenos) y están causando
atroces alteracionesen los recién nacidos (pero no solamente). Logran en primer
lugar ubicar algunos de esos plásticos y plastificantes generadores de tantos
daños genéticos y a sus víctimas en la
fauna silvestre: gaviotas hembras que han cambiado su comportamiento, y
contaminadas, adquieren el propio de machos; cocodrilos en la Florida cuyos
penes se han atrofiado tanto por contaminación
plástica que ya no pueden fecundar a las hembras, y así sucesivamente.
Curiosamente, ni el sacudón de 1962, ni el de 1996
parecen haber tenido efecto duradero. Nuestra sociedad contemporánea resulta
impermeable a desafíos que incluso afectan nuestras propias vidas.
Con la fabricación de plásticos, inicialmente
termorrígidos, como la bakelita, pero a
poco, termoplásticos que revelarán, como la palabra lo dice, enorme plasticidad
comienza un proceso que hoy caracteriza a “todo el mundo”. Los termoplásticos, obtenidos
a partir de la polimerización del petróleo, irán poco a poco introduciéndose en
todo. Una cualidad, que la industria petroquímica encontró y que para esa industria
significó fuente de ganancias; la no biodegradabilidad, es tan extraña y ajena
a nuestro hábitat que carece de una palabra para expresarlo; y por eso usamos
dos.
La petroquímica expandió por el planeta su
“producción”, cuidándose muy bien de averiguar su destino o consecuencias. El
optimismo tecnológico que ha funcionado como verdadero “opio de sus titulares”
hizo que descuidaran semejantes implicaciones. ¿Cómo si era nuevo podía ser
malo?¿Acaso no es lo viejo, lo perimido, lo premoderno lo (único) que puede ser
malo?
Por la misma razón, se evita advertir cómo
contaminación puede producir trastornos en nuestra sexualidad y se prefiere, en
cambio, “convertirlos” en ”nuevas visiones de la sexualidad”.
Y el volumen del daño fue creciendo incontenible. Los
promotores de la industria petroquímica, como la de los “fitosanitarios”para
el mundo rural, optaron por la política
del “que me importa”. Y con esos parámetros, se convirtió en una de las ramas
industriales de mayor rentabilidad en el mundo entero. En rigor, porque tenía
tamaña rentabilidad, se desechó toda política restrictiva a agrotóxicos o a
plásticos.
Quedaba sin resolver el destino de un material
–los plásticos− que no desaparece nunca, que sólo va cambiando de forma (se
intentó en los primeros momentos su incineración, pero la toxicidad hasta del
aire se hizo tan gigantesca e insoslayable que se desistió). El optimismo
tecnológico permitía no hacerse
responsable de sus actos; más valía desvincularse de ellos. El recurso del pagadiós.
Como se trataban de adelantos e inventos tecnológicos,
tenían licencia garantizada de antemano (aunque nadie imaginó, seguramente, que
era para matar).
Porque ante cada avance tecnológico, el ensanche
incontenible de los productos químicos –el hallazgo o invento de una nueva
sustancia−, se trató siempre de ver el aporte (que fuera enfriador,
conservante, ignífugo, suavizante, y la innumerable variedad de funciones
atractivas, pero jamás examinando sus inconvenienteso desventajas (salvo que
fueran tan patentes, como, por ejemplo, un lubricante excelente que resultara
altamente inflamable). De ese modo, de decenas de miles de productos químicos
característicos de nuestra sociedad actual, apenas un 10% tiene una ficha de
relevamiento más bien completa con ventajas y desventajas; la inmensa mayoría de productos químicos que
usamos fueron ideados para cumplir una funciónestimada como deseable, ignorando
las más de las veces quéotros rasgos o
características tenía; por ejemplo si era asimilable por cuerpos vivos, si era
alojable en órganos de mamíferos (o de insectos). Tampoco se agregabandatossobre
otros rasgos, ajenos al hallazgo tecnológico diseñado para alguna tarea
particular (rasgos que podrían revelarse altamente problemáticos, que es lo que
ha estado pasando con tantos nuevos productos químicos).
De esa manera, la humanidad, y sus centros de documentación
y relevamiento no supieron o pudieron o quisieron ver la lenta pero inocultableacumulación
de plásticos en los mares del planeta.
Tampoco se visualizó que esos plásticos, erosión
mediante, cambiaban totalmente de aspecto (pero no desaparecían porque no se
biodegradan): se iban convirtiendo en
partículas cada vez más pequeñas, microplásticos.
Las investigaciones de Mathew Savoca
nos introdujeron en otro camino del que los desarrollos tecnocientíficos no
tenían la menor idea: los microplásticos, poblados por organismos microscópicos,
resultan apetitosos para peces.
Con lo cual estamos introduciendo plásticos, muchos
ya comprobadamente disruptores endocrinos, que podían ser generadores de
quistes, a menudo cancerígenos, en los peces que los engullían. Y siguiendo las
cadenas tróficas, esas carnes afectadas terminaban a menudo en los eslabones
más “altos” de dichas cadenas; los tiburones, los osos polares, los humanos…
Los plásticos han ido extendiendo su necrosis en
los más recónditos sitios y cuerpos. Hay reacciones, pero hasta ahora
limitadísimas, aunque significativas: en algunos hospitales han retornado a los
envases de vidrio para sangre, que son mucho más costosos pero confiables.
Análogamente, en algunos lugares se ha vuelto a las mamaderas de vidrio. Se ha
verificado que las industrializadas por la petroquímica,de policarbonato −hasta
entonces considerado un plástico de “superior calidad”− contienen, por ejemplo,
Bisfenol A, un producto probadamente cancerígeno.
Pero no hay que sorprenderse de esos “retrocesos”
puntuales. Más bien hay que asombrarse que la plastificación, así como la
incorporación de productos químicos a los alimentos generados desde las grandes
empresas, en calidad de edulcorantes, conservantes, gelificadores, estabilizadores,
floculantes, reguladores de PH, y varias otras funciones, pudiera resultar algo
saludable.
En rigor, cuando se implantó industrialmente se
sabía que el edulcorante jmaf es obesogénico y está detrás de enorme
cantidad de población obesa (que significa población que estadísticamente es
mucho más costosa por la atención médica que requiere y la cantidad de intervencionesmédicas
o quirúrgicas que también requieren, amén de la destrozada calidad de vida de muchos
de quienes la sufren).
Pero este desprecio por los destinos personales por
parte de “las fuerzas que mueven el mundo” (por ejemplo, las de “el mercado”,
pero también las instituciones “públicas”) no es nuevo. También se sabíaque los
alimentos hidrogenados (que facilitan al mundo empresario prolongar la “vida
útil” de los alimentos)son en realidad tóxicos. Y hemos tenido, tenemos,
margarinas hidrogenadas, para facilitar una reposición sin esfuerzo. Lo mismo
tenemos que decir de los alimentos envasados en aluminio, a menudo calentados o
cocinados así, que nos “brindan” un metal que no pertenece a nuestro organismo
(es decir, es veneno).
Para enfrentar la catarata de venenos y tóxicos agregados
a la “comida moderna” se ha recurrido a los “límites de seguridad”, presentados
como verdadera tabla de salvación para evitar que un material se convierta en
una amenaza a nuestra salud. En rigor, se trata de una coartada para sostener
con tranquilidad de conciencia que si ingerimos por debajo de ese límite, no
hay problema. Algo básicamente falso porque no se evalúa cuándo y cuánto ese
límite se traspasa a lo largo de tiempo –algo que pasa siempre− y cómo se sobremontan
límites de seguridad aplicados a alimentos distintos. La fábula de los límites
de seguridad podría funcionar si sólo se tratara de un único alimento ingerido
una única vez.
Las secuelas de tóxicos en nuestros alimentos no
tienen porque ser siempre tan fuertes como con las del Nemagon, el nematicida
que fue usado durante buena parte de la segunda mitad del siglo xx,
particularmente en América Central, cuando ya la agroindustria y el negocio agroquímico
habían sentado sus reales.
Es un nematicida aplicado a los cultivos de
bananas, quefue envenenando a sus operarios, esterilizándolos. El dañó alcanzó
a decenas de miles de trabajadores bananeros.Y
por tratarse de una intoxicación oculta, y desconocida para sus propias
víctimas, tardó mucho tiempo en salir a luz, tras innumerables conflictos y
penosas separaciones de parejas basadas
en suposiciones equivocadas. Nadie se imaginaba estéril.
Al mejor estilo imperio-colonia, el Nemagon
resumió rasgos de esa histórica y asimétrica relación.
En 2017, otra vez, una investigadora, ShannaSwan,
escribió otro texto atrozmente preocupante y anticipatorio: Count Down (Cuenta regresiva), que hace
referencia al tiempo de fertilidad que le va quedando a la humanidad, con una
calidad y cualidad reproductiva cada vez más cuestionada y alterada por lo
presencia de sustancias plásticas que provienen de la difusión sin control ni
medida de tales materiales en nuestra vida cotidiana. Que alcanzan la leche materna, y todos nuestro
flujos corporales. Y que, como ya lo habían visto Dumanoski, Peterson Myers y
Colborn, afectan los cambios de género sexual, que con lenguaje progre llamamos
“fluidez de género” para no herir “las llamadas nuevas sexualidades”.
Swan sostuvo, sostiene, que la especie humana se
está destruyendo a sí misma por contaminaciones sucesivas, en medio de la mayor
inopia. Volvemos al profético relato de Bradbury.
Y nos golpea el cerebro el porqué.
“Pero hay su dificultad”, como nos explicaba
nuestro primer payador oriental, Bartolomé Hidalgo, “Dificultad en cuanto a su
ejecución”.
Porque estos efectos devastadores que hemos estado
repasando muy sumariamente, constituyen la fuente de rentabilidad para grandes
consorcios transnacionales que tiene sus sedes en Londres, Nueva York, Tel-Aviv
y otras capitales financieras del mundo.
Como ejemplificáramos con la petroquímica, de
hecho un desarrollo industrial genocida pero que jamás ha rendido cuentas de
los desastres ambientales (y humanos) que ha provocado.
Nuestro presente no parece tampoco propicio para
enfrentar tales emporios. Porque la red de control planetario −mediática, económica, comunicacional− que
abarca las más diversas áreas de la actividad humana, como la actividad
banquera, universitaria, sanitaria, de transportes, noticiosa, constituye una
trama general con puntos de roce entre
distintos personajes, pero con un alto grado de coincidencias, como se vieron
cuando la pandemia decretada en 2020.
Por ejemplo, desde ONU, OMS, PNUD, PNUA, OIT, PMA,
UNICEF, ONU-HÁBITAT, UNFPA, UNESCO, FAO, UPU, FIDA, UNRWA, ACNUR, ONUSIDA, OACI,
OMPI, UIT, OMM, y muchas más comisiones de alcance planetario.
Cuentan con grandes aliados cooptados, por
ejemplo, entre elencos políticos nacionales y locales que desde 1945 para aquí
son guiados o asistidos por toda la
burocracia transnacional cuyas abreviaturas hemos reseñado.
Que trabajan además conjuntamente con otras redes
supranacionales que no surgieron desde la ONU, pero están íntimamente
entrelazadas: OMC, FMI, CPI, BM, CMNUCC, CTBTO, OIEA, CCI, OIM, OPAQ.
ONU y sus derivados no nos preservan de tóxicos
ambientales; nos lo administran. Para que no resulten tan chocantes.
Así pasó con la OMS y la pandemia decretada en
2020 (previa redefiniciòn del concepto de “pandemia” a cargo de la mismísima
OMS, que tiene además una configuracion peculiar; dejó de ser una instancia con
funcionarios públicos para ser un mix de públicos y privados).
Así pasó también con la CPI (particulares) y la
CIJ(estados), en La Haya, respecto de los asesinatos bajo la forma inexcusable
de genocidio. Al Estado de Israel incurso en tales atrocidades se le advirtió, “amonestó”,
pero se los ha dejado hacer. Mostrando lo qué valen, realmente, los derechos
humanos; la carta ética de la ONU.□