lunes, 23 de diciembre de 2013

Una historia en Cerro Chato

Los productores de Cerro Chato y Valentines, sus historias de vida y la resistencia a Aratirí
Algunos ya vendieron. Pero aún quedan en la zona muchos productores que desean preservar su modo de vida. Brecha estuvo con algunos de ellos. Ninguno podría ser definido como latifundista. Ninguno tampoco como ambientalista, al menos hasta que ciertos métodos de la minera los pusieron a pensar en la materia.

Hay un sol que raja las piedras. Es diciembre, martes 17 y uno de los días más calurosos del año. En el trayecto entre Valentines y Cerro Chato, la ruta 7 divide el territorio. Subiendo por la ruta, a la izquierda está Florida, a la derecha Treinta y Tres. En una plaza de la ciudad de Cerro Chato confluyen tres departamentos; hay también territorio duraznense. “Es gente con un sentimiento de lugar muy fuerte, hay tres departamentos pero la gente pertenece a Cerro Chato”, dicen los oriundos. Ahora una parte de sus tierras es considerada distrito minero, y todas las conversaciones del pueblo están contaminadas por Aratirí. No hay votos en blanco, ni anulados ni indecisos: hay gente a favor y hay gente en contra. El grado de convicción de que el proyecto es lo mejor que le pasó a Cerro Chato y a Valentines, o de que es lo peor que le pasó a esos pueblos y al país, llevó a que muchos se quitaran el saludo, incluso dentro de una misma familia.
De un lado y del otro de la ruta 7 hay productores que desde hace cuatro años resisten a “la mina”. Reciben a los visitantes tras una, dos o tres porteras; están rodeados de vacas, ovejas, caballos, perros, gatos. La mayoría habita casas humildes, la mayoría muy antiguas. Hay de los que tienen menos de 50 hectáreas y de los que llegan a 2 mil. En un tiempo hubo unas pocas familias que concentraban grandes cantidades de tierra. Había terratenientes, había esclavos. Pero el paso de los años, los matrimonios y sus descendencias, generaron un natural reparto de la tierra. El único latifundista de la zona, se dice, es Aratirí, que por ahora posee unas 12 mil hectáreas. Su actual arremetida, al iniciar el envío de cedulones, esta vez para explotación y servidumbre de paso, abarca a 420 productores y 15 mil hectáreas. En su recorrida, Brecha visitó algunos de esos predios y habló con algunos de sus propietarios.
HASTA EL SANTO. Este señor, que nadie dudaría ni por un segundo es un hombre de campo, habla casi sin respiro. Tiene menos de 60 años, bigote negro y ondulado, un escarbadientes en la boca. Se llama Quicón Ibarra. Mientras cuenta su historia, lo escuchan atentas su esposa e hija, aunque ya la conocen de memoria, aunque también son protagonistas de ella. Dos por tres hacen acotaciones que se superponen a su relato. Él continúa sin descanso; ha agarrado ritmo y tiene mucho para contar. “Desde que era chico, no sé cuántas empresas vinieron con eso del hierro. Estaban unos meses y después se iban.” Pero la última hace años que anda en la vuelta, tiene todas las intenciones de quedarse y el apoyo del gobierno.
Su primer contacto con Aratirí fue cuando “pidieron para dejar las máquinas en la entrada de mi casa, porque la empresa no les permitía dejarlas en la calle durante la noche. Yo, inocente, les dije que sí. Nos quedamos conversando, iban para el Cerro de Uría. Macanudazo el muchacho, me dice: ‘Si necesita una camioneta para ir al pueblo, úsela nomás’. A mí recién me conocía y me estaba ofertando una camioneta... Y cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Le dije que no, que muchas gracias. Todavía no habíamos tenido ninguna noticia de Aratirí”.
La minera ya había pedido el predio de Ibarra (de más de 500 hectáreas) y el resto de los de la zona en 2007. Pero la noticia se esparció en el pueblo entre fines de 2009 y principios de 2010, cuando la empresa comenzó a hacer ofertas para explorar los campos. Igual, fue recién cuando empezaron a llegar los primeros cedulones que la gente asimiló las dimensiones del proyecto. “Me llamaron para preguntarme si a mí también me había llegado un cedulón. A nosotros no nos habían dicho nada, y yo pensé que iban sólo para Cerro de Uría. Fui a Valentines, a la casa de la veterinaria, y le pedí que se fijara en la computadora si mi padrón estaba pedido. Y estaba pedido. Mi madre tiene un campo a 27 quilómetros de acá rumbo a Sarandí, pero no quise llevar el número de ese padrón porque pensé que tan lejos no iba a estar pedido. También estaba pedido. Ahí fue que uno empezó a ver lo grande que era esto.”
Ibarra volvió al campo luego de años de navegar por el mundo, y no lo cambia por nada. “Yo nací y viví en esa otra tapera con mis padres. Cuando terminé la escuela industrial, a los 16 años, me fui a vivir a Montevideo; estuve trabajando en unas tornerías, en unas cerrajerías y al final enganché en los barcos a los 18. Cada vez que venía compraba unos bichitos, unas ovejas, unas vacas, y me volvía a ir. En 1981 regresé a la campaña.” Como marino mercante, Ibarra fue a Europa, a América del Norte, a África. “Y pensar que allá vale más un litro de agua que un litro de whisky. Cuando llegábamos a África, había que ver a esos morochos desesperados por un vaso de agua. Es escasísima allá; acá abunda y no la quieren cuidar.”
El campo de Ibarra está a poco de la ruta 7, ingresando a Florida por el Camino del Monzón, unos 200 metros después de la escuela rural. En la entrada descansan dos carteles. Uno dice: “Obra por convenio Intendencia de Florida y Minera Aratirí sa. Mantenimiento de caminería”. El otro: “Usted ha llegado al protectorado hindú en Valentines”. El último anuncio, instalado por los vecinos, significa que se ingresa al distrito minero. Y el primero, el que informa sobre el mantenimiento de la caminería, se ha ido quedando viejo. “El camino está molido”, dice Ibarra, y comenta que fue de su propio campo de donde salió el balasto. “El Puntigliano vino y puso unas fotos: cómo estaba el campo, cómo lo explotaban y cómo iba a quedar después, con pradera. Eso es todito mentira. Yo tengo una cantera que hace 30 y pico de años que la hicieron pa’ sacar balastro y nunca más creció pasto. Al final les di el balastro para arreglar el camino, pero les dije que no quería ver ni una camioneta de Aratirí acá adentro. Un día me volvía y había dos camionetas en el campo. Estaba la geóloga mirando.”
Pero esa no fue la única vez que los funcionarios de Aratirí se metieron sin permiso a su campo. “Logré frenarlos con los recursos que presenté a la justicia y atajándolos de persona a persona. Si usted les aflojaba, igual se mandaban pa’ adentro. Los primeros tiempos vivía caliente y tenía que estarlos cuidando.” De esas tiene varias anécdotas, y cuando las cuenta resurge la bronca y se le entrecorta la voz por la impotencia. También cuenta de las veces que intentaron convencerlo, incluso apelando a sus conocidos. “Con la escuelita ésa que está ahí todos colaboramos. A mí me habían puesto de presidente. Había una maestra que estaba a favor de Aratirí y me venía a hablar. Yo, para no discutir, no le daba ni la hora. Le pusieron una camioneta. Todos los días la camioneta la traía y la llevaba. Compraron una cocina y no sé qué más para la escuela. Estaban haciendo beneficencia sabiendo que si sale esto, a la escuela la tiran al suelo. Al final les dije que si la escuela necesitaba algo, yo sacaba de mi bolsillo, pero que a Aratirí no lo quería ver.”
La posición hacia la empresa no fue siempre de rechazo, eso vino al experimentar sus prácticas. Antes “había venido uno gordito y me había pedido para hacer un par de pozos acá en mi campo. Y de boca le dije que sí, pero cuando me empecé a enterar cómo iba a ser la cosa, cuando vi lo que habían hecho con el campo de Perugorría... Uno vive cuidando el pasto para que coman los bichos y éstos en un rato te rompen todo. ¡Qué los voy a dejar entrar! Hasta que un día se aparecieron acá decididos a entrar. ‘Pero cómo, ¿no habíamos hablado?’, me dijeron. ‘No, yo estaba equivocado –les contesté–, acá no me entran ni un metro’”
LA VASCA. Perugorría se llama Claudia, y de esa firma se sigue arrepintiendo. La promesa era que le arrendaban la tierra, la cuidaban, ella podía seguir normalmente su actividad. Iban a hacer cuatro pozos, de esos bien angostos pero de hasta 300 metros de profundidad a los que forran con un tubo blanco para explorar si hay hierro y que, uno al lado del otro, pintan de blanco el Cerro Mulero, que se ve desde la ruta 7, apenas pasando la entrada a Valentines.
Perugorría es vecina de otro cerro, denominado Morochos. El nombre le queda de aquellos tiempos de la liberación de los esclavos, que una vez libres se instalaron en esa zona. Es uno de los cinco cerros que la minera tiene en su mira.
“Por culpa de esa firma… Les dije: ‘Bueno, si no queda otra’. Y firmé. Primero me pagaban 300 pesos por mes para pasar hacia el cerro. Les dije que por 300 pesos, que no me pagaran nada, si sólo iban a pasar. Pasaban 20 camionetas y empezaron a romper todo. Pasaban de noche, a cualquier hora, y después aparecían los animales rengos. Cuando hicimos el acuerdo era como una pista de autos, hacían trompos con las camionetas. Primero me querían comprar el campo, me daban 2.200 dólares por hectárea. Yo les dije que no lo vendía, pero ellos se sentían los dueños. En el acuerdo pusimos que iban a hacer cuatro pozos pero hicieron 14. Me pagaban 3 mil pesos por mes, y tuve que hacer el juicio para sacarlos.”
Perugorría fue la única que se animó a iniciarle un juicio a la minera. Y lo ganó. Ella asegura que fue uno de los geólogos de la empresa, que había renunciado pero que de todas formas fue llamado a declarar como testigo por Aratirí, el que le dio las de ganar. Declaró que era verdad que la empresa había destrozado el campo, y al salir le comentó a Perugorría: “Usted va a ver, ellos le van a hacer tanto la guerra, que usted va a terminar aflojando”. Pero es vasca y porfiada, y afirma que va a resistir. Después de todo, a Perugorría ni siquiera le interesaba la plata. Podría haber seguido cobrando los 3 mil pesos por el arrendamiento del campo, ya que el acuerdo era a dos años, pero dejó de ir a cobrar. “Yo quería que la gente supiera lo que me hicieron a mí, porque es lo que le van a hacer a todos.”
Su marido tapó con piedras los pozos. Pero es imposible disimular el boquete que hicieron para nivelar el terreno e instalar la perforadora. No le pidieron permiso para hacerlo; de hecho, lo descubrió el día que llegó el perito, a quien hubo que pagarle 12 mil pesos para que confirmara lo que estaba denunciando.
“Cuando vinieron los ambientalistas, dijeron: ‘Los primeros que se venden a las empresas son los comerciantes’. Y yo no dije nada, porque, claro, ellos no sabían que yo tenía un almacén. Pero es cierto, la plata era tan dulce que todo el mundo la quería. Yo prefiero tener menos dinero y no que se muera mi pueblo, que se enferme, que se destruya todo. Yo sé la realidad, sé que la gente necesita trabajar, sé todo. Yo doy mi tierra para poner una fábrica donde la gente trabaje, pero no a los extranjeros para que se lleven y destruyan todo. En la manera en que están haciendo las cosas, no. Tratan de corrernos. Y los trabajos que dan no van a ser para siempre. Ellos no hicieron concurso, no hicieron nada. Si te animabas a entrar a la casa de la gente, te tomaban. Los muchachos dejaban el liceo para entrar a trabajar a la mina, les hacían un lavado de cerebro, que iban a ganar no sé cuánta plata, y entraban a las casas rompiendo las porteras.”
Perugorría compró su campo de 47 hectáreas hace diez años. El dinero salió de su trabajo en el almacén, que heredó cuando murió su padre. Ella nació en el campo, pero cuando sus abuelos murieron su padre vendió la parte que le correspondía: 37 hectáreas. Criaba animales en donde podía, con la ilusión de volver a tener un pedacito de tierra. Por eso y por lo otro, no vende. Compró, y luego arrendaba también los dos campos vecinos, ambos de alrededor de 50 hectáreas, ambos de familiares de su marido. Uno de ellos, pegadito al cerro, era ambicionado por Aratirí. Y luego del juicio las herederas del predio lo vendieron. El desalojo de Perugorría se concretó rápidamente.
“Me desilusioné. Antes de esto había empezado a hacer la casa, compré los muebles, traje a mis animales que criaba en el pueblo. Ahora, de todos los guachos que tenía sólo me queda una vaca. Mi marido, que es el que trabaja acá, me paga una plata por usar el campo, los animales son todos de él. Iba a poner el agua, tengo todo para instalarla, pero qué voy a poner el agua, qué voy a seguir haciendo arreglos.”

LA LEY PRIMERA. “Cuando te están llegando cedulones constantemente, todos los días, se te genera una incertidumbre. Mucha gente hace tres años que no fertiliza, que no ha hecho arreglos en sus campos, porque es invertir en algo que después te pueden terminar sacando. Nosotros hemos querido mantener lo que hacemos. Por nuestra salud, queremos pensar que todo va a seguir como está ahora”, explica Andrés Noblía, que junto a su esposa maneja la estancia turística Los Plátanos.
Recorriendo el casco de la estancia es difícil imaginar que estuviera venido a menos, que fuera prácticamente una tapera. Lo heredaron Marina Cantera y su hermano Federico cuando sus abuelos fallecieron. Eran 500 hectáreas en total que se repartieron entre los hermanos.
Marina había estudiado hotelería y turismo. Los dos, ella y su marido, se habían criado en Cerro Chato, pero estaban en Montevideo trabajando. Cuando Marina quedó embarazada se volvieron. Los dos cuentan su experiencia a la par, coinciden y complementan el relato.
“Desde 1850 que mi familia está acá. Hay gente que está más para su negocio, vende y compra en otro lado. En nuestro caso, que es el caso de la mayoría de la gente de la zona, hay mucho arraigo porque es tierra que ha pasado de generación en generación.” A esta joven pareja también querían comprarle el campo. Les ofrecieron 2.300 dólares por hectárea, un monto que rondaba el precio del mercado, pero la venta no cuadraba con sus planes, con su proyecto de vida, con su filosofía. “El tema es que nosotros no somos vendedores de campo. Vos no vendés la tierra que estás trabajando, no la considerás una mercadería”, explica Andrés, y agrega que “siempre tuvimos la idea de venir a criar a nuestras niñas con las mismas cosas que nos criamos nosotros: la bicicleta, el vínculo con los vecinos. Cuando Marina quedó embarazada (de la primera de sus tres hijas), cargamos todo y empezamos de cero. Sin luz, sin agua potable, sin teléfono, con los pisos rotos, con los paneles de las puertas que se caían. Queríamos volver a la forma más original de la casa y la mayoría de las cosas las hicimos nosotros. Un año después arrancamos con el turismo”.
Consiguieron un préstamo para hacer la primera reforma de la casa. Después otro para cambiar el techo. “Se sacó y se lavó cada tejita, porque las tejas son de 1850, no se podían tirar a la basura. Hoy, 15 años después, si miramos en retrospectiva, vemos que logramos muchas cosas.”
Pero la minera no sólo entró en conflicto con esos planes, sino que también modificó al pueblo, lo dividió. “Si algo logró la empresa es generar enemistad entre gente vecina, y eso es algo irreconciliable. Así como nos duele a nosotros que te invadan el campo y te dejen sin tu trabajo, lo mismo le pasará al comerciante que pierde las nuevas ventas y sus proyecciones”, analiza Andrés. Fue una situación regalada, que vino de arriba, que nadie pidió, dice Marina, y “dentro de una misma familia hay gente que no se habla o se habla a regañadientes. Es una pena que la gente no se dé cuenta de que, cuando viene alguien de afuera, ‘la ley primera’ es ‘los hermanos sean unidos’. Los de afuera siempre quieren abrir brechas y distanciar a la gente, y eso fue algo hecho totalmente ex profeso”.
Ellos analizan que Aratirí apeló básicamente a dos grupos: los jóvenes y los comerciantes. “A una persona joven que no tenía un sueldo y se compró la moto en cuotas, se compró la casa en cuotas, tiene la cuenta en el almacén que tiene que pagar a fin de mes, a esa gente que estuvo viviendo de prestado todo este tiempo, con qué la consolás. Eso fue algo muy planificado para enfrentarlos a los que estaban en contra de la minería. Era algo irreal, porque todo el mundo se daba cuenta de que no podían tener a 200 personas contratadas si lo único que hacían era ir y venir en camioneta.”
Estos productores apuntan a desmitificar aquello de que el rechazo a Aratirí proviene de estancieros adinerados defendiendo sus intereses: “Los estancieros que ponen en los titulares somos nosotros. Gente con 300, 400 hectáreas que trabajamos todo el día. Lo otro que se dice, que nuestra actividad es ine­ficiente porque tenemos cuatro vacas arriba de un cerro, es un disparate. En la entrada a la estancia, el índice Coneat es 53, es bajísimo. Hay que ver lo bueno que es ese pasto, el 80 por ciento de preñez que tenemos. El período más ineficiente de la ganadería, porque es el más largo, se hace acá, en los terrenos más jodidos. Somos un eslabón del proceso”, plantea Andrés, y Marina remata: “Si lo mirás con una perspectiva de todo el país, no es una de las zonas más desarrolladas. Pero a mí me gustaría saber qué se entiende por desarrollo… Terminás, como siempre, en una cuestión filosófica”.
Como el resto de los productores con los que habló Brecha, los que aparecen y los que no aparecen en esta nota, ellos también mencionan al presidente José Mujica. Hablan de la contradicción que entienden que existe entre la promoción de la radicación en el campo y este proyecto. Critican que haya amagado varias veces a darles una audiencia y nunca lo haya hecho. Recuerdan una reunión a la que los ministros de Industria y Ganadería, Roberto Kreimerman y Tabaré Aguerre, llegaron en la camioneta de Fernando Puntigliano, el referente de la empresa y ex miembro del gobierno frenteamplista. Recuerdan también el operativo policial que dispusieron, “como si fuéramos a dar un golpe de Estado”, con todos los policías de Durazno, Treinta y Tres y Florida. “Son señales que hacen que la gente esté enojada y siga resistiendo."

BRECHA

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