Los productores de Cerro Chato y Valentines, sus historias de vida y la resistencia a Aratirí
Algunos
ya vendieron. Pero aún quedan en la zona muchos productores que desean
preservar su modo de vida. Brecha estuvo con algunos de ellos. Ninguno
podría ser definido como latifundista. Ninguno tampoco como
ambientalista, al menos hasta que ciertos métodos de la minera los
pusieron a pensar en la materia.
Hay
un sol que raja las piedras. Es diciembre, martes 17 y uno de los días
más calurosos del año. En el trayecto entre Valentines y Cerro Chato, la
ruta 7 divide el territorio. Subiendo por la ruta, a la izquierda está
Florida, a la derecha Treinta y Tres. En una plaza de la ciudad de Cerro
Chato confluyen tres departamentos; hay también territorio duraznense.
“Es gente con un sentimiento de lugar muy fuerte, hay tres departamentos
pero la gente pertenece a Cerro Chato”, dicen los oriundos. Ahora una
parte de sus tierras es considerada distrito minero, y todas las
conversaciones del pueblo están contaminadas por Aratirí. No hay votos
en blanco, ni anulados ni indecisos: hay gente a favor y hay gente en
contra. El grado de convicción de que el proyecto es lo mejor que le
pasó a Cerro Chato y a Valentines, o de que es lo peor que le pasó a
esos pueblos y al país, llevó a que muchos se quitaran el saludo,
incluso dentro de una misma familia.
De
un lado y del otro de la ruta 7 hay productores que desde hace cuatro
años resisten a “la mina”. Reciben a los visitantes tras una, dos o tres
porteras; están rodeados de vacas, ovejas, caballos, perros, gatos. La
mayoría habita casas humildes, la mayoría muy antiguas. Hay de los que
tienen menos de 50 hectáreas y de los que llegan a 2 mil. En un tiempo
hubo unas pocas familias que concentraban grandes cantidades de tierra.
Había terratenientes, había esclavos. Pero el paso de los años, los
matrimonios y sus descendencias, generaron un natural reparto de la
tierra. El único latifundista de la zona, se dice, es Aratirí, que por
ahora posee unas 12 mil hectáreas. Su actual arremetida, al iniciar el
envío de cedulones, esta vez para explotación y servidumbre de paso,
abarca a 420 productores y 15 mil hectáreas. En su recorrida, Brecha
visitó algunos de esos predios y habló con algunos de sus propietarios.HASTA
EL SANTO. Este señor, que nadie dudaría ni por un segundo es un hombre
de campo, habla casi sin respiro. Tiene menos de 60 años, bigote negro y
ondulado, un escarbadientes en la boca. Se llama Quicón Ibarra.
Mientras cuenta su historia, lo escuchan atentas su esposa e hija,
aunque ya la conocen de memoria, aunque también son protagonistas de
ella. Dos por tres hacen acotaciones que se superponen a su relato. Él
continúa sin descanso; ha agarrado ritmo y tiene mucho para contar.
“Desde que era chico, no sé cuántas empresas vinieron con eso del
hierro. Estaban unos meses y después se iban.” Pero la última hace años
que anda en la vuelta, tiene todas las intenciones de quedarse y el
apoyo del gobierno.
Su
primer contacto con Aratirí fue cuando “pidieron para dejar las
máquinas en la entrada de mi casa, porque la empresa no les permitía
dejarlas en la calle durante la noche. Yo, inocente, les dije que sí.
Nos quedamos conversando, iban para el Cerro de Uría. Macanudazo el
muchacho, me dice: ‘Si necesita una camioneta para ir al pueblo, úsela
nomás’. A mí recién me conocía y me estaba ofertando una camioneta... Y
cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Le dije que no,
que muchas gracias. Todavía no habíamos tenido ninguna noticia de
Aratirí”.
La
minera ya había pedido el predio de Ibarra (de más de 500 hectáreas) y
el resto de los de la zona en 2007. Pero la noticia se esparció en el
pueblo entre fines de 2009 y principios de 2010, cuando la empresa
comenzó a hacer ofertas para explorar los campos. Igual, fue recién
cuando empezaron a llegar los primeros cedulones que la gente asimiló
las dimensiones del proyecto. “Me llamaron para preguntarme si a mí
también me había llegado un cedulón. A nosotros no nos habían dicho
nada, y yo pensé que iban sólo para Cerro de Uría. Fui a Valentines, a
la casa de la veterinaria, y le pedí que se fijara en la computadora si
mi padrón estaba pedido. Y estaba pedido. Mi madre tiene un campo a 27
quilómetros de acá rumbo a Sarandí, pero no quise llevar el número de
ese padrón porque pensé que tan lejos no iba a estar pedido. También
estaba pedido. Ahí fue que uno empezó a ver lo grande que era esto.”
Ibarra
volvió al campo luego de años de navegar por el mundo, y no lo cambia
por nada. “Yo nací y viví en esa otra tapera con mis padres. Cuando
terminé la escuela industrial, a los 16 años, me fui a vivir a
Montevideo; estuve trabajando en unas tornerías, en unas cerrajerías y
al final enganché en los barcos a los 18. Cada vez que venía compraba
unos bichitos, unas ovejas, unas vacas, y me volvía a ir. En 1981
regresé a la campaña.” Como marino mercante, Ibarra fue a Europa, a
América del Norte, a África. “Y pensar que allá vale más un litro de
agua que un litro de whisky. Cuando llegábamos a África, había que ver a
esos morochos desesperados por un vaso de agua. Es escasísima allá; acá
abunda y no la quieren cuidar.”
El
campo de Ibarra está a poco de la ruta 7, ingresando a Florida por el
Camino del Monzón, unos 200 metros después de la escuela rural. En la
entrada descansan dos carteles. Uno dice: “Obra por convenio Intendencia
de Florida y Minera Aratirí sa. Mantenimiento de caminería”. El otro:
“Usted ha llegado al protectorado hindú en Valentines”. El último
anuncio, instalado por los vecinos, significa que se ingresa al distrito
minero. Y el primero, el que informa sobre el mantenimiento de la
caminería, se ha ido quedando viejo. “El camino está molido”, dice
Ibarra, y comenta que fue de su propio campo de donde salió el balasto.
“El Puntigliano vino y puso unas fotos: cómo estaba el campo, cómo lo
explotaban y cómo iba a quedar después, con pradera. Eso es todito
mentira. Yo tengo una cantera que hace 30 y pico de años que la hicieron
pa’ sacar balastro y nunca más creció pasto. Al final les di el
balastro para arreglar el camino, pero les dije que no quería ver ni una
camioneta de Aratirí acá adentro. Un día me volvía y había dos
camionetas en el campo. Estaba la geóloga mirando.” Pero
esa no fue la única vez que los funcionarios de Aratirí se metieron sin
permiso a su campo. “Logré frenarlos con los recursos que presenté a la
justicia y atajándolos de persona a persona. Si usted les aflojaba,
igual se mandaban pa’ adentro. Los primeros tiempos vivía caliente y
tenía que estarlos cuidando.” De esas tiene varias anécdotas, y cuando
las cuenta resurge la bronca y se le entrecorta la voz por la
impotencia. También cuenta de las veces que intentaron convencerlo,
incluso apelando a sus conocidos. “Con la escuelita ésa que está ahí
todos colaboramos. A mí me habían puesto de presidente. Había una
maestra que estaba a favor de Aratirí y me venía a hablar. Yo, para no
discutir, no le daba ni la hora. Le pusieron una camioneta. Todos los
días la camioneta la traía y la llevaba. Compraron una cocina y no sé
qué más para la escuela. Estaban haciendo beneficencia sabiendo que si
sale esto, a la escuela la tiran al suelo. Al final les dije que si la
escuela necesitaba algo, yo sacaba de mi bolsillo, pero que a Aratirí no
lo quería ver.”
La
posición hacia la empresa no fue siempre de rechazo, eso vino al
experimentar sus prácticas. Antes “había venido uno gordito y me había
pedido para hacer un par de pozos acá en mi campo. Y de boca le dije que
sí, pero cuando me empecé a enterar cómo iba a ser la cosa, cuando vi
lo que habían hecho con el campo de Perugorría... Uno vive cuidando el
pasto para que coman los bichos y éstos en un rato te rompen todo. ¡Qué
los voy a dejar entrar! Hasta que un día se aparecieron acá decididos a
entrar. ‘Pero cómo, ¿no habíamos hablado?’, me dijeron. ‘No, yo estaba
equivocado –les contesté–, acá no me entran ni un metro’”LA
VASCA. Perugorría se llama Claudia, y de esa firma se sigue
arrepintiendo. La promesa era que le arrendaban la tierra, la cuidaban,
ella podía seguir normalmente su actividad. Iban a hacer cuatro pozos,
de esos bien angostos pero de hasta 300 metros de profundidad a los que
forran con un tubo blanco para explorar si hay hierro y que, uno al lado
del otro, pintan de blanco el Cerro Mulero, que se ve desde la ruta 7,
apenas pasando la entrada a Valentines.
Perugorría
es vecina de otro cerro, denominado Morochos. El nombre le queda de
aquellos tiempos de la liberación de los esclavos, que una vez libres se
instalaron en esa zona. Es uno de los cinco cerros que la minera tiene
en su mira.
“Por
culpa de esa firma… Les dije: ‘Bueno, si no queda otra’. Y firmé.
Primero me pagaban 300 pesos por mes para pasar hacia el cerro. Les dije
que por 300 pesos, que no me pagaran nada, si sólo iban a pasar.
Pasaban 20 camionetas y empezaron a romper todo. Pasaban de noche, a
cualquier hora, y después aparecían los animales rengos. Cuando hicimos
el acuerdo era como una pista de autos, hacían trompos con las
camionetas. Primero me querían comprar el campo, me daban 2.200 dólares
por hectárea. Yo les dije que no lo vendía, pero ellos se sentían los
dueños. En el acuerdo pusimos que iban a hacer cuatro pozos pero
hicieron 14. Me pagaban 3 mil pesos por mes, y tuve que hacer el juicio
para sacarlos.”
Perugorría
fue la única que se animó a iniciarle un juicio a la minera. Y lo ganó.
Ella asegura que fue uno de los geólogos de la empresa, que había
renunciado pero que de todas formas fue llamado a declarar como testigo
por Aratirí, el que le dio las de ganar. Declaró que era verdad que la
empresa había destrozado el campo, y al salir le comentó a Perugorría:
“Usted va a ver, ellos le van a hacer tanto la guerra, que usted va a
terminar aflojando”. Pero es vasca y porfiada, y afirma que va a
resistir. Después de todo, a Perugorría ni siquiera le interesaba la
plata. Podría haber seguido cobrando los 3 mil pesos por el
arrendamiento del campo, ya que el acuerdo era a dos años, pero dejó de
ir a cobrar. “Yo quería que la gente supiera lo que me hicieron a mí,
porque es lo que le van a hacer a todos.”
Su
marido tapó con piedras los pozos. Pero es imposible disimular el
boquete que hicieron para nivelar el terreno e instalar la perforadora.
No le pidieron permiso para hacerlo; de hecho, lo descubrió el día que
llegó el perito, a quien hubo que pagarle 12 mil pesos para que
confirmara lo que estaba denunciando.
“Cuando
vinieron los ambientalistas, dijeron: ‘Los primeros que se venden a las
empresas son los comerciantes’. Y yo no dije nada, porque, claro, ellos
no sabían que yo tenía un almacén. Pero es cierto, la plata era tan
dulce que todo el mundo la quería. Yo prefiero tener menos dinero y no
que se muera mi pueblo, que se enferme, que se destruya todo. Yo sé la
realidad, sé que la gente necesita trabajar, sé todo. Yo doy mi tierra
para poner una fábrica donde la gente trabaje, pero no a los extranjeros
para que se lleven y destruyan todo. En la manera en que están haciendo
las cosas, no. Tratan de corrernos. Y los trabajos que dan no van a ser
para siempre. Ellos no hicieron concurso, no hicieron nada. Si te
animabas a entrar a la casa de la gente, te tomaban. Los muchachos
dejaban el liceo para entrar a trabajar a la mina, les hacían un lavado
de cerebro, que iban a ganar no sé cuánta plata, y entraban a las casas
rompiendo las porteras.”
Perugorría
compró su campo de 47 hectáreas hace diez años. El dinero salió de su
trabajo en el almacén, que heredó cuando murió su padre. Ella nació en
el campo, pero cuando sus abuelos murieron su padre vendió la parte que
le correspondía: 37 hectáreas. Criaba animales en donde podía, con la
ilusión de volver a tener un pedacito de tierra. Por eso y por lo otro,
no vende. Compró, y luego arrendaba también los dos campos vecinos,
ambos de alrededor de 50 hectáreas, ambos de familiares de su marido.
Uno de ellos, pegadito al cerro, era ambicionado por Aratirí. Y luego
del juicio las herederas del predio lo vendieron. El desalojo de
Perugorría se concretó rápidamente.
“Me
desilusioné. Antes de esto había empezado a hacer la casa, compré los
muebles, traje a mis animales que criaba en el pueblo. Ahora, de todos
los guachos que tenía sólo me queda una vaca. Mi marido, que es el que
trabaja acá, me paga una plata por usar el campo, los animales son todos
de él. Iba a poner el agua, tengo todo para instalarla, pero qué voy a
poner el agua, qué voy a seguir haciendo arreglos.”
LA
LEY PRIMERA. “Cuando te están llegando cedulones constantemente, todos
los días, se te genera una incertidumbre. Mucha gente hace tres años que
no fertiliza, que no ha hecho arreglos en sus campos, porque es
invertir en algo que después te pueden terminar sacando. Nosotros hemos
querido mantener lo que hacemos. Por nuestra salud, queremos pensar que
todo va a seguir como está ahora”, explica Andrés Noblía, que junto a su
esposa maneja la estancia turística Los Plátanos.
Recorriendo
el casco de la estancia es difícil imaginar que estuviera venido a
menos, que fuera prácticamente una tapera. Lo heredaron Marina Cantera y
su hermano Federico cuando sus abuelos fallecieron. Eran 500 hectáreas
en total que se repartieron entre los hermanos.
Marina
había estudiado hotelería y turismo. Los dos, ella y su marido, se
habían criado en Cerro Chato, pero estaban en Montevideo trabajando.
Cuando Marina quedó embarazada se volvieron. Los dos cuentan su
experiencia a la par, coinciden y complementan el relato.
“Desde
1850 que mi familia está acá. Hay gente que está más para su negocio,
vende y compra en otro lado. En nuestro caso, que es el caso de la
mayoría de la gente de la zona, hay mucho arraigo porque es tierra que
ha pasado de generación en generación.” A esta joven pareja también
querían comprarle el campo. Les ofrecieron 2.300 dólares por hectárea,
un monto que rondaba el precio del mercado, pero la venta no cuadraba
con sus planes, con su proyecto de vida, con su filosofía. “El tema es
que nosotros no somos vendedores de campo. Vos no vendés la tierra que
estás trabajando, no la considerás una mercadería”, explica Andrés, y
agrega que “siempre tuvimos la idea de venir a criar a nuestras niñas
con las mismas cosas que nos criamos nosotros: la bicicleta, el vínculo
con los vecinos. Cuando Marina quedó embarazada (de la primera de sus
tres hijas), cargamos todo y empezamos de cero. Sin luz, sin agua
potable, sin teléfono, con los pisos rotos, con los paneles de las
puertas que se caían. Queríamos volver a la forma más original de la
casa y la mayoría de las cosas las hicimos nosotros. Un año después
arrancamos con el turismo”.
Consiguieron
un préstamo para hacer la primera reforma de la casa. Después otro para
cambiar el techo. “Se sacó y se lavó cada tejita, porque las tejas son
de 1850, no se podían tirar a la basura. Hoy, 15 años después, si
miramos en retrospectiva, vemos que logramos muchas cosas.”
Pero
la minera no sólo entró en conflicto con esos planes, sino que también
modificó al pueblo, lo dividió. “Si algo logró la empresa es generar
enemistad entre gente vecina, y eso es algo irreconciliable. Así como
nos duele a nosotros que te invadan el campo y te dejen sin tu trabajo,
lo mismo le pasará al comerciante que pierde las nuevas ventas y sus
proyecciones”, analiza Andrés. Fue una situación regalada, que vino de
arriba, que nadie pidió, dice Marina, y “dentro de una misma familia hay
gente que no se habla o se habla a regañadientes. Es una pena que la
gente no se dé cuenta de que, cuando viene alguien de afuera, ‘la ley
primera’ es ‘los hermanos sean unidos’. Los de afuera siempre quieren
abrir brechas y distanciar a la gente, y eso fue algo hecho totalmente
ex profeso”.
Ellos
analizan que Aratirí apeló básicamente a dos grupos: los jóvenes y los
comerciantes. “A una persona joven que no tenía un sueldo y se compró la
moto en cuotas, se compró la casa en cuotas, tiene la cuenta en el
almacén que tiene que pagar a fin de mes, a esa gente que estuvo
viviendo de prestado todo este tiempo, con qué la consolás. Eso fue algo
muy planificado para enfrentarlos a los que estaban en contra de la
minería. Era algo irreal, porque todo el mundo se daba cuenta de que no
podían tener a 200 personas contratadas si lo único que hacían era ir y
venir en camioneta.”
Estos
productores apuntan a desmitificar aquello de que el rechazo a Aratirí
proviene de estancieros adinerados defendiendo sus intereses: “Los
estancieros que ponen en los titulares somos nosotros. Gente con 300,
400 hectáreas que trabajamos todo el día. Lo otro que se dice, que
nuestra actividad es ineficiente porque tenemos cuatro vacas arriba de
un cerro, es un disparate. En la entrada a la estancia, el índice Coneat
es 53, es bajísimo. Hay que ver lo bueno que es ese pasto, el 80 por
ciento de preñez que tenemos. El período más ineficiente de la
ganadería, porque es el más largo, se hace acá, en los terrenos más
jodidos. Somos un eslabón del proceso”, plantea Andrés, y Marina remata:
“Si lo mirás con una perspectiva de todo el país, no es una de las
zonas más desarrolladas. Pero a mí me gustaría saber qué se entiende por
desarrollo… Terminás, como siempre, en una cuestión filosófica”.
Como
el resto de los productores con los que habló Brecha, los que aparecen y
los que no aparecen en esta nota, ellos también mencionan al presidente
José Mujica. Hablan de la contradicción que entienden que existe entre
la promoción de la radicación en el campo y este proyecto. Critican que
haya amagado varias veces a darles una audiencia y nunca lo haya hecho.
Recuerdan una reunión a la que los ministros de Industria y Ganadería,
Roberto Kreimerman y Tabaré Aguerre, llegaron en la camioneta de
Fernando Puntigliano, el referente de la empresa y ex miembro del
gobierno frenteamplista. Recuerdan también el operativo policial que
dispusieron, “como si fuéramos a dar un golpe de Estado”, con todos los
policías de Durazno, Treinta y Tres y Florida. “Son señales que hacen
que la gente esté enojada y siga resistiendo."
BRECHA
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