martes, 13 de septiembre de 2016

CHILE

Revolución y contrarrevolución en Chile
Todo el gobierno de Allende estuvo marcado por una intensísima lucha de clases y una polarización de fuerzas creciente entre la revolución y la contrarrevolución. El gobierno precedente, del democristiano Eduardo Frei, venía siendo jaqueado, a partir de 1967, por un enorme ascenso de la lucha social. Huelgas en las fábricas, ocupaciones de fundos, manifestaciones masivas de los pobladores sin vivienda de la periferia de Santiago, movilizaciones crecientes de los estudiantes… Cuando faltan pocos meses para las elecciones presidenciales, millones de campesinos cumplen exitosamente el primer paro agrario de la historia chilena y al poco tiempo la central obrera paraliza el país durante 24 horas. Los comités de la Unidad Popular se reproducen con tal rapidez que en septiembre del ‘70 eran 14.800 en todos los puntos del territorio. La campaña es una batalla violenta con la derecha que recluta matones en el hampa; más de 50 locales de la UP son destruidos por atentados de grupos fascistas. El 4 de septiembre Allende gana con el 36% de los votos. Un enorme sector del campesinado, la clase media urbana y las mujeres se pronuncian por la izquierda. El festejo popular cubre todo Chile.
El programa de la Unidad Popular y su política
El programa de la UP, una alianza del Partido Comunista y el Socialista, con sectores desprendidos de la Democracia Cristiana y del Partido Radical, plantea diversas nacionalizaciones y una reforma agraria con métodos capitalistas (indemnizaciones y respeto a la propiedad privada). La UP reivindicaba el “constitucionalismo” para enfrentar así cualquier poder autónomo de los explotados. La reivindicación irrestricta de las “instituciones” se oponía a las ocupaciones de tierras, a las manifestaciones de autodefensa obrera contra la derecha y a la acción directa de los obreros contra las grandes propiedades capitalistas.
En octubre de 1972 la tensión alcanza un pico sin precedentes y estalla una “insurrección patronal”. Se generaliza el mercado negro, el desabastecimiento y la desorganización económica. La derecha se larga a una huelga de camioneros que extrema el caos social. Sin embargo, la reacción obrera deja completamente descolocados a los reaccionarios y sorprende a la propia UP. Centenares de fábricas son ocupadas y los trabajadores las hacen funcionar sin gerentes ni patrones. En los barrios brotan organismos de control popular contra el desabastecimiento, los grandes comercios son obligados a abrir sus puertas por la fuerza. En el sur se producen requisas de camiones para garantizar el transporte de alimentos. La insurgencia toma la forma de un doble poder: aparecen los Cordones Industriales que coordinan la acción de las fábricas ocupadas. Las Juntas de Abastecimiento se multiplican y adoptan funciones ejecutivas en el control de la compraventa de alimentos. En el campo aparecen los Consejos Comunales, nucleando a los ocupantes “ilegales” de fundos.
Ante el doble poder, Allende convoca al gobierno cívico-militar
Es precisamente luego de los sucesos de octubre del ’72 que Allende recurre al ejército y nombra en noviembre tres ministros militares. No es una improvisación. Desde el mismo día en que asume intenta congraciarse con las fuerzas armadas. No depura a la oficialidad reaccionaria ni toca a los servicios de informaciones, aunque sabe que están en manos de la CIA. Ni siquiera sugiere cambios en las juntas de calificaciones del alto mando, como habían hecho sus antecesores. No objeta la relación militar con el imperialismo ni la participación en los operativos Unitas. Todas las solicitudes de equipamiento son satisfechas por el presupuesto nacional. Es claro que con la designación del gabinete militar, Allende espera tranquilizar a la burguesía y, por sobre todo, reforzar la independencia del gobierno respecto de las masas insurrectas e inclusive de la propia UP. Se dicta el “estado de emergencia” y una ley de “requisa de armas” que sirve para iniciar una campaña de allanamientos a los arsenales obreros en formación. Se plantea limitar rigurosamente el número de nacionalizaciones y se reclama, además, la devolución a sus propietarios de 123 empresas ocupadas por los obreros. (Cuando ahora el sociólogo chileno Tomás Moulian dice que el “carácter revolucionario de Allende consistía en su propósito de democratización radical de todas las esferas de la vida social como eje de la transformación social”, simplemente no sabe de lo que habla.)
En octubre-noviembre del ‘72, la burguesía percibe ya que para cortarle el paso a la revolución no basta con las concesiones políticas que hace el gobierno a los contrarrevolucionarios. Las utiliza, en realidad, como una pantalla para la preparación de un golpe en regla. Cuenta para esto con la colaboración del gobierno y del PC. Así, el diario del PC – El Siglo – repite: “Hemos tenido, tenemos y tendremos confianza en las fuerzas armadas”. Entre tanto, los locales de la izquierda son allanados cotidianamente por los militares y los pocos fusiles recolectados por los obreros son incautados por la Marina.
En agosto del ‘73 se produce la ofensiva final de la burguesía. Las cámaras empresariales se pronuncian por el golpe y desatan el caos comercial y la hiperinflación. Los hospitales dejan de funcionar y la radio transmite cada 5 minutos una tanda publicitaria que pide la renuncia de Allende. El día 24 de agosto, el jefe del Ejército, Prats, da el último paso: presenta su renuncia y Allende lo sustituye por… Pinochet. (Pinochet le contó a su biógrafo que Prats lo recomendó para el puesto [La Nación, 15/9].) El 11 de septiembre estalla el golpe y se impone rápidamente en todo el país. La ilusión da paso a la tragedia.
Treinta años después, polémico reconocimiento de… Pinochet: “Me recomendó el Partido Comunista…”
Pablo Rieznik
En ocasión del reciente aniversario del golpe pinochetista de 1973 cuestionamos, desde estas mismas páginas, el mito de que el gobierno de Allende se encaminaba a fundar un socialismo “sui generis” en el país trasandino (ver Prensa Obrera Nº 818). La tragedia personal de Allende, que se suicidó para no entregarse a los genocidas, no debe opacar la verdad histórica, es decir, que su derrocamiento se explica por la incapacidad de su administración para frenar el ascenso de la revolución chilena.
Lo cierto, inclusive, es que Allende siempre condicionó su profesión de fe socialista (formal) al mantenimiento del orden burgués – no, como se afirma unilateralmente, al mantenimiento de la legalidad y del llamado estado de derecho, que no es exactamente lo mismo – . Por eso destacamos la importancia del “Estatuto de Garantías” que firmó en 1970 – luego de ganar las elecciones y antes de asumir la Presidencia – , en el cual se comprometía a mantener la integridad y verticalidad del aparato represivo, la intangibilidad del control clerical sobre el aparato educativo, y de los monopolios capitalistas sobre los aparatos de comunicación (es decir, de los aparatos antidemocráticos que constituyen el fundamento del Estado “democrático”). Tal “Estatuto”, por supuesto, no era una exigencia del orden jurídico vigente ni de la Constitución chilena; suponía más bien su violación para mantener en pie al Estado capitalista.
Tampoco respondía a una exigencia legal la incorporación de los mandos militares al gabinete presidencial cuando Chile ingresó abiertamente a una situación revolucionaria en octubre de 1972. Puede sonar fuerte la afirmación de que mientras la revolución progresaba en la construcción de los “cordones industriales” y los organismos de doble poder en las ciudades y el campo, lo que se atrincheraba en el poder con Allende era la contrarrevolución. Pero, no por eso deja de ser verdadera.
La política del PC-PS, que sostenían a Allende, era el desarme de la revolución y que avanzara con “rostro humano”, no el socialismo sino la contrarrevolución (o sea, una contrarrevolución sin golpe militar). Esto suponía disciplinar a esta última al propio gobierno de la Unidad Popular. Para esto Allende estuvo negociando, en las semanas previas a su caída, un pacto con la Democracia Cristiana (otra vez, extraparlamentario y no constitucional) y la eventualidad de un plebiscito. Fue como parte de estas maniobras que el propio Allende designó a Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército. Al mismo tiempo, una ley “de emergencia” ordenó requisar el armamento obrero, y esto como excusa para poner “en operaciones” a la tropa contra el pueblo insurgente. En el mismo artículo de P.O., ya mencionado, citamos al diario del PC de la época llamando a “confiar en las Fuerzas Armadas”.
Disponemos ahora de un reportaje reciente concedido por Pinochet a un historiador norteamericano de su entera confianza (reproducido en la revista sanjuanina Plural del 19 de septiembre pasado), en el cual el senil verdugo, suelto de lengua, confiesa “una cosa que no la sabe nadie: (que) el Partido Comunista me recomendó con Allende; ellos sí – agrega- se equivocaron conmigo”. La disquisición sobre tal “recomendación” es relativamente intrascendente, porque las pruebas de que el PC apoyó e inspiró la política de rodear de militares al Poder Ejecutivo y de desarmar a los obreros y campesinos son abrumadoras. Es una línea que conducía a un “autogolpe” de Allende, en parte consumado con la incorporación de los ministros militares, que podía desenvolverse en la dirección de acentuar la militarización. El propósito era elevar al gobierno como árbitro para poner al país en caja , más allá de las instituciones representativas.
La confirmación de esta línea del PC y Allende aparece en el mismo reportaje, cuando el historiador de marras – y Pinochet – admiten que “Allende había logrado aproximarse muy bien a los altos mandos del Ejército, la Armada y Carabineros (y que ) quería dar un autogolpe”. No está claro a quién incluiría el “autogolpe”. Aunque Pinochet sugiere que podría ser comandando por su antecesor – el general Prats – el planteo de avanzar hacia un gobierno “cívico-militar” por parte del tándem Allende-PC, que pudiera integrar al propio Pinochet, no debe ser descartado. Entonces, la eventual “recomendación” del PC es algo más que una equivocación. (En todo caso, repitieron la “equivocación” cuando plantearon una orientación similar en la Argentina en 1976.)
Que admitir esta hipótesis no es un exabrupto lo demuestra el sociólogo hiper-allendistaTomás Moulián, que interpreta el suicidio de Allende como una reacción frente a la “traición” de Pinochet. ¿Traición al socialismo? No, sería absurdo. Es plausible de ser interpretada, en cambio, como el abandono del proyecto de un gobierno cívico-militar y del sometimiento de la revolución bajo el comando del Ejecutivo comandado por Allende-Pinochet. La polarización entre la revolución y la contrarrevolución ya no admitía medias tintas. La verdad histórica, entonces, o las cosas en su lugar.

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